Libros musicales: Indies, hipsters y gafapastas de Víctor Lenore

Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural. Editorial Capitán Swing

El mundo de la música indie, si existe tal cosa más allá de nuestro ombligo, vive un auténtico terremoto en las últimas semanas. Dos hechos han contribuido a tal situación: en primer lugar, el especial 30º aniversario de Rockdelux y su lista de los mejores álbumes en esos treinta años de existencia de la revista; en segundo lugar, aunque no cronológicamente, la aparición del libro Indies, hipsters y gafapastas del periodista musical Víctor Lenore. Un libro que, nada más enterarme de su existencia, deseé leer con todas mis fuerzas. ¿Por qué? Bueno…digamos que a veces a los que de alguna manera estamos relacionados con el mundo de la música nos asaltan extrañas preocupaciones, y las mías en los últimos meses giran alrededor de la objetividad y la subjetividad en relación con la crítica musical. ¿Se puede/debe ser objetivo siempre? ¿O, antes al contrario, sólo puede entenderse la crítica desde la más absoluta subjetividad? ¿Cualquier música es susceptible de ser analizada desde ciertos parámetros culturales? Ya puestos, ¿se puede calificar de «cultura» toda la música, o unos géneros son más «respetables culturalmente» que otros? Y la pregunta del millón: ¿son todos los gustos musicales igualmente válidos y justificables? En este último caso la respuesta es más importante que la pregunta: si lo fueran, inmediatamente los críticos musicales sobraríamos (en el caso de que no estemos ya de sobra). Pensé que quizás en el libro de Lenore podría encontrar algunas respuestas, en el mejor de los casos, o nuevas preguntas que me hicieran avanzar en el proceso de autoflagelación mental. El caso es que se ha dado el peor escenario posible: sigo sin tener demasiadas respuestas y ahora tengo muchas más preguntas.

La idea principal del libro, una motivación confesada por el propio autor, es pagarles a los indies/hipsters con su propia moneda: hacerles un retrato tan descarnado, crítico y ácido como el que ellos, supuestamente, realizan con frecuencia de subculturas con menor consideración intelectual como los bakalas, los «canis» o los «chonis«. Suena a venganza, a ajuste de cuentas: el propio Lenoreha pertenecido durante mucho tiempo a la «casta» que ahora critica con fiereza. La sabiduría popular tiene muchas frases para este fenómeno: no hay peor cuña que la de la misma madera, del amor al odio hay sólo un paso, los extremos se tocan… Sin embargo, la lectura atenta del libro refleja que, bajo el grueso manto del sensacionalismo y la búsqueda de la polémica fácil, hay un discurso. Uno criticable, con el que no estoy de acuerdo en buena parte, pero discurso razonado al fin y al cabo. Sería por tanto un error quedarse en la anécdota sin profundizar más, o ponerse simplemente a la defensiva ante los ataques en toda regla que llegan desde las páginas del libro. Nos perderíamos entonces el que seguramente es el principal activo del «panfleto», como irónicamente se refiere el autor a su obra: la capacidad para generar un debate (auto)crítico sobre el papel de los medios culturales, de la gente que en ellos escribe y su relación (¿misión?¿deber?) con sus lectores reales y potenciales. La necesidad, en resumen, de mirar la realidad con otros ojos.

Lenore usa como punto de partida para su ensayo una proclama a todas luces exagerada: la subcultura indie/hipster ejerce una dominación cultural injustificada, está rodeada de un halo de superioridad cultural que no merece, goza de un prestigio sin ningún fundamento y, por si fuera poco, peca de clasista, machista, racista, cínica, esnob, superficial, egoísta y consumista. No está mal para empezar, ¿verdad? En realidad, y a pesar de que buena parte del libro se dedica a presentar datos que corroboren dicha teoría, da la impresión de tratarse de un tiro al aire que busca llamar la atención del lector. No me apetece entrar en ese debate tan simplista, la verdad, aunque igual que Lenore busca y encuentra docenas de ejemplos que avalan sus afirmaciones, seguro que yo podría encontrar otros tantos que las contradicen. De hecho, él mismo se contradice a veces, como cuando llama a dar más importancia a las relaciones sociales que teje la música mientras critica a la gente que va a los macrofestivales más por dejarse ver y por la pose (o eso me parece entender) que por la música en sí. Pero vayamos al meollo del asunto. La tesis de fondo es, en mi opinión, menos agresiva, más profunda y bastante más estimulante: por un lado, la derrota de la sociedad, tomada como un ente colectivo y solidario, frente a una industria del consumo que fomenta el individualismo y el pasotismo social y político; por otro, la progresiva uniformidad del discurso cultural dominante (el aceptado como cool) y la consiguiente estigmatización de las subculturas circundantes, aunque muchas veces sean mayoritarias en términos cuantitativos. Es decir, básicamente Lenore habla de un esnobismo generado por la búsqueda de la singularidad a cualquier precio y de un consumismo con coartada intelectual y progresista que, sin embargo, se echa de una manera irreflexiva y sin condiciones en brazos del capitalismo más agresivo.

Esta tesis de fondo, por supuesto, está fundamentada en opiniones y experiencias del autor, en artículos aparecidos en las más respetadas cabeceras internacionales y en multitud de referencias a obras de prestigiosos sociólogos, críticos y analistas culturales. Sin embargo, flota sobre todo el libro la sensación de lo que los psicólogos llaman la «profecía autocumplida», un concepto que a grandes rasgos consiste en partir de una idea que queremos verificar para inmediatamente lanzarnos a la búsqueda desesperada de cualquier dato que la valide, haciendo que una situación que empezó como hipotética se convierta en real o, al menos, que tenga consecuencias y efectos reales. Esa es la primera crítica que se le puede hacer al libro. La segunda sería la tendencia a elevar a la categoría de general lo que en bastantes ocasiones son en realidad fenómenos más bien locales, o ejemplos particulares. El mundo «indie» es, por definición, tan vago, extenso y diverso que, si nos ponemos a buscar, podemos encontrar ejemplos casi de cualquier cosa que nos propongamos. La tercera sería la persistencia en hacer pasar como perniciosos productos de la modernidad algunos fenómenos que en realidad son tan viejos como la existencia de una industria del ocio y de la cultura: el esnobismo, la voracidad del capitalismo, su incitación al consumo y su afán por devorar toda subcultura que le permita ganar algunos feligreses y unos cuántos euros más, la tendencia de los jóvenes a agruparse dentro de unas modas o cánones que les distingan y les ayuden a encontrar su personalidad…

Pero, insisto, no nos quedemos en las formas ni en la superficie. Debajo de las agitadas olas hay material muy aprovechable para debatir. Tras las acusaciones de clasismo y racismo subyace una llamada a eliminar prejuicios muy arraigados tras décadas de eurocentrismo y exagerado seguidismo de todo lo anglosajón; tildar a la cultura indie de machista puede parecer infundado, pero saca a la superficie la controversia sobre el papel (no resuelto del todo) de la mujer tanto en el mundo de la cultura como en la sociedad en general; los ataques a los medios (sobre todo a los indies y a la revista Rockdelux en particular) pueden interpretarse como una especie de vendetta del autor por temas personales, pero no deberían esconder la necesidad de debatir sobre el papel de los medios, también los generalistas pero sobre todo los especializados, en la difusión de la cultura y en la formación del criterio de sus lectores en un entorno tan abierto a la información como el actual; por último, las referencias al esnobismo, al gusto por la distinción, a la primacía de lo estético-particular sobre lo ético-político-social, al desapego por lo que suene a «popular» o «de masas», pueden sonar innecesarias o incluso ofensivas para ciertos oídos, pero ello no debería hurtarnos el debate sobre la atomización de la sociedad y el consiguiente fomento de la individualidad, reflejado por la parte que nos toca (la música) en la mitificación del músico (y del oyente, por añadidura) melancólico, triste, atormentado, solitario, cabizbajo. Como en la portada de uno de los álbumes que ocupará los primeros puestos de muchas listas «indies»: Everyday robots de Damon Albarn.

En suma, estamos ante un texto polémico en las formas pero interesante en el fondo. Como toda obra metacrítica, debería servir de estímulo para replantearnos nuestro papel en la transmisión de valores culturales, éticos, estéticos, políticos, sociales. Debería funcionar como la bofetada que se le da a una persona histérica: tras el dolor y el asombro del primer momento, debería ayudarnos a centrarnos, a volver a la realidad, a ver el mundo como es y no como creemos que es o nos gustaría que fuese, a discernir lo positivo de lo negativo, lo importante de lo intrascendente. Resumiendo: a entender que todos cometemos errores, que tenemos prejuicios, que siempre es bueno tener las miras abiertas y que entre aire fresco, que todo es mejorable y que necesitamos encontrar el impulso y la motivación para mejorarlo.

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