Ata Kak: desde Ghana con (infinito) AMOR king size

1991: cazadoras tejanas king size, vaqueros con goma en los tobillos combinados con náuticos, cadenas de oro y jerseys de pico con rayas de colores horizontales, y casi en todas las instantáneas aparece parapetado en sus gafas de sol. Estamos a principios de la década de los 90, y con estas vestimentas tan old school rap -ahora los modernos lo llaman outfit, ojito- se presentaba en sociedad el joven Yaw Atta-Owusu, cuyo nombre artístico sería Ata Kak. Nacido en Ghana, a mediados de la década de 80 emigra a Alemania huyendo de la represión política y la escasez económica. Viviendo a caballo entre Dortmunt y sseldorf, el joven aspirante a músico cuenta que ahí es donde empezaron sus primeros titubeos musicales: el destino propició que conociese a un músico germano que le ofreció la oportunidad de tocar la batería en su grupo. Él no sabía tocarla, pero en tres semanas se puso las pilas…

Su agitada vida errante continúa: en 1989 se establece en Toronto junto a su familia, y se convierte en una notable figura de la escena highlife -estilo musical originario de su país- que afloró el los márgenes del ghetto a través de radios pirata y orquestas itinerantes. No sólo del folklore oriundo se alimentaba la mente inquieta del joven Atta-Owusu, también tiraba de clásicos del rock y del pop -léase James Brown o Elvis Presley– que embarcaron a nuestro hombre a entrar en el estudio a grabar este notable disco “Obaa Sima” atrincherado en su cacharrería analógica de segunda mano, y sus ganas de revivir el espíritu de Grand Master Flash & The Furious Five cantando en su dialecto twi . Cuenta la leyenda que de esas sesiones salieron poco más de cincuenta casetes. Se vendieron tres copias. Es historia.

2002: Brian Shimkovitz durante su estancia en Cape Coast compra en un mercadillo una de esas copias, y se queda enamorado de lo que oye. Nuestro ghettohunter favorito no duda en ponerse manos a la obra: urge recabar información sobre el ínclito compositor, y después de ocho años de azarosa búsqueda a través de amigos y familiares consigue dar con su paradero. Es lo que tiene ser fan, ríanse de los de Queen.

2015: Esa copia adquirida por el jefe de Awesome Tapes Of Africa permitió recuperar, dos décadas después, a este rapero. Unas piezas que son un derroche de intuición y, aunque no tenga ni idea de dialectos guineanos, son pura algarabía. Una hábil combinación de synthpop lo-tech y scratches que toman como referentes la edad dorada del hip hop y que luego nos puede sonar a Technotronic o a Snap. Ritmos bulliciosos que germinaron en las calles y son pura adrenalina -“Obaa Sima” y sus bases de sinte apuntan al “Gipsy Woman” de Crystal Waters-; descaro a lo LL Cool J que, como en el caso de “Moma Yendodo”, despertarían a un muerto, o canciones -estupenda “Daa Nyinaa”– cuyo empaste armonioso de voces dobladas y melodía es tan chispeante como las de William Onyeabor. Otro tesoro rescatado. La historia se repite.

2019: Ya podemos mover nuestro cucu a ritmo de funky molón en Spotify de este desmadre bailongo:

 

 

 

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