Bunbury – Castillo de San Sebastián (Cádiz)

Rojo fuego. Interior y exterior. Calavera andina. Chaleco granate con camisa oscura. Llamas en los antebrazos. Tatuajes imposibles. Sombrero tejano. Sangre hirviendo en las venas. Mestizaje en el alma. Música en el corazón. Sentimiento en la piel. Admiración sin límite. Clase. Pasión.
En el cambio de indumentaria parece implícito el derecho a reivindicarse por enésima vez, aunque ya no haya necesidad de ello. El artista total que surge como una elegante aparición entre los focos, las columnas y los abalorios instrumentales que preparan el escenario para su demoledora irrupción sigue viviendo al límite su personal cruzada estética, ahora sustituyendo el negro fronterizo de su anterior visita a suelo patrio por el llamativo uniforme que saturará flashes e imágenes y abrirá otro (eterno) debate sobre lo peligroso de moverse entre la perenne osadía y el acechante ridículo. Pero no es el objeto de esta crónica argumentar sobre lo adecuado o no de los colores que visten a una estrella (que, si tenemos en cuenta la temática y el contexto de los recientes disco y gira), sino contar cómo fue uno de los conciertos que significaron el retorno momentáneo de Enrique Bunbury a nuestro país, que últimamente sólo parece significar estación de tránsito entre sus continuas andanzas por teatros y prestigiosos recintos del circuito norteamericano, aparte de sus intermitentes visitas a sus “hermanos” aztecas y latinos en general, un terreno abonado en justicia a la semilla plantada con rigor y constancia tras décadas de trabajo constante y empeño por convertirse en la divinidad (sí, preguntemos a cualquier mexicano seguidor de su carrera desde el advenimiento estelar de Héroes del Silencio y constataremos la validez del término sin el menor problema) que aquí, en este santo país que sigue y seguirá negando el pan y la sal a quienes se salen del camino establecido o simplemente no siguen las pautas más acomodaticias, aún le es asignada con desgana. Pese a todo y a todos, la trayectoria artística de este aragonés errante, maestro en crear opiniones encontradas y experto fajador de obtusos detractores, empieza a parecerse a la de esos músicos imprescindibles que cada vez que pisan las tablas mueven mucho más que a un público entregado de antemano y una logística que a veces se hace innecesaria para arropar tanto talento.
Lo derrochó, como siempre, desde la inicial intro de “El mar, el cielo y tú”, en la que Los Santos Inocentes, una banda comandada por Ramón Gacías, omnipresente tras los tambores, que ya ha llegado a donde su jefe quería y que nos ha hecho olvidar definitivamente el techo alcanzado por El Huracán Ambulante, empiezan a tirar de los hilos del telón antes del ímpetu de “Llévame” y de la primera incursión tabernaria con “El solitario (Diario de un borracho)”, la tríada introductoria al recorrido del “Licenciado Cantinas”, la personalidad que ha absorbido al señor Ortiz de Landázuri y la ha sumado a su larga lista de alter ego irrecuperables en el futuro, una vez conocido su afán por mirar siempre hacia adelante y desechar, muchas veces de forma injusta, canciones y encarnaciones pretéritas que puedan entorpecer su continua evolución. De su más fresca excursión cantinera también dio cuenta en su festiva visión de un corrido tradicional, “Ánimas, que no amanezca”, la excelente recuperación de joyas perdidas del folclore peruano en “Ódiame” suerte” (versos que erizan el vello: “odio quiero más que indiferencia, porque el rencor quiere menos que el olvido”),  y el rendido homenaje a los grandísimos Willie Colón y Héctor Lavoe incluido en la versión de “El día de mi suerte”, otro punto de inflexión en un concierto impecable desde la óptica musical pero parco en complicidad, máxime si tenemos en cuenta la enorme capacidad comunicativa de Bunbury, de la que ya dimos fe muchas otras noches, y de sus inigualables dotes de frontman. Para un hombre de mundo era muy exótico tocar en casa, como él mismo dijo, y así debería haberse sentido, porque citarnos en la explanada interior del Castillo de San Sebastián, en plena bahía de Cádiz, y mecer sus vehementes composiciones con la brisa marina ya era un regalo que aceptamos con sumo gusto.
El mismo que volvió a exhibir con los nuevos arreglos de “San Cosme y San Damián” (el bajo de Robert Castellanos tiene mucho que ver), “Infinito” (ahora vestida del blues de Los Lobos) “Lady blue” (unida magistralmente con “De todo el mundo”, posiblemente una de las mejores canciones que ha escrito nunca) y la sorprendente “El tiempo de las cerezas”, cortada a medida del sonido de Nueva Orleans con las percusiones de Quino Béjar en un guiño a los buenos ratos vividos muy cerquita de allí, en el estudio de Paco Loco en el Puerto de Santa María, junto a su amigo Nacho Vegas, escribiendo las canciones de un disco obviado por muchos de los seguidores que hoy reniegan del enjuto individuo que un día, según ellos, dio la puntilla a la banda más grande que ha nacido en Zaragoza. Esos mismos, cerriles en su sordera, que no conocen la importancia de ser “El hombre delgado que no flaqueará jamás” (impresionantes las guitarras de Álvaro Suite y Jordi Mena), ni de decir “Sí” antes de rendirse ante la evidencia, ni siquiera intentan acercarse a algo “Irremediablemente cotidiano” que puede llegarles muy adentro. ¿Que ya no hay rock en su propuesta? Pues que escuchen “Los habitantes” o “Bujías para el dolor” y juzguen si se equivocan o no, o que buceen en el océano de influencias de “Sácame de aquí” o en el honky-tonk de “La señorita hermafrodita” (imprescindible el piano de Jorge Rebenaque). En el debe, que también lo hay, su empecinamiento por seguir transformando “El extranjero”, por muy bien que le siente ese banjo galopante; “El rescate” (sin la sección de metales es un tema que no encaja en el actual set list), y “Que tengas suertecita”, uno de los temas menos afortunados del irregular “El viaje a ninguna parte” que bien pudiera ser sustituido por otros menos trillados, y no diremos nada de su renovado ninguneo a Radical sonora, su disco de debut en solitario, del que se acuerda en contadísimas ocasiones. Lo dicho, cosas de la evolución.
En cambio, “No me llames cariño” es una prueba irrefutable de que en directo pocos le superan, y que cuando se lo propone, que suele ser casi siempre, es capaz de poner patas arriba cualquier recinto, techado o descubierto, y finalmente hacer saltar cualquier “Apuesta por el rock and roll” delante de unos pocos miles de personas que lo adoran sin condición, en la mayoría de los casos, o simplemente lo respetan y acuden a uno de sus conciertos para confirmar esa opinión generalizada entre sus amigos que asegura que Bunbury, don Enrique, puede pecar de muchas cosas –excesivo, histriónico, arrogante-, pero jamás de abúlico. Lo sigue dando todo, le pese a quien le pese, y esperamos estar aquí mucho tiempo para vivirlo tan intensamente como ahora.

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