Kraftwerk – Razzmatazz 1 (Barcelona)

Transformar en palabras un concierto de Kraftwerk es un ejercicio delicado, puesto que sus conciertos son tan impresionantes que el lenguaje empalagoso se adueña del texto. En la cuarta visita de Ralf Hütter y de Florian Schneider a Barcelona en los últimos 25 años, la expectación –dicen- era la misma que en otras ocasiones, pero con una salvedad. Que el público era, ahora sí, una amalgama de generaciones difíciles de conciliar en lo musical. Kraftwerk unen a la gente, esa es la primera evidencia. Y unen porque su receta representó la revolución, en su día, -y atrae a aquél primer público, hoy padres y madres progres- y vive de rentas actualmente, por ser el mejor directo de música electrónica posible, el concepto y la estética al máximo. Aunque al grupo de Düsseldorf conviene leerlos dos y tres veces, y no parece que la generación más joven esté interesada en tales metacontextualizaciones. Tiempo al tiempo, que un concierto de Kraftwerk es de los que le cambian la vida. Para mejor.

De esas lecturas concienzudas extraemos una sustancia que, como en cualquier buena obra de arte, habla por si sola de lo terrorífica que puede ser la condición humana. “Man Machine”, así de turbador empezó el concierto, es la culminación de un pensamiento analítico que testimonia una realidad del ser humano. El terror, representado con seriedad por Kraftwerk (un gran grupo de teatro por encima de todo), no es otra cosa que la automatización irreflexiva de los comportamientos, que nos puede llevar a situaciones como las del Tercer Reich, por no hablar de actualidad. A ese arranque demoledor, se le sumó una ráfaga de modernísimo electro-funk, como homenaje a la sensibilidad del techno de Detroit, basada en las lágrimas, la rabia y el escapismo: “Expo 2000” es el tema, y tiene gracia que abanderara un acontecimiento pseudocultural de esas características.

Pero allí no se quedaron Kraftwerk. Fueron mucho más allá. Sin más preocupación escénica que la de ajustarse la corbata de su elegantísimo traje, un Schneider impasible cedía el “protagonismo” a un exultante –aunque quietista- Hütter, que cantaba, así por las buenas, una preciosa “Neon Lights”. Trufada de brillantes imágenes de haces de luces, que hicieron destacar, en la pantalla, una oda al cine alemán de los años 20, esta canción acabó siendo un memorandum a la UFA, empresa cinematogáfica de la Alemania de Weimar que produjo joyas como “Metrópolis” de Fritz Lang. Demasiado bonito para ser cierto. Más tarde, caerían casi todos los clasicos, interpretados de forma directa, consiguiendo un sonido hiper-profundo apoyado sincrónicamente por unas imágenes hipnóticas e indispensables (¡y qué bellas!). De Tour de France, su último álbum, modificaron los mejores cortes, destacando la muy ambigua “Vitamin”, coreada por el público más joven, que –es de temer- no entendió el mensaje (el Tourmalet no es un club). No hicieron el show con el que antaño solían dejar que la gente se acercara a tocar los botones de sus máquinas (sí ocurrió en Sonar 98). Pero hicieron cosas mejores. Los cuatro elegantísimos hombres de Alemania, camisas rojas y americana negra, cuyas miradas profundas denotaban su enorme cultura y la multiplicidad de sus referentes, no ahorraron energías. Cantaron e hicieron miméticas bromas acerca del hieratismo de Schneider, un hombre que ya tiene sesenta años, aunque no lo parezca (la cultura rejuvenece). Mutaron sus pieles para probarse unas mallas fluorescentes muy conseguidas, a lo Tron. Y aprovecharon al máximo el aparato lumínico, orientado de cara a ofrecer unos perfiles draculinos o falsamente alegres, según convenía (¿alguien se cree que la rosácea atmósfera creada por “Pocket Calculator” tenía verdadera gracia?: ¡pero si ponía en tela de juicio un tipo de vida demasiado “Mundo Feliz” de Huxley!).

Imborrables los pasajes audiovisuales de “Autobahn”, «Trans Europe Express» (reivindicando el tren, sí señor), “The Model” (o la robotización femenina) y “Computer Love” (o el aislamiento). Y, sinceramente, sin ánimo de establecer comparaciones penosas, el apocalipticismo de “Radioactivity” (que todo el mundo entendió esta vez) fue claro. Avisó de lo que se nos puede avecinar, si prolifera el negocio nuclear entre países terroristas y “no terroristas”. Sellafield, Hiroshima, Chernóbil, Harrisburgo… conviene entender todo lo que Kraftwerk quieren transmitir, que es muy serio, para así disfrutarlo y sentirlo plenamente. De su seriedad nace un sentido del humor muy sano, capaz de despertar conciencias. Tan descriptivos como alambicados, y, a estas alturas, universales. Su concepto batalla con elegancia, como Batty en Blade Runner, por no perecer en el olvido. Y no perecerá nunca porque aspira a dar píldoras de sabiduría a los que odian el maniqueísmo del blanco o negro, del conmigo o contra mí. Es la música étnica del mundo industrializado, reproducida técnicamente (ver Walter Benjamin, Berlin, 1892-Port-Bou, 1940) para un público que quiere saber, para mejorar. Alma y aviso para los que luchan para no ser replicantes que sueñen con ovejas eléctricas.

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