Bryan Ferry + Nat Simons (Teatro De La Axerquía) Córdoba 10/07/18

No se esperaba que la primera cita del nuevo tour europeo de uno de los mitos del pop de los ochenta partiese de una ciudad como Córdoba y en un evento de unas características teóricamente tan marcadas. Al Festival de la Guitarra 2018, con sede principal en el magnífico Teatro de la Axerquía, se le han podido poner varias pegas en las últimas ediciones –la mayoría injustificadas y única y tristemente basadas en los gustos personales de un público cada vez más sordo y perezoso-, pero nunca la de que aúne en apenas dos semanas tantos grandes nombres que harían morir de envidia al cartel más sonado en cualquier otro ámbito. El de Bryan Ferry, una estrella que ejerce como tal dentro y fuera del escenario (su soberbia para con los medios y su negativa a empatizar parecen ya rasgos habituales de este último tramo de su carrera), significaba la piedra angular para muchos que esta vez no esgrimieron argumentos absurdos en contra de su presencia. Será su hálito de leyenda, su proverbial elegancia sonora o el puñado de clásicos que ha grabado desde hace más de cuatro décadas. En cualquier caso, uno de los conciertos por excelencia del julio cordobés, aliviado momentáneamente de las desérticas temperaturas por noches como esta, de bonanza y recuerdos musicales. Hablaremos de ello tras el prólogo, protagonizado por una de esas artistas jóvenes y no tan emergentes que ven en estas ocasiones su gran oportunidad de llegar a una audiencia que probablemente nunca tendrán.

Con dos discos como bagaje (el último bajo la producción de Gary Louris, alma mater de The Jayhawks, ahí es nada) y una brújula orientada al soft country y a sonidos acústicos de cielos agrestes, la madrileña de nombre artístico Nat Simons se presentó en formato reducido de dos guitarras y percusión, con su hermana Elena a los coros, para en poco menos de una hora tocar con pasión y profundo convencimiento temas más que apañados, destacando un delicioso “People”, un sentido “Happiness” o el más melancólico “Endless summer road” para situarse en ese cruce de caminos a veces tan indefinido entre el blues, el rock americano de los noventa y el aderezo de un folk inundado de sentimiento con los que crear una especie de mar de tranquilidad en el que bucea con calma y pesca algunas piezas de indudable categoría. En un escenario menos desangelado y con otra acústica más concentrada, Natalia García Poza –la chica detrás del alias- puede ser disfrutada en plenitud y a rendimiento completo. Las buenas maneras y las grandes canciones ya las tiene.

Espigado, con chaqueta aterciopelada y medidos movimientos escénicos, el dandy del pop, el hombre de la media sonrisa, el anti acróbata que se recrea en la profundidad del rock sin demasiados atavíos, lleva cuatro años sin presentar un nuevo trabajo que le sirva de excusa. No la necesita, teniendo en cuenta que hace tres publicó un disco en directo con el que aferrarse de nuevo a la espiral de las giras. En esta, cuyo debut lo retrató indeciso a veces en cuanto a la coherencia del set list, no se tienen en cuenta de momento sus divagaciones en torno a la obra magna de Dylan, al que le profesó admiración en el trabajo de covers correspondiente, ni le hace ojitos a otros colegas a los que demostró pleitesía en el pasado, léase Lou Reed o los propios Beatles. Sin embargo, mantiene en el repertorio a modo de epílogo un “Jealous guy” compuesto por John Lennon en su etapa posterior, un tema al que parece tenerle un cariño especial y que se pega como un guante de seda a su forma de cantar, ajada por los años e inconfundible como sello de identidad para quienes la escuchan.

La penumbra, el contraluz y las figuras potentes de las dos coristas que potencian los agudos que a él le faltan preludian la entrada de “The main thing”, una manera de reivindicarse a sí mismo y de agradecer gran parte de los logros a su alianza con Brian Eno, Phil Manzanera y Andy Mackay, tres músicos de altura que a primeros de los setenta decidieron darle una nueva dimensión al hoy llamado brit pop, no exenta de experimentación y basándose en la sección más orientada a la alcoba de la música negra que los había educado. Es curioso cómo casi la mitad del show que ofrece Bryan Ferry en el siglo XXI bebe de esas fuentes originales, con los imprescindibles tonos sepia con que el tiempo ha pintado “Ladytron” y “Slave to love” (si algunos recuerdan el final de Lunas De Hiel, la irregular película de Polanski, sabrán por qué siempre será imperecedera su melodía) y la inseparable ligazón rítmica que une “More than this”, “Avalon”, “Love is the drug” y “Virginia plain”. No, no era un concierto de Roxy Music ni una reunión conmemorativa, sino las canciones de un señor plenamente consciente de sí mismo y en un especial momento creativo de indecisiones y obligaciones contractuales.

La discografía de este caballero es tan amplia como irregular, por eso el tempo de un concierto suyo es difícil de fijar a través de la monotonía de temas como “A waste land” o “Bittersweet”, a los que solo la guitarra del jefe Chris Spedding o los teclados del propio Bryan Ferry pueden apenas rescatar del tedio, y las estaciones de paso de sus más destacados trabajos de los ochenta, representados por “Bête Noire” y “Mamouna” solo completan un recorrido con los altibajos suficientes para que apreciemos aún más cumbres como “Let’s stick together”, una suerte de disfraz prestado de Talking Heads, con vientos, armónica y arreglos desatados, que aún suena fresca después de tantos años. La edad, como se puede comprobar en el arte y especialmente en la música, es solo una condición autoimpuesta, por mucho que las canas se empeñen en demostrar lo contrario. A Bryan Ferry, un músico tan respetado como frío, aún no sabemos si el paso del tiempo le sienta tan bien. De momento, fue un placer ser testigos de la plena vigencia de su obra.

Fotos Raisa McCartney.

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