Silver Apples – Sala Paddock (Madrid)

En el solitario escenario un cajón metálico en el que se agolpan osciladores, sintetizadores, pedales y demás cacharrería eléctrico/electrónica, unidos en cordón umbilical de potente color naranja de toma de corriente. Ante el paso de los minutos y la falta de comparecencia humana, alguien impaciente reclama que se ponga en orden todo aquello para poder comenzar el concierto.
Al poco, hace su aparición la única «manzana plateada» superviviente, Simeon, vestido de morado nazareno, sombrero de jinete eléctrico y gargantilla india. No puede ocultar los más de 75 años que le contemplan y que hacen temer por un karaoke más o menos cósmico.
Despliega su micro de conferenciante y comienza el manejo de volúmenes, teclados osciladores y sintetizadores que van a ser sus instrumentos con el hilo conductor de su frágil voz deudora del folk británico más que del americano con poderoso recuerdo al sonido Canterbury.
No hay grandes picos de intensidad, ni de noise, ni montañas rusas, estamos oyendo música de hace 48 años aunque algún despistado se lance a dar palmas en los momentos más rítmicos confundiendo, la zapatilla garrafonera, con la extraña fascinación que desprenden los sonidos disonantes y fabriles que cocina ante nuestros ojos este hombre orquesta.
Suena «Velvet Cave», árida, drónica en pleno 2014 y me pregunto cómo sonaría en el año 1968, un carillón industrial en «I Dont Care Whit People Say» tamizado de pop, de psicodelia para bailar, de manera ligera, dejándose llevar  hasta ese pequeño himno de «Love Fingers» y a los ritmos más marciales de «Seagreen Serenades» reflejando la filiación musical y vocal del grupo con Europa más que con la Nueva York que les vio nacer, los hibernó durante dos décadas y le ha visto resurgir como si se hubiera parado el tiempo al borde de su cincuentenario. Parece que su voz va a quebrar pero  la cacofonía sonora continúa en la susurrante «I Have Khow Love» demostrando que las máquinas también pueden emocionar.
«Oscillations», pionero de pioneros y su tema más famoso, suena alargado, sincopado y esquizofrénico por momentos, le lleva a amagar un simpático baile con el que pone fin en todo lo alto al concierto. Desaparece tras la puerta del camerino, quien sabe si de vuelta a 1968, dejándonos 70 minutos de viaje en la máquina del tiempo, de mantra sónico plenamente vigente.
 

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