Charles Aznavour – Barclaycard Center (Madrid)

Existen eventos que, por lo que suponen, cobran un matiz especial. Se trata de ocasiones en las que hay un énfasis evidente que sugiere estar atento a una ocasión irrepetible. Este fue uno de esos casos.

Uno podía imaginar que una noche como esta podía tener el truco y la trampa de apelar al sencillo efecto de la melancolía cuando tiene como campo de acción a mucha gente reunida para escuchar y rememorar. La media de edades, que sin embargo no fue excluyente a otras franjas más jóvenes, hacía pensar que íbamos a estar en un suave ajuste de cuentas con el pasado. Esto que podía ser un efecto fácil para ganar la contienda se convirtió en un valor añadido a un triunfo.
Sin afectación alguna, que pueda servir de pirotecnia a la lágrima, y con una soberbia economía del gesto que da la sabiduría, tuvimos el privilegio de ver a un Charles Aznavour vencedor al tiempo, la nostalgia y el ayer. Vencedor.

Al empezar el concierto, Shahnourh Varinag Aznavourian se convirtió pulcramente en Charles Aznavour, o quién sabe si fue al revés. Porque daba la impresión de que ese tiempo, que a veces se aprisiona a sí mismo, se quedaba suspendido en un limbo en el que un señor de 90 años salía con toda la fuerza de una conciencia de vida, como sabiendo todo lo que ha sentido y experimentado. Desde aquellos días en los que Edith Piaf le apoyaba y el cabaret Patachou le veía empezar a enfrentarse a las luces con el nervio que sugieren los lugares únicos mientras gente como Jacques Brel o Michel Sardou exprimían sus nervios tras las cortinas.

Toda una fuerza de sentido de movimiento, de saber soltar cuando hay que soltar y contener cuando hay que invitar a que uno vaya en busca de su propia emoción. Este concierto no fue una tarjeta de crédito fácil al mundo del suspiro. Fue curiosamente un encuentro reflexivo con el envolvimiento de la canción como fórmula infalible y, obviamente, con el talento de un gran compositor y cantante que ha traspasado formatos.

Veinticuatro canciones saltaron al escenario para escarbar en los inicios y llegar a los últimos temas de Aznavour. Recordarle en otras épocas moviéndose de un lado a otro como llevando las palabras a las manos y los ojos se recompensaba con ver cómo ahora, con menos movimientos, estas manos y ojos hablaban por sí solos.

«Les Emigrants» habría la ruta del trayecto emocional de una vida plena de grandes paradas como «Mourir D´Aimer», «Sa Jeunesse», «Mon Ami  Mon Judas»,  «Dime Que Me Amas», «Hier Encore», «Quién», «Emmenez-Moi», entre otras. Paradas que alcanzaron momentos en los que el tú a tú se hizo tan palpable como el peso de una voz que iba a su ritmo, con sus énfasis y sus pausas, adoptando silencios y cambios de velocidad de la misma manera que la dicción marcaba picos de intención. Sentimiento que no sentimentalismo. Ese era el punto.

Escuchar «Ave Maria», que bien podría ser parte del repertorio de Dead Can Dance, «She», de la que Elvis Costello  ha hecho una gran versión tanto como Marc Almond del «Comme Ils Disent» en la rotunda adaptación de «What Makes A Man», «Desormais», que seguramente gustará a Neil Hannon de The Divine Comedy o «Que C´Est Triste Venice» valió un tiempo en oro que en «La Boheme» se transformó en magia. Tanta como ver en el asiento de adelante a un Juan De Pablos emocionado que, en esa magia que también tiene, aplaudía y cantaba con suavidad. Efectivamente, fue una noche especial en la que uno podía sentir la complicidad de ser testigo de un talento extendido y a la vez reposado en la ventana de toda una vida.

Sí, fue una noche bella en el sentido más personal que se le puede dar.

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