Javer Krahe – Sala Metrópolis (Córdoba)

Imaginarte a ti mismo leyendo a Cicerón en plenos fastos del «Dos de mayo» no es algo que suceda todos los días. Ni todas las noches. Salvo cuando un falso trovador (lo de falso es porque a menudo parece no tomarse en serio a sí mismo) que hace tiempo que solo peina canas, y lo de peinar es un decir, y que sale airoso de juicios en los que lo único que se pone en entredicho es la legitimidad del pensamiento propio te lo cuenta con calmada efusividad, con la pausada vehemencia de los viejos pensadores y sobre todo con la tremenda convicción de quien inventa historias que son ciertas en cuanto los versos quieren que lo sean. Esos mismos versos de tornillo que Javier Krahe ensaya cada día para perfeccionar el don de su lengua afilada convierten en posible lo que a priori parece solo carne de librería antigua. Claro que si luego lo vemos tan metido en su papel de juglar romántico que confunde el nombre de su objeto amoroso (llámese «Mariví» o Maribel), el sentido de asistir a uno de sus recitales -el término «concierto» en su caso no sería del todo justo- cobra aún más ídem.

Aparte de entrar en detalles sobre la conveniencia de alejar a su cónyuge del lecho matrimonial durante las horas necesarias de celebración, alegando para ello su triple nacionalidad, navega contra la corriente histórica convertido en mito viviente («Como Ulises»), viaja a paraísos imaginados e improbables («Tombuctú»), hermana la canción italiana con su pasión por el mar («Piero della Francesca»), vuelve a recordar su pasado como Adonis, que es presente («Eros y la civilización») y se aleja otra vez, aunque sea solo geográficamente y de mentira, de los devaneos amorosos que siempre le trajeron a mal traer («La yeti»). Él es un santo varón, no debemos olvidarlo, y su presencia vocal, toses nicotínicas y tragos de agua por medio, no debe invocar a más demonios que los que sabe controlar desde tiempo inmemorial.

En concreto, tres diabólicas presencias que asienten, corean y se imponen por encima de cualquier amenaza de desafinación: la guitarra de Javier López de Guereña, el Sancho Panza ideal para un Quijote de esta alcurnia, el contrabajo de Fernando Anguita, paciente y eficiente en su gravedad, y los vientos de Andreas Prittwitz, expertos en crear el eco necesario que devuelva las palabras a la voz de la experiencia. Gesticulante y altivo, Krahe recita sobre ese fondo uniforme de jazz doméstico, amable y flexible, como sus estrofas.

Tras décadas recorriendo un país que ni le ha hecho justicia nunca ni sabe de su tenacidad en convicciones y maneras, quizá siempre sea el momento idóneo para presentar un tema como «Fuera de la ley», en el que cuenta para quien quiera escuchar su triunfo sobre la sentencia más absurda de la historia reciente, y tampoco es tarde para susurrar lo de «Ay, democracia» como si la susodicha se convirtiera en una concubina usada por todos y bien querida solo por interés. Así, con tonos épicos y confidenciales, como cuando le canta -una tradición ante todas sus audiencias- a lo efímero de un viaje en AVE desde la capital hasta cualquier punto donde necesiten sus canciones, se suele despedir con la misma falsa discreción con que saluda y agradece que aún haya la suficiente vida inteligente en la música de este país como para que pueda seguir ganándose el pan con el sudor de su pluma. La próxima vez que acudamos a su llamada, y no pasará demasiado tiempo teniendo en cuenta que está a punto de publicar nuevo disco, será con los oídos aún más abiertos, porque me temo que otra vez nos perdimos muchos de esos suculentos detalles con los que rellena miles de folios en blanco y que muchos, en su tremenda ignorancia, jamás leerán. Ya se sabe, en esta vida, amigo Krahe, todo es toser y cantar.
 

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