Especial: 40 años del London Calling de The Clash

London Calling de The Clash cumple 40 años. Disertar sobre la importancia de algo tan monumentalmente relevante para el devenir de la cultura popular como es este disco podría decirse que es fácil cuando se tienen interiorizados ciertos conocimientos al respecto, pero abarcar realmente toda su dimensión, es poco menos que una “misión de audaces”, como rezaba el título en castellano de aquella película de John Ford.

Porque sí, porque lo que contiene este doble álbum, desde la portada hasta el último de sus surcos, es algo, como suele decirse ahora, bigger than life. Trasciende los géneros, o más bien, es una especie de batidora que mezcla, de una manera totalmente desinhibida, todo lo existente hasta entonces para, desde los planteamientos punk que sus autores ayudaron a cimentar, elaborar algo completamente nuevo que sirviera de guía a las generaciones venideras. Uno de esos trabajos que constituyen un buen punto de partida para cualquiera que busque saber de qué va esto del rock and roll en unos pocos pasos.

Empecemos desde fuera: Paul Simonon, en la portada, está a punto de destrozar su bajo Fender Precission en el suelo del escenario del Palladium, de Nueva York, en el concierto que dieron allí The Clash el 21 de septiembre de 1979. Un momento único que captó además una de las pocas fotógrafas que había en la época en un mundo, como siempre y por desgracia, dominado por hombres como es el de la fotografía rock. Pennie Smith retrató con toda su fuerza un momento catárquico tan representativo como es el de un músico que va a cargarse el instrumento de sus amores. Ni siquiera el inventor de eso, Pete Townshend, tiene una imagen tan potente como la que capturó ella y que aparecería -muy a su pesar, pues la fotógrafa pensaba que no tenía la calidad necesaria- en una portada, que combinándola con el diseño apropiacionista a cargo de Ray Lowry, que emulaba la carpeta del primer disco de Elvis Presley, resulta totalmente icónica de una época de esplendor que ya no regresará jamás.

Esta imagen de cubierta, por tanto, aglutina en sí tantas cosas como el interior. Un disco doble vendido a precio sencillo, por expreso deseo de la banda, que vería la luz un 14 de diciembre de 1979, justo antes de la navidad y de que acabaran los años 70 del pasado siglo. Resulta paradójico, por tanto, que en el año en que acababa la era dorada del rock, con los últimos estertores del punk aún sonando fuerte, alguien se destapara con una especie de resumen de todo lo acontecido hasta entonces: el rockabilly, el rhythm and blues, el garage, el beat, el soul, el funk, el reggae, el disco, el punk… todo, absolutamente todo, está aquí presentado, además, de una forma rabiosamente moderna y cool.

 

El cómo llegaron ahí no es ningún secreto, nos lo cuenta Joe:  «Ya no vamos por ahí con el pelo verde y pantalones llenos de cremalleras. Sólo queremos ser algo flash estos días. De momento tenemos el poder del rock’n’roll. Estamos entre las tierras del reggae y las del disco cortando los bordes con hachas. Estamos dándole al hacha muy fuerte porque tenemos toda esta fuerza del rock’n’roll para darle ¿sabes? Pensamos que era el momento de sentarnos y escribir un montón de nuevas canciones y tirar toda la basura por la ventana. Hacer algo nuevo».

Ese “Mash-up” que al final se convierte en algo nuevo tenía su origen en la combinación de todos los miembros de la banda. La sabiduría de la calle de Paul Simonon o Topper Headon, se combinaba con la intelectualidad de escuela de arte de Mick Jones y con el cosmopolitismo de un pijo bohemio como Joe Strummer, que había vivido en mil sitios gracias a su padre diplomático. A todos les unía una insaciable curiosidad, que además se había visto instigada de forma notable con las constantes visitas a los fascinantes USA que les permitía ser los grandes popes del punk que los Pistols no habían sabido ser. Todo lo que encontraron allí les había estimulado hasta límites insospechados. Además, estaban, como decía Strummer, cansados del cliché del punk. Ya no llevaban los pelos disparados de colores, ni las chaquetas pintadas, ni cremalleras, ni cadenas, ahora lucían tupé y vestían con inspiración fifties, al estilo teddy boy.

 

A pesar de haber escrito algo como “I’m so bored with the U.S.A.”, canción con la que por cierto abrían sus conciertos en Norteamérica, Strummer diría: “Para alguien que ha estado tan metido en la música americana como yo, ir allí es un alucine. Recorrer el país -y si es en autobús, mejor- es otro alucine. Fue fantástico. Saqué toneladas de inspiración de ello”.

Además, la capacidad compositiva de Jones y Strummer estaba en plena efervescencia. Tras un primer disco de éxito en que habían puesto todas las canciones que habían rodado en directo en sus inicios, hacer un segundo con todo lo aprendido en la carretera y dar en la diana, como es el caso de Give ‘em Enough Rope (1978), no es tarea fácil. Y hace que la tarea de componer un tercer álbum que siga dando significado a una carrera que zozobra entre las tormentosas aguas del punk, sea algo realmente complicado de afrontar. Ellos no sólo no se acobardaron, sino que tiraron para adelante con todo lo que tenían y mucho más.

Todo venía de una especie de catarsis: se habían librado de su manager, Bernie Rhodes, el tipo del que muchos decían que inventó el punk y que les había sacado de las calles para convertirles en algo parecido a una banda. Al parecer, estaba intentando poner a todos en contra de Mick y ellos cerraron filas. Le debían mucho y fue una decisión tomada quizá un poco a la ligera, pero la suerte estaba echada.

Otra circunstancia determinante fue que abandonaran su habitual local de ensayo para situarse en otro nuevo, que ellos llamaron Vanilla, en Pimlico, justo en la parte trasera de un taller de reparación de coches y no demasiado lejos de las “pistolas de Brixton”, de las que luego hablarían en las letras del álbum. Allí pudieron concentrarse seriamente en componer, componer y componer.

La inspiración llegaba de cualquier parte: la guerra civil española, el desempleo que asolaba Gran Bretaña en los primeros coletazos del tatcherismo, las drogas, desastres nucleares, la radio, Montgomery Cliff, los rude boys, la cultura americana… cualquier cosa servía de temática y argumento para todo aquel galimatías de sonidos entrelazados que acudía a ellos en el local de ensayo. Juntaron así un buen montón de canciones y ajenos al proceder habitual, que hubiera sido seleccionar entre todas ellas unas doce o trece con las que confeccionar un gran álbum sencillo, decidieron dar la mayor información posible del momento preciso en que se encontraban a través de uno doble.

Para ello, además, decidieron contar con el productor más problemático posible. Guy Stevens era un viejo conocido de la escena londinense. Dj, manager, fundador del mítico sello Sue y sobre todo, productor. Había colaborado con bandas tan variopintas como Spooky Tooth, Mott The Hoople o Procol Harum y tenía la peor fama posible: era borracho, pendenciero y excéntrico a más no poder. La experiencia de The Clash con él sería fructífera pero muy problemática, como era de prever:  «Estaba como una cabra. Mientras grabábamos los temas del disco, el tío cogía y nos tiraba botellas de cerveza a la cabeza porque decía que eso despertaría nuestra agresividad. Teníamos que tocar esquivando los botellazos. Jamás se sentó en la mesa de mezclas como cualquier otro productor, oh no, él no hacía eso. Él no quería música. La música le importaba un bledo. El buscaba la emoción del grupo. Guy consiguió hacer saltar la energía de la banda y plasmarla en disco…llegó a verter cerveza en el piano, y no por conseguir ninguna clase de sonido, sino para desgraciarnoslo. No quería que usáramos piano en el disco».

 

No obstante, la grabación del disco en los Wessex Studios fue un período de gran unión para la banda. Durante las semanas que duró el proceso, aprovechaban para jugar al fútbol, tocar por placer o alternar por ahí y eso acabó plasmándose en un sonido cohesionado y pletórico, que comunicaba a la perfección el mensaje de mestizaje global del disco. Muchas canciones, de hecho, se grabaron en apenas dos tomas, cosa bastante inusual en cualquier grabación, tal era el clima de hermandad y la sinergia de una banda que sin duda estaba en su mejor momento.

CBS, su discográfica, fue engañada inteligentemente por Strummer, que ante su negativa a sacar un doble lp, pidió en compensación incluir un single de regalo, el cual por supuesto acabó convirtiéndose en un lp de nueve canciones sin que ellos pudieran rechistar. En base al espíritu combativo y anticapitalista de la banda, además, ordenaron que en la portada del álbum hubiera una pegatina que dijera: “no pagues por este disco un precio de doble, sino de sencillo”. 

Todo ello se tradujo en una bomba de relojería que contenía 18 canciones según la portada, pero 19 si contamos “Train in vain”, un fantástico tema oculto que había al final de la cara B del segundo disco. El disco rápidamente escaló peldaños en las listas de su país y en las europeas (en las de EEUU se quedó en un discreto puesto 27 del Billboard) y acabó vendiendo dos millones de copias.

 

Su contenido era un resplandeciente crisol de sonidos e ideas. Una moderna puesta al día de todo lo aprendido por los miembros de la banda, desde la cuna hasta el día de su composición, y quizá, en términos generales, de casi todo lo acontecido en el rock y en diversas músicas adyacentes al mismo desde sus orígenes. El rock and roll de Sun Records, el Soul de Stax, Motown o Curtom, el rhythm and blues de Chess, el ska, el rocksteady y el reggae de Trojan, la incipiente nueva ola de Stiff, todo eso y más…

La puerta de entrada no podía ser más fastuosa: “London calling”, la canción, llamada así en honor al saludo de entrada de las emisiones radiofónicas de la BBC en tiempos de la segunda guerra mundial, combinaba los ritmos beat de The Beatles o The Kinks, con aire marcial que imprimía potencia a aquél mensaje apocalíptico de que encerraban sus letras: “Londres se hunde y yo vivo al lado del río”. 

A partir de ahí, un aluvión de información en forma de canciones perfectas en su factura y certeras en sus resultados, que representaban un sorprendentemente coherente amalgama de referencias musicales y culturales. “Jimmy Jazz” era casi swing, un swing gamberro y callejero que contrastaba con la rutilancia pop de “Hateful” o “Lost in the supermarket”,  los efluvios jamaicanos de “Rudie can’t fail”, o “Revolution rock”, versión de un clásico de Jackie Edwards, igual que lo era el rockabilly “Brand new cadillac”, del rockero francés Vince Taylor, el mismo que inspirara a Bowie su personaje Ziggy Stardust.

 

También había sitio para recuperaciones del muro de sonido de Spector con “The card cheat”, ejercicios de refinamiento punk como “Clampdown”, rock aguerrido ideal para las emisoras americanas como el que planteaban en “Death or glory” o “I’m not down”, así como ejercicios de recuperación de viejos sonidos de soul y rhythm and blues, como encontrábamos en la oculta “Train in vain” (deudora del riff de un viejo clásico northern soul de J.J. Jackson) o “Wrong ‘em boyo”, que hacía gala de mestizaje combinando rhythm and blues con un ritmo ska.

De todas ellas me gustaría destacar, sin embargo, la única, aparte de las dos versiones, que no era obra de Jones y Strummer. Paul Simonon acudió con una línea de bajo increíble, heredera de sus años de crianza en el conflictivo barrio de Brixton, rodeado de jamaicanos que imprimieron en su cerebro la música rock steady, reggae y dub que ellos escuchaban. Así “The guns of Brixton” rendía homenaje a toda esa herencia y hablaba de los conflictos que habían tenido lugar en Brixton en los setenta, como consecuencia de la dura represión policial y la recesión económica. Años después, Norman Cook obtendría un sonado éxito con sus Beat International sampleándola en “Dub be good to me”. Y es que la canción en sí es toda una demostración de sabia apropiación de ritmos para servir a unos intereses concretos. La producción es perfecta y su riff se clava a tus oídos como una lapa. Es, seguramente, la obra maestra dentro de la obra maestra que ya es el disco. Y la firmó el bajista.

 

Tras la edición del disco, hubo buenas críticas, pero también quien puso el grito en el cielo por la supuesta pérdida de espíritu punk de unas canciones supuestamente blandas. Mick Jones lo dijo bien claro: “Yo pienso que es un disco punk. El punk es acerca del cambio. La cuestión es que mucha gente se molestó con nosotros a causa de él. Todo el mundo quería que fuera igual que el primero, como The Ramones. Su primer álbum era cojonudo, sacaron el segundo y sonaba igual que el primero, pero en cuanto salió el tercero no lo compré porque sabía que iba a ser lo mismo. A nosotros nos gusta correr riesgos y ponernos en una línea comprometida. Caminar al borde, situarnos en lugares donde no se nos espera. No nos gusta estar estereotipados. Queremos hacer lo que nos dé la gana. Tenemos esa libertad, pero mucha gente nos ataca por tenerla”.

Lo cierto es que no es, simplemente, un disco. Es, al igual que lo fueron otros dobles como Exile On Main Street o el Doble Blanco, muchos discos en uno. Una combinación de muchas cosas que debido al espacio de que se dispone configuran una historia completa y diversa, un gran fresco desde el que contemplar tanto el pasado como el futuro. Todos los artistas querrían lograr hacer un disco así en su carrera. Algo que resuma lo andado y a la vez despeje el camino que aún queda por andar. Un disco antiguo y moderno a la vez, tan coherente con la historia como capaz de romperla entera y volver a juntar los pedacitos en cosas totalmente nuevas. Todo eso es London Calling, una obra poliédrica, mastodóntica y brillante donde las haya, en la que cada vez que se escuche se descubrirá algo nuevo. Un disco de una banda que se sentía libre y estaba en estado de gracia, comprometida consigo misma y con su causa. Un milagro.

 

Este diciembre de 2019 se cumplen nada menos que 40 años de su edición. El rock and roll es ya muy viejo, qué le vamos a hacer. Llegan, por tanto, los consabidos homenajes y los souvenirs taladra-bolsillos . Lo último se cumple con la correspondiente reedición del disco, que esta vez cuida especialmente su diseño, con una funda transparente que lleva impreso el diseño de Ray Lowry y que al deslizarse deja sin adornos la foto de Pennie Smith. Todo ello con los correspondientes extras en audio, por supuesto, así como otra fruslería denominada The London Calling Scrapbook, que combina disco con un completo libreto de 120 páginas de imágenes y textos exhaustivos y mayoritariamente inéditos.

Pero la joya de la corona llega al final del año con una exposición en el Museo de Londres que incluirá todo tipo de memorabilia alrededor de este hito del rock: notas, letras, el bajo roto de Simonon, las baquetas de Headon, ropa, imágenes nunca vistas, etc. La expo puede verse desde el 15 de noviembre de 2019, hasta el 19 de abril de 2020. Un motivo como otro cualquiera para darse una vuelta por la ciudad del Támesis, que al parecer sigue llamando con la misma fuerza en que lo hacía en 1979. Y es que discos como éste no se acaban nunca.

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