Scott Walker – Bish Bosch (4AD)

Reconozco que si me he decidido a escuchar el nuevo disco de Scott Walker ha sido por una mezcla de veneración hacia un artista siempre sorprendente y, quizás más decisivamente, para asegurarme que aquel mundo en que me crié en el que Walker orbitaba a su bola más allá del sistema musical conocido sigue existiendo. Mucho más tranquilo cuando comprobé la inmutabilidad del universo volví a caer en ese enorme abismo de incomprensión al intentar encontrar un significado que diera un sentido a la escucha. Aquí no pueden valer etiquetas como experimental o avant-garde si éstas van precedidas de la palabra música. Este disco, que cierra la trilogía que inició con Tilt (1995) y continuó con The Drift (2006), hay que escucharlo como el caótico registro ambiental que emana de las profundidades neuronales de un tipo realmente insondable.

Es posible que alguien afirme entender o «coger» el disco, no se lo podría discutir. A mi me supera en ámbitos que ni tan siquiera sabía que existían. Éste es otro disco lleno de cacofonías a cuál más incomprensible (las de ventosidades solo las había escuchado en canciones ska-punk realmente cutres), asistimos impotentes al asesinato inmisericorde de la armonía y melodía, a un juego binario desquiciante de sonido-silencio, a un ambiente de ruido industrial que ni en un matadero del Tercer Reich sería permitido y en el que el mismo Walker canta, recita y susurra como un demente esquizofrénico. En medio de tanto dolor (más de una hora dura el parto) y alguna pizca de humor inclasificable, hay que tomarse el tiempo que haga falta para encontrar y traducir sus letras (uno es culto en inglés cuando comprende el vocabulario de Scott Walker) que son una pequeña maravilla a pesar de su dureza y su significado incierto. Si nos quería restregar por la cara sus fantasmas particulares y dejarnos perplejos y asombrados durante y tras su escucha no hay duda que ha vuelto a dar en la diana.

Quizás el problema con Scott Walker es que seguimos pensando en su obra en unos términos que él ha abandonado hace mucho tiempo. ¿Por qué culparle de que uno sea un gañán incapaz de comprender qué trata de decirnos con tanto ahínco? ¿Por qué enfadarse con él por no hacer un disco parecido al 99.9% de todo lo que se publica? ¿Hay que pedirle explicaciones por su obra cuando aceptamos sin rechistar las burdas excusas de otros músicos cuando publican discos sin relevancia? Si su reconversión en uno de los iconos del arte culto más ariscos e inaccesibles resultaba tan inesperada como si un día un Justin Bieber cincuentón se dedica a hacer discos de ópera moderna sobre bases de drones cantando una brutalmente trágica historia de sus días en Disney Channel, no menos sorprendente es que tras la aparente construcción irracional de Bish Bosch uno intuye que si fuera un poco más inteligente quizás llegaría a aprender algo de todo eso puesto que es evidente que es un trabajo que ha sido elaborado y pensado al milímetro por una mente tan superior que hasta parece fascismo.

Scott Walker supone una línea divisoria. Un raya trazada en la arena que solo puede prometer dolor, sufrimiento y también una vaga promesa de felicidad y recompensa a quienes se atrevan a traspasarla. Lo que resulta realmente curioso es que muchos que lo hacen no se contentan solo con disfrutar de tan ansiada meta si no que parece que solo encuentran el verdadero disfrute en ridiculizar a los muchos que, quietos al otro lado de la raya, seguimos debatiendo si todo es una broma increíblemente sutil o es que realmente somos tan tontos como parecemos.

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