The Prodigy. La fama y la imagen que malogran

«You better wake up!», bramaba el aeróbico Maxim Reality nada más iniciarse el concierto. Los primeros pogos, salvajes, de la mayor parte del público, recordaban que The Prodigy seguían teniendo un público fiel, después de siete largos, larguísimos, años de caprichosa ausencia.

A Prodigy les sobrecargó la fama. En su día no supieron pasar por nuestro país (salvo en aquel Festimad), porque sus cachés eran muy elevados. Y, hasta 2004, prácticamente no pisaron jamás suelo ibérico. Un suelo en el que lograron, también, un milagroso número uno de ventas, con Fat of The Land, sin duda uno de los hitos más increíbles de las penosas listas de ventas discográficas españolas. Pero ni así se dignaron a pasar por estos lares, que era lo que se les pedía entonces. En aquél tiempo, abrazaron el rock –en cuyo libro gordo ya figuran- y renegaron de su parte más interesante, aquella que combinaba los breakbeats de hip hop y la electrónica industrial.

Ahora, Liam Howlett (Prodigy en sí mismo) dice que hace música pensando en los Sex Pistols y en Public Enemy. Lo dice ahora, cuando no se parece su grupo ni a los unos ni a los otros. No lo dijo cuando eran carne de rave, y practicaban el anarquismo de los primeros (“Charly”, “Wind It Up”) y la, rebajada, criptografía política de los segundos (“Their Law”, “Voodoo People”, “Poison”), en ambientes adolescentes de clase obrera. Electronic punks rezaba el memorable documental de video que grabaron en sus primeros años. Y lo eran. Chavales jóvenes de la Inglaterra depresiva de la era Thatcher, sin futuro y con ganas de armarla. Pero ahora, con un penoso batería y una penoso guitarrista en escena ya no son nada punk, sino esputos de la MTV. Hard-rock inofensivo de diseño, que sólo se salvará si Howlett vuelve a reconducir el grupo y prescinde de Maxim Reality, un MC de cuarta fila, que encima ha perdido con los años y se ha quedado estancado en un estilo a medio camino entre el eurobeat y el heavy metal malo (lo que oyen). Gritos mal puestos y rapeados sin imaginación. Pura imagen.

Renegar del dance y del hip hop, todo aquello que les dio crédito entre el underground, ha sido una mala estrategia. Tanto renuncian a recuperar aquella frescura que, en sus recientes conciertos de Madrid y Barcelona, ni un solo tema soltaron del cada día más imprescindible Experience (de 1991, ojito). ¿”Wind it Up”? ¿”Charly”? ¿”Out of Space”? “Eso es dance, tío, ahora somos auténticos”, dirán ilusamente como intentando aparentar los viejos tópicos del rock and roll más rancio, en cuyo museo de cera ya tienen un lugar asegurado. Y eso que Experience era su mejor disco, aquél que, efectivamente, sonaba a combinación electrónica y gamberra de Sex Pistols y Public Enemy.

Lo mejor del concierto, que ya es decir, fueron las muecas escenificadas por ese auténtico punk inglés llamado Keith Flint, que parece salido de la serie satírica londinense The Young Ones (Keith es Vivian). Su humor y su acción escénica son poderosas, y no ha perdido frescura. Sólo pedíamos al mejor Liam Howlett, que todavía da muestras de ideas en Always Outnumbered, Never Outgunned, y a Keith acompañándole. Un básico de Prodigy, veloz, agresivo y sin pretenciosidades de rock-star.

¿Tanto les costaba satisfacer a sus viejos fans?

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