Quique González – Sala Metrópolis (Córdoba)

Era de estas noches en que el pesimismo se cierne sobre los acontecimientos. Los augurios no pintaban un cielo despejado en ningún sentido: lluvia persistente y temperaturas por debajo de la media a estas alturas del año, final balompédica en la cumbre en idéntica franja horaria y la crisis, la puñetera crisis, que parece cebarse con el infame IVA y que saca de quicio a muchos que quieren pero no pueden. Lo dicho, de camino a la sala Metrópolis -por cierto, con bastante mejor acústica que hace algún tiempo- la cosa no pintaba particularmente bien. Pero los escalofríos son los escalofríos, y había que justificarlos en directo después de haberlos disfrutado enlatados. Los que provocan las letras y las canciones de Quique González, amplificados y mejorados en su última entrega, no solo no se olvidan en las distancias cortas, sino que te envuelven, te saludan y te invitan a integrarte en una espiral melancólica que en realidad no lo es tanto. Es solo la apariencia, la de trovador rockero de corte melancólico y aires de perdedor orgulloso de serlo, la que a muchos puede engañar de no ser capaces de seguir la corriente creada por un músico por fin brillante, consciente de sí mismo y de su entorno, embriagador y entregado. Sí, un músico de rock and roll, nada más y nada menos.
La inquietud apuntada se disipó al comprobar que la banda que forma la actual delantera mítica del madrileño está plenamente consagrada a reivindicar un sonido, el que él ha labrado desde sus inicios, que por muchas carreteras americanas por las que circule, hoy construye una autovía propia, de tránsito fluido y estable y a prueba de accidentes graves. De eso se encargan los nuevos mecánicos de urgencia, encabezados por un prodigio de las cuerdas como Edu Ortega, uno de esos dedos mágicos que lo toca todo y bien (los violines y bandurrias que incorpora dan fe de su formación clásica) y un despliegue de guitarras en toda regla a cargo de Pepo López, que hizo olvidar al gran Javier Pedreira, la revelación de la anterior banda de Quique. Detrás, en la media punta, el bajo de Alejando «Boli» Climent, habitual de Fito desde hace un par de giras, y la pegada precisa de Edu «Sunrise» Olmedo para completar un equipo con el que aspirar a todos los títulos de la temporada. «La fábrica» abrió el fuego que más tarde abrasaría con otros nuevos clásicos como «Viejos capos», «Tenía que decírtelo» y «¿Dónde está el dinero?», un brutal blues rock para alejar los fantasmas de pasadas comparecencias ante esta misma audiencia en la que el tempo reposado de su «Daiquiri blues» y su anterior tendencia a ralentizar las canciones desmotivaron a los que buscan algo más de potencia.
No la necesitan en absoluto otros temas de aquel disco como «Cuando estés en vena», «Hasta que todo encaje» o «Restos de stock», ni las imponentes «Torres de Manhattan» que se electrifican hasta el punto justo, hermanándose con la intimidad de «No encuentro a Samuel» y «Las chicas son magníficas» sin que se note que ambas pertenecen a otra etapa de su carrera, que sin embargo es la misma de siempre. Él sabe que donde se mueve como pez en el agua es en los ambientes dylanianos, y por eso siempre deja hueco para la soledad escénica (hay que tener arrojo y estar muy seguro para hacerlo, que conste) que requiere una joya como «Aunque tú no lo sepas», su continuado homenaje a su amigo Enrique Urquijo, y el «Pequeño rock & roll» que sigue creciendo cada noche y con cada fraseo de armónica.
Con los tiempos también cambian las costumbres, por mucho que estas no pretendan cambiar el mundo. «Kamikazes enamorados», «Palomas en la quinta», «39 grados» y «Suave es la noche» son temas incontestables y han ganado tanto con el tiempo que podría volver a grabarlos hoy como prueba de evolución y talento. Los que le adoran con pasión de fan y los que desde la distancia contemplamos su pequeña grandeza coreamos sin miedo los estribillos de «Miss camiseta mojada», «Caminando en círculos», «Hotel Los Ángeles», «La ciuda del viento» y «Vidas cruzadas» (uno de mis favoritos, con el que empecé a frecuentar la discografía de don Enrique), pero también somos cómplices de ejercicios de estilo que encajan, vaya si encajan, como «Dallas-Memphis», y los versos maravillosos de «Salitre 48», encerrados en maquetas de las que nunca salieron. Al final, solo nos quedaba «Su día libre» para erizarnos de nuevo la piel y bailar al amanecer con «Los conserjes de noche» mientras cinco delanteros, equilibristas de la cuerda floja que es en este país la música en directo, nos dejaban su mítica impronta en el corazón. Tengo que darle aún muchas vueltas a este disco, creo que el amigo Quique ha escalado demasiados peldaños en mi lista de deberes por terminar.
 

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