Monkey Week 2015 – Varios emplazamientos (El Puerto de Santa María (Cádiz))
Que nuestra web sea uno de los medios colaboradores que aparecen acreditados en libretos, carteles y guías de supervivencia del festival gaditano de octubre es siempre una buena noticia, máxime cuando estamos a las puertas de nuestro decimoquinto aniversario y empieza a ser menester situar las celebraciones en el calendario.
En esta ocasión nuestro manual del perfecto festivalero (cosa que estamos ya muy lejos de ser) comenzó un día después de la fecha oficial de inauguración de eventos, pero podemos prometer y prometemos que el tiempo fue bien aprovechado y las músicas, bandas y momentos escuchados y vividos durante estas dos intensas jornadas en El Puerto de Santa María ya forman parte de nuestro pequeño gran álbum de recuerdos imborrables. La tradición es la tradición, así que si no estábamos nosotros… ¿quién lo iba a contar? Seguramente muchos otros medios, pero no con tanta pasión.
Sábado 10
En las vetustas Bodegas Osborne empezamos el recorrido del sábado para encontrarnos ante el pequeño escenario tomado por la humilde Núria Graham y su banda, una chica con buen bagaje que ha grabado uno de los mejores discos de la escena independiente (¿aún existe la dichosa etiqueta?) del año en curso. Presentaba los temas de ese Bird Eyes con buenas dosis de guitarras y baños de dulce psicodelia para amenizar la hora del aperitivo antes del punto fuerte de la jornada matinal.
Este no era otro que la banda paralela de J Planetas, o J Evangelistas, o J Grupo de Expertos Solynieve. Precisamente a esta nos referimos, ante lo prolijo de un músico de sus características y la expansión creativa con la que acostumbra a ser noticia. Los granadinos, con Víctor García Lapido, Antonio Lomas y Manu Ferrón en sus filas, han publicado dos EPs con los que completar sus anteriores largos y defienden el folk y el apego a la música de raíces hispanas con suma eficiencia. «La reina de Inglaterra», «Dime» o «La nueva reconquista de Graná» se unen a «Colinas bermejas» sin discontinuidad ni grandes diferencias estilísticas. Han creado un sello propio y saben que lo que hacen es apreciado con independencia de los demás proyectos de su cara más conocida, y en esta edición defendieron su valiosísimo repertorio por partida doble, primero en el sorprendente escenario improvisado por la gente de Happy Place en una antigua casa señorial del Puerto, un salón alternativo por el que pasaron otras perlas no incluidas en la programación de otras salas, como los prometedores Surrounders o la última joya del soul hispano, una absoluta revelación llamada John Grvy. Gran trabajo logístico el del pequeño sello sevillano.
En el otro rincón sonoro de las Bodegas Osborne sonaba a primera hora de la tarde una banda que se apropia de las bases del folk-rock americano para apartarse de la tradición y repartir sus influencias en unas canciones francamente potentes. Acaban de ganar el concurso Talento Ribera en el Sonorama con toda la justicia del mundo y han grabado un segundo álbum, Origen, que es una verdadera delicia. Bye Bye Lullaby tiene a la voz de Esther Valverde como gancho y la música salida de la guitarra de Dani H. Serrano como base para aderezar su pócima. Solo por escuchar un tema de tantas reminiscencias clásicas como «Lone star sky» merece la pena saber de ellos. Una de las revelaciones, o confirmaciones deberíamos decir, más frescas de esta edición del festival.
Claro que casi sin descanso contaron con la dura competencia de Cómo Vivir en el Campo, una perfecta mezcla de noise y ambientes acústicos que recuerdan en algunos momentos a los primeros Yo La Tengo. El trío madrileño tiene su debut discográfico aún caliente, y a él se deben cuando tocan temazos como «Oro graso», con la voz de Pedro Arranz casi diluida entre la niebla instrumental, o «La perla del pacífico», una gran canción por la que habrían matado los miembros de La Costa Brava si hubieran decidido seguir en la brecha indefinidamente. Por allí se escuchó algún que otro comentario en la onda «¿estos son los Pavement de aquí?» que sonaban ciertamente inquietantes. En el buen sentido, claro, que por algo resultaron al día siguiente ganadores de la famosa Batalla de Bandas organizada por Radio 3.
Dolorosa es un trío granadino que sin hacer mucho ruido por el momento se han colado ya en varios eventos de prestigio. Cuentan con la experiencia y los buenos consejos de Antonio Lomas (pluriempleado en la jornada sabatina) a la batería y del gran Jean Paul (alias de Raúl Bernal, teclista habitual de José Ignacio Lapido y otros) a las guitarras, más la escasa pero penetrante voz de Natalia Muñoz, una muñeca pelirroja de insinuante estatismo que lidera a un trío finalista del Circuito Joven Pop Rock de Andalucía. Se adivina costumbrismo en las letras y pensamiento sesentero en la música, sencilla y redonda en ocasiones (atención a la italianizante «Risparmiando tempo» y a la preciosa «La vida es triangular»). El espíritu de Serge Gainsbourg rondando y otra «Canción de viento y algunas nubes» sonando a media tarde en la inestabilidad meteorológica de una Plaza Alfonso X debatida entre nubes que amenazaban otras tempestades.
La negrura del cielo quedó en esporádicas gotas que no llegaron a calar más que los temas de Anari, una presencia veterana y fajada en todo tipo de escenas que vino al sur a intentar que el trabajo que lleva realizando durante casi dos décadas pase algo menos desapercibido. La vasca, a la que evidentemente no ayudan las letras en euskera, plantó cara a la adversidad sonora de la sala El Niño Perdío con tablas, ganas y la potencia de las nuevas canciones contenidas en su más reciente trabajo Zure Aurrekari Penalak, con Nick Cave de nuevo en el norte de su brújula y la austeridad rítmica circundando una propuesta inamovible pero tremendamente sólida. Además, vino acompañada de Joaquín Pascual a los teclados, lo cual le daba un plus de interés a su fugaz presencia en tierras gaditanas.
Antes de hablar de la única banda que tuvimos oportunidad de «disfrutar» (lo del sonido, por decir algo, en esta sala empieza a ser crónico y no parece que haya remedio en futuras ediciones) en la conocida sala El Cielo de la Cayetana, hay que decir que la expresión Matatigre significa «músico a sueldo» en argot venezolano -hay uno en las filas de estos madrileños con apenas un año de vida como banda-, pero no hay ni un solo mercenario entre ellos. Salidos de la nutrida base de datos del proyecto Capitán Demo, se zambullen en la maraña instrumental de «Forest» o «Please», lisérgicas letanías que conforman su única grabación hasta la fecha. Corto pero intenso, para no agobiar y dejar a los curiosos allí congregados con ganas de un próximo encuentro.
Lo de Franela no sabemos si tomárnoslo a broma o no. El penúltimo invento del omnipresente Ángel Carmona, imprescindible compañero sin el que las mañanas de Radio 3 no serían ni de lejos lo amenas que son, consiste en reunir bajo el mismo paraguas (y nunca mejor dicho, pues a la hora de su actuación en La Cristalera la humedad empezaba a apoderarse del ambiente) a Esteban J. Girón, miembro de Toundra, Jon Arias de Layabouts y el mismísimo Steve Wynn, del que hablaremos más abajo, en este divertimento únicamente diseñado para homenajear y versionar, de la forma más gamberra posible, al ídolo común Neil Young. Mucho menos country, claro, y muchísimo más atrevimiento, en un mini concierto que acabó con Muni Camón, la mujer detrás del siempre presente en estos días Paco Loco, coreando con los chicos un «Keep on rocking in the free world» y despachando un set list cocinado y servido para la ocasión con poco lujo de detalles y absoluto desparpajo festivalero. Un poco de liviandad, que en verdad no lo es tanto, siempre se agradece.
Por ver si eso que dicen de no llevar a su propio técnico y funcionar como se pueda a través de una ecualización común seguía resultando tan perjudicial, volvimos a los dominios de El Niño Perdío para toparnos con unos Señores que, haciendo honor a su nombre, enseñaban sin más aspavientos las canciones de Verbena en la Plaza del Pueblo, un EP aún pendiente de ampliación oficial del que ya están dando buena cuenta en directo. Pop-punk que pasaría por ser superficial pero asciende unos peldaños por la desenfadada y sincera actitud de estos bilbaínos. Hay que seguirlos de cerca para saber si lo de ser capaz de llegar a mucha gente sin inventar nada vuelve a confirmarse o se quedan finalmente en un grupo más de referencias anglosajonas sin personalidad ni discurso propio.
El que sí lo tiene, y menudo discurso, es el hispalense de noble cuna e ilustrísimos antepasados artísticos Andrés Herrera Ruiz, el Pájaro de Triana, antiguo lugarteniente de Silvio y segundo patriarca por derecho propio de lo que hoy admiramos como rock sevillano. Los temas de su debut Santa Leone, una maravilla de producción en la que se entremezcla el sentimiento cofrade de las cornetas de Semana Santa con el desértico sonido spaghetti western al que nadie como él consigue asemejarse en nuestro país, siguen coleando y sonando en directo a la par que otras perlas de corte clásico como «El pudridero» que su maestro y mentor grabó con los inefables Luzbel cuando empezaban los infaustos años ochenta. Secundado por una banda de auténtico escándalo y tan elocuente y sardónico como siempre, tocado una vez por la mano de los ángeles y en un terreno esta vez propicio para el lucimiento como el coqueto Teatro Pedro Muñoz Seca, extrajo licor celestial de sus habituales «Las criaturas», «Luces rojas», «TLP» o «Perché» y presentó algunos de los temas ya terminados para su segunda entrega como solista, próxima a publicarse. Uno de los conciertos a los que teníamos más ganas, sobre todo después de que justo hace un año y en el mismo emplazamiento nos dejara con la miel en los labios a causa de una inoportuna lesión en la pierna que lo ha mantenido fuera de los escenarios hasta hace poco. Pájaro es un grande del rock español, y debería saberse en todas partes. Impecable y sencillamente perfecto.
Como casi también fue, y lo decimos por la austeridad instrumental y lo ajustado del repertorio, lo de Steve Wynn en la sala Mucho Teatro. Lastrada por el tradicional retraso en sus actuaciones, este recinto albergó una vez más algunos de los nombres clave del fin de semana. En esta ocasión la visitaba un músico clave en el rock americano de los ochenta, miembro fundador de The Dream Syndicate y responsable de otros proyectos en los que su huella quedó más que patente. Ahí están The Miracle Three o The Dragon Bridge Orchestra entre otros, que hablan bien a las claras de su capacidad camaleónica para cubrir amplias distancias musicales sin que sus títulos se resientan. Asiduo de nuestro país y apoyo recurrente de bandas como Australian Blonde, viajó para asociarse por una noche con su amigo Paco Loco (quince años atrás este produciría Momento, el mágico encuentro con los asturianos) y rememorar el fantástico The Days of Wine and Roses que hiciera grande a su primer grupo. Así, con tan solo dos guitarras y su figura en primer plano, recordó por qué debiera ser cabeza de cartel, o casi, un compositor que parió piezas tan memorables como «When you smile» o «Halloween» y que guarda en su corazón el tesoro de una Velvet Underground que quién sabe cómo habría sonado en sus expertas manos.
En una especialísima versión de «Too little, too late» con Muni Camón de nuevo dando puntuales muestras de amor a la música, en esta ocasión con una caja de batería que apuntalaba el tema más de lo que parecía, se resume otro concierto esencial de esta edición. Aún quedaba la jornada dominical, y ahí también habría tela que cortar. Mucha y variada. Pasen página y descubran cómo nos hicimos un traje de canciones a medida.
Domingo 11
Sin esperar a que la hora del vermut despertara poco a poco al somnoliento personal nos dimos el primer garbeo por la Plaza del Castillo para comprobar de primera mano si esos juglarescos músicos que inauguraban los conciertos para adultos del domingo (previamente se concedió espacio a los más pequeños del lugar con un show de Baby Radio, la emisora local que amansa a las fieras los fines de semana) eran tan buenos como parecían ser por las escuchas previas que les habíamos dedicado. Y en efecto, Club del Río reciclan la tradición folclórica de los primeros años del siglo en melodías arregladas al gusto de la tendencia hippy de los setenta. Eso se come, para quien precise explicaciones más claras, en plato hondo y con cubiertos de madera que guardan el sabor de siglos en un tarro moderno y muy decorativo. Un intento digno de agradecimiento y un disco homónimo que traducen en vehementes tomas en directo de «Es natural», «Como forma de vida» y otros tramos de selvática puesta al día de un sonido ciertamente único entre los mostrados en todo el fin de semana.
Bueno, salvando las distancias (cortas) con Young Forest, otros que matarían por dejarse barbas eternas y dormir a su descendencia al calor del fuego y las guitarras en mitad del bosque, valga el nombre con que se bautizaron artísticamente. En menos de una hora son capaces de invocar a los fantasmas silvestres que todos llevamos dentro sin que lo sepamos. A caballo entre Sevilla y Madrid, el dúo parece obcecado en retirarse a su «Old red farm» y cantar nuevas nanas a lo Avett Brothers con un banjo y una mandolina como único colchón. Eso es tirarse a la piscina con muy poco y salir calado hasta los huesos.
El último paseo por el escenario central nos devolvió a la realidad respecto a las expectativas personales depositadas en los mexicanos Carmen Costa. Saben elegir colaboradores y entregarse en vivo para que lo suyo parezca más de lo que en verdad es, pero eso no disfraza la ligereza de sus temas. «Esmériles» y «43» esconden esquemas levemente psicodélicos en estructuras pop de una ligereza que no suscitó alta motivación. Demasiado desconocidos y pasados de rosca (solo había que prestar atención al look de su exótico bajista), la apuesta latina no subió demasiado el listón por esta vez.
Tampoco formará parte de la historia del festival el paso por la terraza del Bar Santa María de los emergentes Delbosque, otro capítulo probablemente fallido de noise trillado y noventero (algo más tendente a la melodía, eso sí) que congregó a más «monetes» de lo que esperaban en un acelerado bolo en el que ni ellos ni los temas de su EP sonaron como deberían, al menos para que no nos hagamos una idea equivocada de la probable evolución -que visto lo visto, es más que dudosa- de un sonido mil veces escuchado y títulos que guiñan a algunos de sus ídolos evidentes, como «La movida cósmica de Antonio Arias». Originalidad que no falte.
Nada que ver con todo lo anterior tienen los murcianos Octubre, que se anclan en su segundo trabajo al aire «retro» de sus composiciones sin salirse de los márgenes establecidos por bandas míticas como Brincos o Los Ángeles, a los que versionan con desparpajo y sincera admiración. Si no fuera porque muestran demasiado a las claras de dónde vienen y hacia dónde van, serían sin duda de las bandas más valiosas de las escuchadas este año, porque la valía como músicos la tienen, además de un disquito muy apañado titulado Todo Se Lo Lleva El Viento, que desmenuzaron en un bolo más que discreto en la sala Milwaukee, donde los platos de la carta normalmente tiran de otros ingredientes más ásperos. Los metales que incorporan en «No sé qué hacer» le sientan realmente bien a un disco que viene producido por Juan Antonio Ross, un grande de la escena local. Como bien dicen en uno de sus mejores temas, «Nada es imposible», y ojalá que se sobrepongan a los vaivenes que seguro tendrán que afrontar en el inmediato futuro.
En La Chicha Ye-yé, un garito tan encantador como mínimo en espacio, conocimos a otro trío madrileño llamado Betamotion que bebe de un insospechado río negro en unas canciones que prometen tener un largo recorrido. Believe Me, This Is Music es un trabajo de gran y trabajada factura que tiene en «Come close» uno de sus puntos álgidos. No fue el mejor lugar para contactar con su música ni el mejor público, más preocupado por las copas y la compañía de media tarde que por disfrutar de verdad de un grupo ciertamente diferente.
Los que les sucedieron en el mismo escenario ya son unos viejos conocidos de algunos festivales. Pájaro Jack, granadinos ya curtidos en estos menesteres, son presentados como un cruce imposible entre Grizzly Bear y Paul Simon, una definición que igual les molesta (o no) pero que resulta a todas luces insuficiente para describir la música encerrada en su última entrega Vuelve El Bien. Como buenos y humildes invitados, su presencia no se hizo notar en el grueso de actuaciones que poblaban la ciudad la tarde del domingo, pero debería.
Más abajo, en la oscuridad de la sala Gold (los fotógrafos siguen siendo los grandes perjudicados de la poca imaginación en el juego de luces de algunas salas, o el escaso presupuesto), empezaban a dar el callo los mallorquines Los Bélmez, otros obreros de la facción reivindicativa del punk que recogen a ratos el testigo de Los Nikis y lanzan duras proclamas vestidas de intrascendencia en pelotazos como «Nuevas generaciones», que ya nos gustaría saber hasta dónde podría sonar si lo escuchara algún capitoste del actual partido en el poder. No se cortan ni un pelo, pese a que en su sucesión de temas no se encuentra algo realmente sólido a lo que agarrarse más allá del citado brillo puntual.
Y llegó el otro momentazo del festival. Si el día anterior había sido Pájaro el que había exprimido el sonido del teatro, ahora le tocaba hacer lo propio, a su estilo y con su desbordante arte, al señor Francisco Contreras. No es un cantaor al uso, ni siquiera lo que hace se puede calificar como algo parecido al flamenco, sino que es mucho más de lo que cualquiera que escuche su disco Voces del Extremo como la penúltima marcianada del sello independiente de turno pudiese llegar a imaginar. Niño de Elche pone la voz y prácticamente el voto a una serie de autores marginales, poetas que nunca ocuparán portadas de revistas literarias ni serán carne de programas presentados por el execrable Sánchez Dragó y que hablan en profundidad de todas y cada una de las cosas que nos preocupan como miembros de una sociedad corrompida y alienada. Sin ánimo de aleccionar, este artista desbordante recita en directo los versos que le conmueven rodeado de las guitarras efectistas de Raúl Cantizano y las programaciones y bajos de Darío del Moral (de la escuela sevillana de Pony Bravo) en una actuación que podría calificarse de auténtico recital más que de concierto al uso. Cómo juega con su garganta, cómo suda y se sube la camiseta, cómo hace al público cómplice directo de sus reivindicaciones, cómo gesticula y mueve las caderas… Te deja sin palabras y piensas que jamás creiste que era posible hermanar a Einstürzende Neubauten con Enrique Morente o a Scott Walker con Atahualpa Yupanqui. Siente, más que canta, las estrofas de «Nadie», «Miénteme», «El comunista» o la postrera, por el bis, «Costa Rica», pero impresiona oírlo gritar una oración sin nombre ni letra marcada por un «Canción de corro de niño palestino» y despedirse con una frase unánimemente coreada: «Que os follen». Absolutamente brutal y posiblemente el mejor concierto del festival, aunque solo sea por haber asistido al nacimiento definitivo de un artista total.
Tras la impresión, solo nos quedaba efectuar una última redada por el escenario de Mucho Teatro. Allí, un solitario Julio de la Rosa procedía a comenzar su habitual ceremonia de paranoia y desenfreno controlado. Es su actual encarnación, más mesiánico que nunca, casi fundido con su guitarra eléctrica y metiendo con calzador capas y capas de loops a sus Pequeños Trastornos Sin Importancia, solo comprendidos por los que lo han hecho desde el principio y acompañados por los gorjeos de Helena Goch en algún que otro momento. Nada nuevo bajo la bóveda de una sala preciosa, o al menos nada que no sospecháramos antes de entrar.
Y llegó el fin de fiesta, al menos para nosotros. Lo puso un roquero como los de antes, de los que salen al escenario -si pueden- con un pitillo colgando del labio superior y una gastada chupa de cuero sin importar la climatología de la época en la que se celebre el bolo en cuestión. Se llama Chencho Fernández y ha grabado Dadá Estuvo Aquí uno de los grandes discos de rock en castellano en el último año, por lo que anda presentándolo con cada vez más adeptos en el foro, y bien que se lo está ganando. Desde su Sevilla natal lleva lustros dando el callo y ya era hora de que la fortuna le sonriera y tuviera un gran entorno para que él y sus músicos pudieran campar a sus anchas en un evento de estas características. El chico destila elegancia y chulería perfectamente equilibradas y sus músicos se acercan al power pop con la misma facilidad que al jazz suave o al rock clásico. Transmiten emoción a raudales «El rayo está a punto de caer», «Muchacha rural» o «La estación del Prado», y la cosa promete próximos episodios igual de apasionantes, a tenor de los apuntes que dio sobre trabajos venideros.
No fue, como era de esperar, una mala experiencia este Monkey Week en su séptima edición. La cantidad de artistas que se solapan, repiten y tocan por sorpresa en cualquier rincón de la ciudad es tan ingente que resulta un placer a la par que una lástima pasarse dos días basculando entre los diversos emplazamientos para dar buena cuenta de todo lo que se pueda sin pasarse ni quedarse corto. Como decíamos al final de la crónica del primer día, este fue el traje elegido para asistir a la fiesta. Para la próxima prometemos cambiar colores, corte y estilo, pero manteniendo la esencia y las intenciones, que es lo que ni los asistentes ni los profesionales ni los artistas ni el público debemos perder nunca.