Bill Callahan + Circuit Des Yeux – Teatro Nuevo Apolo (Madrid)

Eventos como el que nos ocupa simbolizan muchas cosas que van saltando a la vista a medida que se van desarrollando. Independientemente del valor que supone una visita de Bill Callahan, también hay metalenguajes que evidencian el contexto de un concierto de este tipo.
Veamos, estar en la puerta y ver el peregrinaje de fans, que en su mayoría parecían estar compungidos, ya hacía presagiar el tono sentido del evento. Pero era extraño pues Callahan, además de bucear con destreza en aguas sentimentales es, también, hábil en el manejo del humor más afilado y sutil. Lo cierto es que tras el desfile de ensimismados llegó el momento del rito de la butaca, el móvil, las redes del yo estuve ahí, las caras de trascendencia y las nucas hundiéndose en los cuellos.
Frente a la parafernalia motriz del respetable el escenario daba cobijo a una chica aparentemente tímida, con una imagen que podría encuadrar perfectamente en la música intimista de guitarra, voz, folk y pocas palabras al público dichas con suavidad.
Esa chica se llama Haley Fohr, pero su nombre de batalla es Circuit Des Yeux. Sentada en una silla y rodeada de unos cuantos pedales, cogió su guitarra y empezó a cantar como si con ella no fuera la cosa. Efectivamente, el respetable estaba para ver a quien quería ver, por eso muchos móviles se encendían para actualizar estados y demás. Pero eso daba igual, Fohr tiene el empaque necesario para hacerse con un espacio que poco a poco se le irá abriendo.
Sus canciones mantienen un pulso entre la delicadeza y lo brusco, entre figuras melódicas e interesantes efectos que envuelven sus loops de guitarra. En esos terrenos su voz, que podría ser una poderosa mezcla entre Nico y Scott Walker, dota de una sombría solemnidad a títulos como «Lithonia», «Nova» o «Hegira», entre otros, que valiéndose del folk ponen la mira en zonas que, de ser exploradas en el futuro, probablemente hagan de Circuit Des Yeux un nombre al que muchos de los que esperaban a Callahan le sigan con verdadero y merecido interés.
Tras el intermedio de rigor llegó el turno del esperado por todos. Parcamente Bill Callahan y su trío se hizo con el escenario y empezó con la parsimonia contemplativa de «The Sing», con su «beer, thank you» que él entonaba como si estuviese en una barra donde su compañero de cervezas fuese el Clint Eastwood de Duro De Pelar, Harry El Sucio o Sin Perdón. Bill Callahan y Harry Callahan juntos ¿por qué no? A fin de cuentas estas canciones podrían formar parte perfectamente de una película protagonizada o dirigida por el hombre de mirada seria y sentido del humor tan ácido como el que estaba cantando.

Tras el inicio, que pareció descuadrar a los fans busca hits, la banda continuó yendo despacio por una ruta de volumen contenido pero preciosista donde todo encajaba con naturalidad y con una sutileza que permitía apreciar detalles de buena manera. Así, «Javelin Unlanding» y «Small Plane» siguieron su curso entre bongos pausados y apuntes de guitarras evocadores. Poco después subiría el ritmo con un «America» que también asentaría la propuesta de unos desarrollos largos de los temas, algo que quizás en algunas canciones no era del todo procedente pues esa duración podía acabar convirtiéndose en reiteración.

En esos pasos parecía sobrevolar la idea de la recreación de ambientes en busca de nuevos recursos de imagen. Porque, quizás sea así, ese parece ser uno de los valores de la música de Bill Callahan, su facilidad para crear escenas visuales de intimidad, reflexión, conclusiones, peticiones, rupturas e ironías a lomos de country -folk de sentidos abiertos. «Two Many Birds», la rotunda «Ride My Arrow», «Drover» o «Seagull» son buenos ejemplos de ese talento que brillaron en un concierto al que la oscuridad del teatro y la suavidad de las luces ayudaron a fomentar más aún esa atmósfera de nocturnidad que tan bien le sentó.
La tanda final vendría con «Please Send Me Someone To Love», una gran versión de Percy Mayfield, y el guiño al pasado de Smog con «Dress Sexy At My Funeral», que arrancó yeahs, uuuuhs, jubilosos silbidos, fotos, posts y otras muestras de sentido júbilo. Y de ahí adiós. Se acabó el concierto con «Winter Road».
Los fans aplaudían convencidos de que una pequeña pausa daría pie a un bis de rigor pero nada. Volvían a aplaudir con yeahs y uuuuhs y nada. Zapateaban en la platea, los palcos y el entresuelo y nada.
El concierto había terminado y era hora de salir a comentar. Algunos estaban obnubilados y parecían haber recibido su primera comunión, pero, eso sí, mantenían su postura compungida, que no se diga. Otros esperaban más clásicos y algunos, quizás curiosos, paracaidistas o fans algo críticos, se referían a la excesiva duración de algunos temas con el clásico «se me ha hecho un poco largo».
Fue un buen concierto, emocionante y contenido, sugerente y exigente. Con sentido de humor y talento de observación. Pero sobre todo un directo con grandes canciones escritas por un tipo que, en el sosiego de quien parece haberse asentado emocionalmente, no buscó más que disfrutar de lo que hacía. Eso hizo Bill Callahan.
 

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