Loquillo – Palacio de los Deportes (Granada)

No es solo una cuestión de cuero español. De trajes de medio pelo, tupés de dudoso perfil y dioses de patio de colegio están llenas las trastiendas del devastado rock hispano, y tanto es así que para el común de los mortales resulta complicado discernir el polvo de la paja, la trascendencia de la medianía, el ego justificado del mero ombliguismo. Y claro, así nos luce el pelo. La incapacidad de reinventarse en esto de la música suele estar reñida con el brillo de la modernidad, un mal que aqueja con diversos matices a rockeros recalcitrantes, efímeras luminarias pop y hasta seguidores que confunden la idolatría con la total ausencia de espíritu crítico. Dioses hay muchos, sí, tantos como devotos, pero en eso, como en todo, no hay nada como ver para creer. O creer para ver, tanto da. El orden de los infinitivos no altera el participio final, y así lo hemos de ir contando, que es gerundio.

Casi dos metros de humanidad fornida y extremadamente elegante saltan a escena. Tibias cruzadas bajo la cabeza de un pajarraco animado adornan su pecho, que se descubre más por dentro que por fuera a medida que la figura crece, llevada en volandas por el eco unánime de unos fieles que no necesitan alas para sentirse en el cielo. Es la grandeza de «El creyente», el inesperado himno inicial que ponía fondo a la promiscuidad escondida en el mítico Balmoral madrileño, el punto de encuentro entre la bóveda celeste y el fervor terrenal que hace justicia, hoy y siempre, a esa «Memoria de jóvenes airados» que nos hace seguir en guardia ante tanto desvarío. Entre los recuerdos, que nadie se olvide de nuestra condición de habitantes del «Planeta rock» cuyo líder de confianza luce más «Contento» que nunca y de que, ante todo, estamos aquí para dejar claro un lema: «De vez en cuando y para siempre», el aquí y el ahora será recordado con una enorme sonrisa de complicidad. Como los amantes que, cuando no se entregan, simplemente se abandonan.

Habrá testimonio audiovisual de todo ello, no debemos preocuparnos. Por quinta pero no definitiva vez. Del desaliñado y primario golpe de gracia que proclamaba el combativo «A por ellos, que son pocos y cobardes» más de un cuarto de siglo atrás a estos brillantes atavíos sonoros redondeados por un neón de fondo que graba a fuego el nombre de la leyenda, hay quizás demasiadas idas y venidas. El «Sol» que alumbró el reencuentro personal y creativo con la mente pensante que puso la pluma y el talento al servicio de la rotunda presencia de «El hombre de negro» (otro arcángel llamado Johnny Cash, por empezar a dar nombres) abrió muchas otras puertas. Entre ellas, la de la autopista desierta por la que a muchos les habría encantado verlo descarrilar, llena de «Political incorrectness», la poesía irreverente y malinterpretada con la que volvía a la casilla de salida, tantas veces revisitada.

Sin amedrentarse ni retroceder, cabalgando sobre el raíl de sus propios errores y haciéndole un guiño a su lado «Malo», apoyado incondicionalmente por cinco apóstoles que se convirtieron en siete en los momentos requeridos. Si el mayor y más meticuloso, san Jaime Stinus, muestra su generosidad al dar mucho más de lo que debería recibir, el menor y más aventajado, Alfonso Alcalá, se movía en terreno conocido y anunciaba la buena nueva de que el grunge ha dejado de ser el hermano pobre del rock y que las camisas de leñador pueden alternarse perfectamente con chaquetas impolutas que se mancharán del mismo sudor. Igor Paskual, consejero de apabullante prestancia; Josu García, la discreta silueta del ganador; Santi Comet, las teclas que vinieron del indie para difuminar aún más las fronteras; y Laurent Castagnet, el acento francés necesario en toda distinguida reunión que aumentó su prestigio con la etiqueta clasista de un Ariel Rot que hace suyo el magnífico «Rock de Europa» del añorado Moris e impulsa al otro as en la manga, un señor apodado Leiva entre el gremio, a que la fallida entente artística de hace unos meses se convierta en trío estelar y rinda cuentas al espíritu de Pepe Risi preguntándose por enésima vez «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?» y exhiba músculo de «Rock and roll star». Es el valor seguro de los clásicos, sin miedo al inmovilismo ni a incursiones en temas pantanosos, que para eso rememora «El día que mataron a Salvador» o la nostalgia de «Cuando vivías en la Castellana» (en el paseo apareció el saxo prodigioso de Dani Nel.lo) y se alía con los versos de Gabriel Sopeña, Luis Alberto de Cuenca o, una vez más, el sempiterno Sabino Méndez, pues no en vano seguimos visitando «El rompeolas», dándole vueltas al imberbe «Ritmo de garaje», mascullando como propia la «Carne para Linda» y sobrevolando obsoletos prejuicios al grito de «La mataré», aliviado con un pitillo y una charla sobre «Rock and roll actitud», brindando con orgullo para que nadie se olvide de «Cuando fuimos los mejores» y cada uno de nosotros se vea aún más «Feo, fuerte y formal». Haciendo lo que debe hacerse en tales ocasiones, en resumen.

El apego al suelo que se pisa es algo que también puede ser demostrable. Por esa y otras razones, cuando se tiene tan a mano un legado cultural y musical tan inabarcable y además se dominan sus resortes, es de recibo compartirlo respetuosa y concienzudamente. La historia de los Clash, unos revolucionarios de tomo y lomo, está ligada a esta ciudad del sur desde que su desaparecido cabecilla, el sinpar Joe Strummer, la eligió como residencia temporal e intimó con algunos de sus pioneros (que le pregunten al maestro Lapido, que también levantaba su copa entre la multitud, cómo y por qué se produjo su encuentro) para que décadas después su nombre quedara impreso en uno de sus rincones. Los ecos de las «Spanish bombs» que asaetearon la crudeza de la Guerra Civil se apagaron hace mucho tiempo, pero algo debe quedar para que inesperadamente sean escuchados de nuevo en una voz mínima, madura y chulesca que pasa de referente a reverente antes de retirarse en el asiento de atrás de un «Cadillac solitario» en el que ya no hay rubias ligeras de bajos sino miles de gargantas nostálgicas que reclaman lo que es suyo: un imaginario de canciones legendarias, sin horarios ni límites. El amor era esto, bien está que se sepa.
Y el nombre que habló por boca de todos hizo suyas nuestras palabras. Era justo, puesto que llevamos demasiados años adueñándonos de sus canciones. Con elegancia, savoir faire y una dignísima manera de sacarle partido a las canas. El Loco es el hombre, los locos somos todos los demás.
 

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