Sigur Rós – La Riviera (Madrid)

Para muchos Sigur Rós transciende más allá de su sonido. No es música, es una emoción de arraigo eterno, casi una justificación de la propia existencia una vez forma parte inexcusable y necesaria de tu vida. Su directo, qué decir, una comunión única con algo que no alcanzas a explicar con palabras, pero que podrías dibujar a través de los impulsos que genera dentro, donde muy pocas cosas y seres llegan. Los que no forman parte de ello jamás lo entenderán, y me resulta totalmente indiferente, a mí, por ejemplo, no me ocurre esto con Manos de topo y entiendo que a otros les suceda.

La Riviera sabíamos de antemano que no era un entorno adecuado para desplegar este abanico de sensaciones, ni mucho menos, pero de sobra sabíamos igualmente que Sigur Rós estarían por encima de las circunstancias. Y así fue; quizá el sonido y la sala, a diferencia de cuando se les disfruta en recintos abiertos o en un teatro, hizo bajar el escalón de experiencia extraterrena a grandioso concierto de emotividad extrema. No pasa nada.

El inicio fue clavado al de su alucinante exhibición en el pasado FIB, dos temas encadenados de Ágaetis Byrjun: “Svefn-g-englar” y “Ný batterí”, extraordinario recibimiento para una audiencia que mostró adoración y respeto reverencial. La primera sorpresa fue la inclusión de “Fljótavík”, joyita a descubrir entre tanta maravilla que alberga -transcurrido el tiempo podemos afirmarlo sin miedo a errar- su enésima y última obra maestra Með suð í eyrum við spilum endalaust. El efecto de las notas de piano deslizadas sobre la proyección en pantalla de un firmamento de estrellas fugaces encogió el corazón. Ese fue junto a “Festival”, donde las lágrimas afloraron en el que escribe (esta vez se hicieron más de rogar, el surco de la vida debe ser) los momentos imborrables de la velada.

La segunda sorpresa no gustó tanto. Rarísimo se me hizo que obviaran ya por entonces “Glósóli”, y las sospechas se hicieron realidad: habían venido los cuatro solos, sin las entrañables Amiina a las cuerdas y sin su banda de viento. Pese a ello, si bien es cierto que en temas como “Hoppípolla” o “Inní mér syngur vitleysingur” se notó bastante la ausencia, la intensidad rockista de interpretaciones como la del sexto corte de ( ) y la de “Hafsol” con – ¡inédito! – rotura de arco de violín incluida con posterior ofrenda al público, se demostró que Sigur Rós son una sólida formación en vivo sea cual sea su formato.

La recta final, igualmente fantástica, pasó de la celebración expansiva antes del bis de “Gobbledigook” entre confetis volando, palmas y tambores, a la introspección epitelial de “All alright” y a ese viaje final de pasión y muerte in crescendo a las oquedades del alma que es el cierre de ( ).

Por muchas veces, ángeles sin alas.

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