Mark Lanegan + Duke Garwood + Lyenn – Teatro Apolo (Madrid)

Aunque un concierto de pop o rock en un teatro siga suponiendo una especie de rito ceremonial que desde su inicio condiciona a los asistentes es evidente que finalmente deja sobre relieve lo que vale sobre sus tablas y lo que no.
De esa guisa es que no todo vale pare enfrentarse a la solemnidad que, en mayor o menor grado, prevalece donde hay telones, patios de butacas y luces de situación. En ese obvio encanto flota lo que puede flotar y el resto queda engullido por el espacio y su contexto.
Agradeciendo la puntualidad del evento, el primero de los tres nombres de la noche asomó su guitarra al público. Se trataba de Lyenn, un músico belga con estupendas canciones que mantuvo un set intenso de leves apuntes de acordes y voz nerviosa que envolvían unas composiciones de intimidad dramática que, de un modo u otro, bien podría emparentarle con Jeff Buckley.
Después de la breve y bienvenida presencia de Lyenn llegó el turno para Duke Garwood. Nuevamente se apagaron las luces y una silueta con una guitarra se topó con el micro. Pero en este caso el interesante armazón sonoro de Garwood pareció servir como orondo cuerpo para una linealidad vocal que mostrando, quizás sin querer o quizás queriendo, muchas maneras habituales en el folk y el country acabó siendo algo previsible.
Puede que una de las características del estilo sea utilizar la instrumentación como soporte para contar historias. Pero tan importante como esa estructura es el saber contar las cosas. Quizás en la linealidad del discurso de Garwood es donde poco a poco se fue perdiendo la propia capacidad de hipnotizar con ese tipo de canción.
Tras su intervención nuevamente hubo un pequeño intermedio que sirvió par a volver a observar al  frente y divisar  varias guitarras, un banjo y un violín que se antojaban como pequeñas fichas dispuestas sobre el profundo escenario.
Las luces fueron bajando de intensidad y un gran sector del público preparó sus teléfonos para el incómodo y pesado juego de fotos, comentarios en facebooks y twitters y demás lances del yo estuve ahí. Algo realmente pesado si consideramos el reconfortante ambiente de la sala y lo propicio de su oscuridad para un concierto de Mark Lanegan.
Justamente el de Seattle apareció rodeado de cinco músicos, Garwood incluido, sin más aspavientos que su presencia, entre el desgarbo y el peso de quien se sabe dueño de sí mismo. Por lo menos era lo que reflejaba, sin apenas hablar, apoyado en el micro, mirando al suelo al acabar cada canción y enlazándola ávidamente con un imaginario en el que era muy sencillo pensar en una geografía sentimental manchada por lo truculento y lo reflexivo, por callejones sin salida y por redenciones cercanas.

La voz de Lanegan, cortada, con la tensión de algo a medio apagarse o encenderse, era puro blues. Blues en el sentido más real, si es que eso existe. Y la música que lo acompañaba, soberbia, también sabía de eso.
Si bien es cierto que al principio parecía verle algo incómodo, quizás por una cuestión de monitores que buscaban nivelar su sonido, el aparentemente hierático Lanegan no tardó en abrir la puerta a su pasillo donde la oscuridad del teatro se hizo perfecta para acompañarle.
Cantó, aulló, arrastró su dicción y, afortunadamente, en varios momentos dejó salir esa marca de diablo reflexivo que tiene luciéndose en sus canciones y en las versiones que interpreta. Desde su retorcido «Mescalito» hasta su entrañable visión del clásico «Mack The Knife» de Kurt Weill y Bertold Brecht, desde su quebradizo acercamiento vocal al «You Only Live Twice» de Nancy Sinatra hasta el arrastre de «The Gravedigger´s Song»…
Así, entre material propio y ajeno el americano ganó el juego. Porque anda sobrado de talento pero también del sentido común para mezclar sus canciones con las de otros sin que la maniobra rechine. Porque recordó a sus Screaming Trees en «Halo Of Ashes», homenajeó a Lou Reed en «Satellite Of Love», abordó a Neil Sedaka en «Solitaire» o clavó títulos como «Phantasmagoria Blues», «Mirrored» o «Pentecostal».
 Porque hizo que joyas como «Pretty Colurs», de Frank Sinatra, o la tremenda «On Program Jesus» de O.V. Wright, fuesen absolutamente e irreprochablemente suyas.
Luego, tras los aplausos, algunos alaridos y nuevamente fotos para el yo lo vi, Mark Lanegan se despidió con parquedad y se marchó a su bola. Como debe ser.
 
 
 
 
 

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