Clausura Festival LEM 2004 – Garatge Luxor (Barcelona)

La noche empezó impactante. El visionado del Garatge Luxor, semi-vacío y oscuro, a las ocho de la tarde, con cuatro grandes pantallas en cada extremo proyectando el
riquísimo trabajo en directo del colectivo Rotok, hacía presagiar una fiesta excepcional. Con la más fea hubieron de bailar Ranma ½, porque todavía no había nadie. La receta de este grupo local, curtido en la escena hardcore, fue dispersa: fogonazos de guitarra con algo de distorsión electrónica y un batería acelerado y anárquico. Poca paciencia con las máquinas y compenetración con las guitarras a pulir.

Tras este primer aperitivo, con sabor a entrañable improvisación grunje, Mira Calix aparecería con su discurso floreciente, siempre bello y preparado para turbar. Chantal Passamonte, especialista en paisajes tan inocentes como autistas. Si antes la habíamos visto pinchar, con un don melódico innegable, en directo se despoja del elemento melodía y sumerge al oyente en un territorio emotivo muy potente, trufado de psicogeografías aptas para cualquier oído que tenga interés por algo diferente, alejado de la convención. Su último trabajo, un EP para Warp llamado Nunu (2004), que aun no se ha publicado en nuestro país, consiste en varios temas construidos única y exclusivamente con sonidos de insectos. Parece que Calix se ha apuntado, como tantos otros músicos dentro del panorama experimental internacional, a las grabaciones de campo. Un concepto de composición que ya tiene sus años, ahí está el ex-Cabaret Voltaire Chris Watson, y que año tras año atrae a cada vez más adeptos, en busca de una fuente ilimitada de sonidos para oídos despiertos. Mira Calix teloneó, en su día, a los Radiohead, Autechre y Plaid. Todo queda dicho. Un directo entrañable, aunque con algún momento soso.

Más convencionales, pero sí muy divertidos, fueron Le Petit Ramón & Les Filles, un clásico de Barcelona, capaces de versionear en catalán a Prodigy, en un mundo muy personal repleto de parodias de la modernidad y humor surrealista de tradición local. Un grupo que merece más atención por parte del ombliguista y ultraserio mundo del rock de este país, aunque al final se quede en mitad del superpoblado purgatorio del tedio.

Una atención que al chileno Cristian Vogel hace ya mucho tiempo se le presta. ¿Porqué? Pues porque al autor de Busca Invisbles (Tresor, 1999 –un techno -alegato a favor del proceso judicial en contra de Pinochet-) es uno de los más grandes genios de la música electrónica, un auténtico malabarista del sentido del humor, que no se cree ni su propia grandeza. Si con Super_Collider, al lado de Jamie Lidell, aprendió a moverse en el territorio de la teatralidad, en solitario, y con la ayuda de un par de máquinas, crea todo un mundo electrónico con más fuerza que una banda de hardcore junta, contorsiones y locura incluídas. Sonidos de guitarra tocados con un viejo teclado, totalmente improvisados, percusiones techno llenas de sorpresas, creadas en directo y superpuestas con grabaciones de DAT (¿un sacrilegio? a estas alturas del juego no: importa la calidad de lo que sale por el altavoz). Ni un solo loop. Nada de bombo. Acoplamientos de micrófono para crear nuevas y anárquicas baterías… un torrente de imaginación, un derroche de poder sobre el escenario. Una falta de soberbia absoluta, una interacción con el público que haría palidecer a toda la plana mayor de la música actual. Su performance con intercambio de miradas erótico-sarcásticas con una chica (su novia, suponemos) estuvo muy conseguido, a pesar de los problemas que hubieron para escuchar el sonido de un minipimer exprimiendo un melón, que era el objetivo. Libertad absoluta, ajena a todo cliché. La entrañable modestia de uno de los últimos genios de los escenarios musicales. Que viva en Barcelona debería ser sinónimo de poder disfrutar muchas más veces de su increíble directo. Un auténtica experiencia psicotrónica.

Tras Vogel, la noche continuó por senderos mucho más oscuros. La fama underground que precede al inglés DJ Fish’n’Fish no quedó del todo justificada, por cuanto este DJ grandullón con pinta de skinhead buena persona, que viene pinchando discos desde principios de los años 80, no acabó de ligar del todo su mayonesa a base de rock industrial y electro. Ajeno a toda moda, eso sí, y a toda aura de divismo DJ, se agradeció escuchar descarnadas canciones de Alec Empire, Joy Division o Front 242, sepultados entre toda clase de ritmos implacables, de hace unos veinte años. Duro de digerir, pero la novedad auditiva trajo un aire fresco desconocido en un panorama DJ dominado por la complacencia y la inofensividad.

Más duro de tragar fue el suizo Das Gummi, un auténtico maestro de la música de raíz teutónica e industrial. Salvajadas EBM condimentadas con arrebatos ambient: Coil, Somatic Responses, Young Gods y otras odas de música europea. Las acertadas imágenes de Rotok proyectaban guerras y holocaustos, desastres provocados por el hombre blanco. Combinadas con la devastadora música, las imágenes invitaban a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de Europa, del mundo blanco en general. La auténtica música blanca es electrónica, fría, y marcial, como la que pinchaba, a consciencia y con voluntad psicoanalítica, Das Gummi. Todo lo demás, el rock, el hip hop, el techno, tiene raíces muy diversas, escapismos que nos gustan porque no representan realmente la crudeza de nuestro patrimonio, y nos hacen huir de él. Pero al igual que las buenas películas bélicas reflejan un profundo antibelicismo, una crítica a la lobotomización colectiva de las guerras, en la música pasa lo mismo. Una terapia masoquista a veces es buena para evolucionar. Esto es lo que propone Das Gummi y, en general, la escena ruidista y siniestra.

Un denso final de fiesta, en la línea de todo el festival: arriesgado, incomodo y descolocante. Próximo capítulo, el año que viene.

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