Roky Erickson with Okkervil River – True love cast out all evil (Chemikal Underground/Popstock!)

Es un día cualquiera de un año cualquiera, a principios de los 70, en una institución psiquiátrica de máxima seguridad de los Estados Unidos. Los celadores, acostumbrados a ver y oír de todo, han construido en su interior una especie de coraza sentimental que les aísla y protege del entorno, haciendo más llevadero su durísimo trabajo. Sin embargo, cada vez que pasan por delante de cierta celda se les sigue encogiendo el corazón. El interno que ocupa aquella habitación no gruñe, ni aúlla, ni lanza gritos espeluznantes en medio de la noche. Aquel interno canta. Toca la guitarra y canta, simplemente.

Una canción, en concreto, hace que los trabajadores intercambien miradas vidriosas. Al interno le faltan algunos dientes y canta en voz baja, pero desde el corredor se le escucha decir “no me importa lo que digan, no me importa lo que piensen, amaré a mi familia siempre” o “de repente ya no estoy enfermo, ven y llévame a casa”.

A veces sienten tanta lástima que intentan hablar con él, a pesar de que lo tienen prohibido. Entonces el interno les comenta que en los 60 tuvo un grupo musical llamado 13th Floor Elevators, que fueron famosos y que tocaron con Janis Joplin. Claro, claro, le consuelan los celadores, sabemos que eres famoso… Entonces el interno sonríe mostrando sus escasos dientes y vuelve a ensimismarse con sus canciones. Pobre diablo…un día dice que es un extraterrestre…al otro afirma ser una estrella de rock…

Pasados unos años, Roky Erickson salió de su internamiento, aunque no de su prisión. Y es que su cárcel era su propia mente. Abandonado por casi todo el mundo, los pocos que se acercaban a él lo hacían para aprovecharse. Se le impidió cobrar royalties de sus canciones, así que tuvo que sobrevivir como pudo. Tras una larga travesía del desierto, algunos artistas empezaron a reivindicar su legado y el de los 13th Floor Elevators. Incluso grabó algunos discos, muchos de los cuales fueron simples ejercicios de extraer el poco zumo que le quedaba a su nombre por parte de los típicos buitres que siempre revolotean alrededor de lo que consideran  un cadáver inminente.

Sin embargo Roky Erickson sobrevivió a aquellos malos tiempos. Lo hizo lo bastante como para que su familia, finalmente, decidiera sacarlo del pozo. Años de rehabilitación y de cuidados físicos y psíquicos hicieron de Roky una persona más o menos normal. Pudo volver a actuar en directo de nuevo, e incluso le contrataban para dar charlas sobre música y sobre sus vivencias en los 60. Esta vez, además, tuvo suerte con las personas que le rodeaban. Su manager, Darren Hill, sabía que Erickson guardaba cintas grabadas durante sus años de internamiento, y decidió darles una salida. Quien sabe, tal vez podría hacer de Roky un artista tan respetado como Daniel Johnston. El proyecto, varios CDs repletos de grabaciones de todas sus épocas, llegó hasta el líder de Okkervil River, Will Sheff, que se entusiasmó hasta el punto de decidir que él mismo sería el productor.

Puede ser discutible si la aportación de Sheff y su banda engrandecen o minimizan las canciones de Erickson. De hecho el propio oyente lo puede comprobar por sí mismo, ya que el disco se abre (“Devotional number one”) y se cierra (“God is everywhere”) con dos de esas canciones originales, grabadas de tal forma que a su lado las cintas de Daniel Johnston parecen grabadas por Emerson Lake & Palmer. Esa apertura y cierre del disco, así como toda la secuenciación de las canciones, están pensadas para hacer revivir al oyente, en unos escasos 45 minutos que acaban cerrándose sobre sí mismos y volviendo al principio, lo que ha sido la agitada vida del cantante. Escuchando atentamente como se despide de sus seres queridos (“Ain’t blues too bad”), para posteriormente rogarles que vuelvan a por él (“Be and bring me home”), como clama justicia (“Please Judge”) o como se encomienda a instancias más inmateriales (“True love cast out all evil”), uno no puede centrarse en nimiedades como si la producción es o no excesiva, si “Good bye sweet dreams” está demasiado adornada respecto a lo que prometía en el documental “You’re gonna miss me”, si hay momentos demasiado ruidosos que estropean un disco tan intimista o si la personalidad de Okkervil River destaca demasiado, ocultando el primitivo lamento folk de Erickson. Imposible estar pendiente de esos detalles cuando cada verso hace brotar una nueva lágrima de los ojos del oyente.

La historia de la música está repleta de locos geniales, de artistas que no obtuvieron su inspiración mirando hacia arriba sino escudriñando el interior de su alma torturada por la enfermedad, la soledad, la desesperación o la demencia. De Beethoven a Syd Barrett, de Brian Wilson a Vic Chesnutt, de Nick Drake a Ian Curtis, todos ellos han esparcido por el mundo gotas de genialidad, obras maestras surgidas del dolor que, paradójicamente, a otros muchos nos han hecho la vida más agradable. A partir de este año hay que sumar otro nombre a la lista: Roky Erickson y este True love cast out all evil.

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