Dawes + Robert Ellis – El Loco Club (Valencia)

Soy muy poco aficionado a los juicios drásticos que juegan con la propiedad privada de la verdad absoluta. Aún así, después de verlos y escucharlos a escaso metro y medio durante algo más de una hora, puedo decir sin miedo a equivocarme que el directo de Dawes es uno de los tres mejores que he presenciado jamás. Uno de esos momentos que, a pesar de estar destinado a seguir las indicaciones de Horacio y caer por el precipicio del día siguiente (o del concierto siguiente), consigue echar el ancla y sobrevivir indefinidamente en nuestra memoria. Así fue el concierto de Dawes.

La noche empezó como era de esperar: poquísima gente y un tipo solitario sobre el escenario. Hasta que empezó a tocar. Robert Ellis es un personaje digno de un western moderno: pelo largo y lacio, barba desordenada, delgado y con un hebilla de cinturón del tamaño de Wichita. Afable y charlatán entre canción y canción, sorprendió a los que no le conocíamos. Sus manos y su voz están hechas para el country, por mucho que él dijera que su disco era más folk; con «Friends like those», «Westbound train», «What’s in it for me?» y la nueva, «The TV show», derritió hasta los cubitos de hielo de la barra. Buen comienzo.

Justo antes de marcharse, invitó a subir a los protagonistas de la noche. Juntos tocaron una emocionante versión del «Rider in the rain» de Randy Newman que sirvió de despedida para Ellis y de presentación para Dawes, que se marcharon para volver instantes después.

La sala se había ido llenando poco a poco y, para cuando los californianos reaparecían sobre el escenario, ya presentaba un color más humano. Y entonces arrancó el ciclón. Como quien no quiere la cosa, y liderados por un menudo y meticulosamente despeinado Taylor Goldsmith, Dawes se arremangó y enseño sus bíceps. «Fire away» abrió el set y mostró a una banda muy bien engrasada, pero fue cinco minutos después, con el celestial solo de guitarra al final de la canción, cuando lo descubrimos: Taylor es un guitarrista extraordinario; desde entonces y hasta el final, incluso el tema menos propicio tenía una descarga eléctrica en forma de solo ejecutado con una de las dos Fender del mayor de los Goldsmith.

El menor estaba en la batería, y fue el que abrió «My girl to me», del primer disco, con un ritmo festivo que pareció terminar de calentar al resto del grupo; parte de esta sensación la produjo Tay Strathairn que, entre dos teclados (uno de ellos un Hammond), parecía supervisar qué tecla se iba a tocar en cada momento desde la distancia.

Dawes empezaban muy fuerte: la tercera era la siempre maravillosa «If I wanted someone». Con un Taylor Goldsmith lanzado al virtuosismo con la guitarra a la mínima oportunidad, y tras una sorprendentemente poderosa «Million dollar bill», llegó el primer gran momento de la noche. «When my time comes» fue, de lejos, el tema más celebrado. Y, dado que es el de mejor adaptación al gran público, el himno se cantó al unísono con más pasión que el Star-Spangled Banner el día de la Superbowl.

Dawes no esperaba semejante respuesta en Valencia; se les adivinaba en las caras, y además lo dijo el propio Taylor. Lo que nosotros no esperábamos es que la bomba de la noche fuera precisamente «Peace in the valley». Sin embargo, durante los casi diez minutos que debió de durar aquella vorágine de electricidad y rock nadie pudo dejar de rezar para que no acabase nunca. Una canción que, si en el disco levanta el vuelo suavemente a partir de un comienzo con la voz solitaria de Taylor, en directo es un monstruo que gana un punto en aceleración y despega llevándose pedazos de tierra en su salto. Cada brazo de Dawes tuvo su momento, pero resultaba complicado quitar la vista de Taylor, que brincaba y danzaba con su maltrecha Fender negra mientras todos los músculos de su cara se contraían y se relajaban impulsivamente, como tratando de salir de la hipnosis de rock y rhythm&blues autoinducida. Maravilloso.

Tras el huracán inicial que hizo volar graneros, árboles y vacas, cabría esperar una bajada de tensión. Y el setlist parecía estar de acuerdo: «So well» y «The way you laugh»; pero, en el medio tiempo primero y en el almibarado pop-rock del segundo, Dawes encontraron el momento para lucir músculo. Las guitarras de Taylor echaban chispas, y lo mismo pasó con el happy-country de «Coming back to a man» y la fantástica balada que siempre será «A little bit of everything».

Sin descanso, y después de deslizar una sorpresa dedicada al tipo que al final del concierto no daría abasto en el puesto de merchandising («I’ll Take a Melody», de Allen Toussaint), llegó una «Time spent in Los Angeles» que, curiosamente, bien por toda la tensión emocional anterior o bien por cuestiones técnicas, no acabó de enganchar del todo. Tras ella, «That western skyline», «How far we’ve come» y (probablemente) «Kodachrome» de Paul Simon (ésta en el bis), ya cuesta abajo y con un Griffin demostrando por qué es su hermano el que canta normalmente.

Al final, una noche casi perfecta de rock y americana en general (incluyendo al bueno de Robert Ellis). Dawes hicieron más por la imagen de Estados Unidos en una noche que Obama, Hugh Hefner y John Wayne juntos. La banda de Taylor Goldsmith se hace mayor a pasos agigantados y, con un directo así, que combina tan bien técnica y tensión emocional, tiene todas las papeletas para convertirse en uno de los grupos de esta década. Poca broma.

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