Sufjan Stevens + Austra – Teatro Circo Price (Madrid)

Sorprendente «orquestación» la de la corta actuación de los canadienses Austra  que ejercieron como teloneros del norteamericano. La voz protagonista de una Katie Stelmanis que cada vez es más digna de comparación con Kate Bush. Casi se podría decir que es su alumna más aventajada con el permiso de Florence Welch, sobresalía y dotaba de una, llamémosle extraña, personalidad a las canciones. Pena que en directo no sepan aprovechar la plasticidad de ese (en ocasiones innecesario) torrente de voz para dar mayor espectáculo teatral porque las canciones dan de sobra para ello. Una electrónica cercana a la rave, sólo rota por el lirismo de su bel canto, que parecía llegar a su clímax con «Lose It» y que arrancó los primeros grititos de entre el público. Su crescendo nos confirmaba que en directo, a pesar de estar muy bien posicionados y funcionar como un tiro en su conjunto, todavía tienen mucho camino por recorrer, dicho desde la más positiva de las intenciones. Si continúan por ese camino de quitar en vez de añadir, encontrarán el punto exacto de cocción para encontrarse en un futuro no muy lejano cara a cara con unos Chvrches, con los que competir por un electropop de calidad. Su último tema «Beat and the pulse» fue un trallazo absoluto que no cuesta imaginar en las cuerdas vocales del mismísimo Dave Gahan (señores en pie).
Y llegó el turno de que Sufjan Stevens subiera al escenario.
A veces se nos olvida que la música es un arte, y como tal la expresión de sentimientos o representación de la realidad. Tan acostumbrados estamos a vivir con música que tendemos a considerarla un sentido más junto a la vista y el tacto, un elemento más de nuestra cotidianeidad. Anoche en Madrid Sufjan Stevens, uno de los mejores músicos de ese estupendo divertimento que algunos nos empeñamos en llamar indie, apareció en el Teatro Circo Price para recordarnos axiomas, verdades absolutas que tendemos a ignorar acuciados por el exceso de costumbre.  Siendo el hecho de que vamos a morir la verdad que más veces se «mencionó» durante la noche. Que el concierto fuera excelente, rozando el virtuosismo, se debe al titánico esfuerzo de su protagonista por situarse en una situación incómoda y desde esa posición emprenderla a golpes con la vida, cantando obviedades, verdades rotundas, rutinas diarias y cantando a través de unas letras llanas y simplistas sin necesidad de valerse apenas de alegorías y recurso estilísticos. La dureza y la crudeza que encierra su último e imprescindible disco Carrie & Lowell (2015), se materializó en un recital que mantuvo al público pegado a sus butacas con consternación terrenal durante dos tremendas horas.

Al contrario de lo que se pueda suponer no hubo nada divino ni religioso anoche, a excepción de la perfección con la que se ejecutaba la música sobre el escenario. Y eso que el concierto de anoche contaba con varios elementos que a priori nos obligaría a etiquetarlo como una cosa del más allá, a saber: un artista que cuenta al que sus seguidores veneran con fruición de beatos griegos; la presentación de un disco que ya en plástico resulta tan emotivo que rompe arterias, lo habitual es que en esta crónica nos dejáramos llevar por adjetivos superlativos y exclamar que todo resultó impresionante, divino, maravilloso, grandioso, casi como de otro planeta. Hoy no será difícil encontrar alguna crítica del concierto que nos diga que Sufjan Stevens cantando sus miserias nos hizo tocar el cielo y volar a la estratosfera. Nada de esto me parece adecuado, esas hipérboles me parecen casar más con un recital de Antony and the Johnsons en los que es el propio artista quién está más cerca de un extraterrestre que de un hombre de campo. En el caso de Sufjan Stevens lo que duele (y lo que nos da tanto gusto) es esa conexión directa con nuestra propia y mundana existencia. Vivir duele y la música, su música, como expresión de su vida, también duele. Le duele a él y también nos duele a nosotros. Y es justo ahí en esa habilidad para compartir su personalísimo dolor a través de canciones donde se ubica la magia, y la única concesión a lo divino que le otorgo al magistral recital de anoche. ¿Cómo es posible que una canción que termina con la atemperada voz de Stevens desgañitada al grito de «todos vamos a morir» arranque del público tanto fervor y tremendos aplausos? ¿No es acaso la idea de la muerte una constante en nuestros quehaceres diarios? Parece que la respuesta o la falta de ésta a esa y otras preguntas igual de intensas (no hubo ocasión para hablar de flamencos rosas) se vieron contestadas anoche, al menos en parte. Como si todos los allí presentes anheláramos que la música del norteamericano nos puliera el alma, esa búsqueda interna del sentido de nuestra existencia, y lo hiciera exfoliándonos con crudas e incómodas verdades.

Durante la primera parte del concierto recorrimos acongojados íntegramente su último disco al completo, mientras atendíamos a las atrocidades que se nos contaban desde el escenario «cuando tenía tres o cuatro años mi madre nos abandonó en un videoclub» dice la letra de «Should have known better», «ella me rompió el brazo» termina la última estrofa de la canción «Carrie & Lowell». Una tras otra las desgracias se nos presentaron juntas, añorando a su vez esa figura, la madre del propio Sufjan, un ser que desconocíamos y que murió de cáncer dejando viudo e hijos. Alguien a quien no conocíamos, una persona que tampoco se nos presenta como una persona afable y cariñosa; torturada por enfermedades mentales y dibujada como una mala madre que abandonaba a sus hijos de manera sistemática y a la que su hijo le ha escrito la más bonita carta de perdón. Sin embargo el arte de la música y esa pizca de magia divina que mencionábamos de un Sufjan Stevens en pletórico estado de gracia construyeron una imagen de una Carrie que proyectaba la muerte de nuestras propias madres, de nuestros seres queridos. A través de punteos e interminables, delicados y funambulescos arpegios de guitarra se nos recordaba que la vida es perecedera y que la muerte nos espera a todos. Sorprendía comprobar como ensimismados en tan negros pensamientos, la sonrisa medio boba no se borraba del numeroso público que abarrotaba el local. Al fin y al cabo, la muerte está ahí, inerte, esperando como una piedra al final del camino. Sólo que los músicos de ayer, Stevens incluido, nos la presentaron en bandeja de plata, exquisita y dura. Supieron darle al Mal el mejor envoltorio que jamás pudieras imaginar, logrando que disfrutáramos hasta del desconocido sentido de la vida.

En cierto modo el concierto de anoche fue como esas películas de Woody Allen, en las que el mensaje de la ácida realidad se nos pinta de tal manera que incluso alguien incapaz de sentir emociones diría que sufrir por amor es algo divertido. Ayer Sufjan Stevens se empeñó tanto en pulir sus dramáticas historias que hasta tuvimos compasión cuando en los bises interpretó «John Wayne Gacy, Jr.» que narra la historia real de un asesino en serie de los años setenta.
Con un peso mayoritariamente acústico pero repleto de contundentes ramalazos de electrónica, reservado para los momentos capitales, sentimos escalofríos, disfrutando el sufrimiento, tan solo un par de minutos le fueron suficientes a Stevens para conectarse con el público al que no se dirigió hasta los bises.

Es de rigor contar advertir que hay que tener una determinada sensibilidad para disfrutar de este tipo de artista y por ende de este tipo de espectáculo. Aunque suene inverosímil, en medio de este torrente de emociones, pudimos observar desde nuestra butaca a dos personas en quinta fila durmiendo plácidamente la siesta. La siesta más cara del mundo, pues cada butaca costaba la friolera de unos cincuenta euros (de las butacas vacías reservadas para invitados en sitios privilegiados mejor no hablamos). Siguiendo con el símil cinéfilo, el concierto se podría comparar con esas película del cine clásico, ese de la época dorada de Hollywood, una obra magna del tamaño de Ben-Hur o Lo Que El Viento Se Llevó, en los que el espectador ríe, llora, se abstrae, se emociona y disfruta intensamente durante todo el largo metraje, acabando con la sensación de haber visto varias películas en una.
Junto a las canciones de su último disco, ese que ya deberías lucir orgulloso en tu estantería, también algún añadido en la primera terna de canciones, como una versión menos colorida que en la original de «Versuvius», perteneciente a su anterior disco The Age of Adz (2010), con un final apocalíptico a base de elementos electrónicos que hizo crujir hasta la última madera del lugar. «Fourth of July» fue la primera cumbre de la noche a la que llegamos después de haber sido disparados con un repentino y prometedor comienzo en el que destacaron, por mencionar algunas entre ese campo de pelos erizados, «Death with dignity» y «All of me wants all of you «.
La traca final se parapetó tras una épica versión extendida de más de diez minutos de «Blue Bucket of Gold» donde rozamos la pista de baile y el trance noventero, para después abofetearnos con las melodías acústicas de los múltiples instrumentos que tocaba cualquiera de sus titánicos músicos. Después llegaron los bises y Sufjan explicó que era su primera vez en Madrid coincidiendo con el final de la gira europea. Tal vez por ese «excitement» que decía sentir se le olvidó parte de la letra de la primera canción, propiciando la anécdota de la jornada. En los bises las joyas de la corona salieron casi todas a relucir «Concerning the UFO sighting near Highlands, Illinois» o una grandísima versión menor de «Chicago» que supuso la terminación de una gran partitura y el broche de oro a un espectáculo terrenal que nos embelleció la vida durante dos horas. Y todo ello sin deformar ni por un solo segundo la meta que todos encontraremos al final del camino.

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