Lana Del Rey – Ultraviolence (Universal)

No seré yo quien discuta, a estas alturas, que Lana Del Rey es un producto de la alta mercadotecnia, un personaje creado por Elizabeth Woolridge Grant, evolucionado y cimentado usando su propia experiencia vital como motor, y finalmente generado en su versión definitiva usando un algoritmo que toma como entrada los ingredientes del sueño americano sustituyendo en la receta la soleada California por el lluvioso Seattle y las películas de John Ford por las de David Lynch. Sin embargo, hay productos y productos, personajes y personajes. Estaremos de acuerdo en que no son lo mismo los Monkees que Milli Vanilli, ni Ámbar tiene nada que ver con Madonna (ni siquiera con Lady Gaga), ni Leonardo Dantés o Chiquilicuatre pueden competir con Alice Cooper, Ziggy Stardust o Michael Jackson.

¿Qué hay de verdad y qué de artificial en Lana Del Rey en general, y Ultraviolence (Universal, 2014) en particular? ¿Ha madurado ella y ha despegado como compositora, o simplemente Dan Auerbach ha vuelto a pulsar la tecla correcta? Pues ni lo sé, ni me interesa. A mis años ya me he llevado muchas decepciones apelando a ese concepto incierto que es la autenticidad. Ahora no me importa comprar un producto prefabricado siempre que me genere emociones auténticas, y en cada álbum de esta chica hay tres o cuatro canciones que lo consiguen. Tomemos, por ejemplo, «Cruel world»: su ritmo downtempo y su textura licuada crean el ambiente perfecto para que sus letras sobre amores difíciles y relaciones perturbadoras tomen sentido y resulten verosímiles. Lo mismo ocurre con la supuestamente polémica «Ultraviolence»: antes de rasgarnos las vestiduras por su letra deberíamos escuchar con la misma atención algunos de los grandes éxitos de los grupos de chicas de los 60, y después hacerlo con la discografía entera de las Shangri-Las, pioneras en esto de mostrar la parte oscura de la vida adolescente. De «Shades of cool» me seduce el estribillo, con la cantante extrayendo de su voz un registro casi operístico y alejándose de su muy socorrida y facilona fórmula de repetir el título de la canción una y otra vez. También me seducen las guitarras anárquicas que conectan la penúltima repetición con la última.

El problema es que, salvo que seas Pink Floyd (ni siquiera salvaría a Brian Eno), es muy complicado basar todo un álbum en la creación de ambientes sin que resulte un poco cansino. A la altura de «Sad girl» ya nos conocemos todos los trucos, por mucho que sigan resultando efectivos, y los nuevos no resisten un par de pases sin desvelarse, como cuando basa buena parte de la melodía principal de «Old money» en los compases iniciales del «Romeo and Juliet» de Henry Mancini.

El veredicto es que, guste mucho o poco, Ultraviolence es al menos un amago de evolución por parte de Lana del Rey, un proyecto de álbum sin hits demasiado evidentes del estilo de «Video games». En ese sentido como mínimo hay que reconocerle la valentía y el deseo de mantener buena parte del control de su manufactura artística. Por ese camino seguramente no optará nunca a los tronos de Madonna o Kylie Minogue como anhela Lady Gaga, pero tal vez se acerque al de Kate Bush, no por más desatendido menos meritorio.

 

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