Sonisphere 2012. Asistimos al festival más contundente de la primavera
Intro
Dos acontecimientos fundamentales marcaban en lo musical el Sonisphere de este año: por un lado, la reunión de Soundgarden tras la necesaria vuelta al redil del descarriado Chirs Cornell y, por otro, la resurrección en la que viven inmersos Metallica, ganada palmo a palmo tras el desastre total de St. Anger (03) y la catarsis fílmica que acompañó su gestación, Some kind of monster.
Por tanto, los alicientes principales radicaban en ver el estado de forma en el que andan Soundgarden tras los positivos augurios percibidos desde ese regreso fantástico en el Lollapalooza 2010.
El otro, era el repaso exhaustivo a una obra referencial del metal contemporáneo como es el Black Album (91) de Metallica, tocado de cabo a rabo más algunas canciones que redondearían su actuación.
A esto habría que añadir un equilibrado cartel que reunía clásicos imperecederos como Slayer, poderosas realidades con mucho futuro por delante como Mastodon y una mezcla inteligente entre propuestas populistas de trazo grueso como Evanescence o The Offspring y platos delicatessen para sibaritas como Gojira o Clutch.
A nivel de organización, destacar que el festival se trasladó al Auditorio John Lennon, donde tuvo lugar el mítico Getafe Electric Weekend de hace cuatro años, para evitar anteriores estragos de polvo y arena vividos en el Getafe Open Air, mejorando, además, la ubicación del mismo haciéndola más accesible y cercana a medios de transporte público.
Viernes 25
El primer día de festival estuvo mucho menos saturado que el siguiente donde la histeria colectiva que acompaña a Metallica desde siempre y el militarismo fiel de Slayer hincharon sobre manera la audiencia.
Este primer día tenía un descarado olor 90’s. En cabeza, una banda fundamental para entender esa década como Soundgarden: indiscutiblemente la mejor agrupación de músicos de la época. Talento, tensión, emoción, inquietud, desarraigo, inquietud…pocos grupos de rock tiene la capacidad de sacudir tu interior y dejarte tan absolutamente extenuado tras experimentar auditivamente las barbaridades sónicas erigidas por estos cuatro genios antaño.
Y ya, a bastantes metros de distancia, las rememoraciones adolescentes de los himnos de The Offspring, las de aquellas noches locas de pogos nu-metaleros a ritmo de bandas como Limb Bizkit y también el culto a bandas legendarias que en vida no obtuvieron el reconocimiento que merecieron como Kyuss.
En torno a los factores externos, decir que la temperatura del ambiente era perfecta, sólo corría un molesto aire que el segundo día se acrecentaría mínimamente, pero, en definitiva, las condiciones climatológicas fueron impecables para disfrutar de grandes descargas de decibelios.
La primera cita del día la teníamos con Corrosion of Conformity que publicaron este año sin Pepper Keenan, entregado en cuerpo y alma a Down, un álbum homónimo irregular. Su directo, con la falta del carismático vocalista/guitarra, fue correcto, pero con la sensación de que algo no terminaba de encandilar.
Tiempo para acercarse a un segundo escenario donde el sonido brilló especialmente durante todo el festival, siendo nítido y compacto. Me bastó para escuchar con ciertas reservas la épica dinosáurica de los canadienses Kobra & The Lotus, donde la guapa –y bajita–vocalista Brittany Paige actuó buena parte del concierto subida en un cajón de sonido para equiparar su altura al resto de integrantes.Heavy metal machine.
El escenario principal estaba ya nutridamente lleno de para presenciar a Limp Bizkit, banda referencial de un nu-metal que tanto degeneró tras las primeras obras maestras publicadas por Korn y Deftones, aún hoy inapelables.
Pasmoso me dejó lo acartonado y rancio que llegaba a sonar su música a día de hoy. Inevitablemente su sonido había envejecido muy mal. Quizá nosotros también.
Me piré como un rayo a la primera gran cita del Sonisphere. Escenario segundo en primera fila para disfrutar del desierto y los coyotes escuálidos soltando dentelladas al aire. La leyenda, Kyuss; la realidad Kyuss Lives! una reunión a medias con importantes bajas entre las que destaca la de Josh Homme y, ahora, también la de Nick Oliveri al cual sí disfrutamos en el pasado Azkena.
Un encandilado y risueño John García, junto a Brant Bjork a la batería, son los dos únicos miembros originales que aguantan en la reunión. Pero con la que está cayendo con esto de los comeback, me bastaba; más con un repertorio tan apabullante, capaz de tirarte de culo y dejarte extenuado.
Los dioses de lo que luego ha sido llamado stoner y que el propio Josh Homme hirió de muerte con sus inteligentes dobleces y piruetas al frente de Queens of the stone age, reinaron desde el minuto uno entre un audiencia entregada al pogo sano, cantar en comunión esos himnos y crear una pequeña olla a presión, donde el viento y la atmósfera nos embriagó de lisergia y adrenalina.
Los temas de su tres obras maestras, exceptuando el también reivindicable Wretch (91), se sucedieron fluyendo naturales, con momentos especialmente intensos y celebrados como “Gardenia”, “Thumb” o “Green machine”.
Antes del pildorazo final con “100º”, los desarrollos de “Freedom run” y los tirones de guitarra de “El rodeo” nos dejaron maravillados y ávidos de muchos más minutos, mientras, sin éxito, pedíamos un bis a gritos.
Con The Offspring, pensaba rememorar los himnos que tanto tararee de Smash (94), pero la verdad es que la falta de intensidad, parones, y la aparente impresión de que ni ellos mismos se creían su aparente actitud punk con gesto cansino y apagado, lo impidió.
No pienso que, aparte de ser un ejercicio de nostalgia fallido, a alguien le interesen musicalmente en 2012 una banda como ellos, la verdad, pero es cierto que alguna gente quizá desprejuiciada o quizá acostumbrada a los conciertos de las ferias de su barrio o de su pueblo disfrutaran con ellos, porque, la verdad, en esa liga, gozarían de un lugar destacado.
Aún así, temas potentes como “Bad habit”, himnos de mi pubertad como “Come out and play” o melodías acertadas como las de “Walla walla” o “Have you ever” me hicieron disfrutar de pequeños fogonazos.
Sacrifiqué por completo a Paradise Lost que este año habían publicado el compacto Tragic Idol (12) por acercarme junto a mis fieles lo más posible al verdadero motivo de asistir este día: Soundgarden.
Mucho entusiasmo y ganas que se chocaron con la puta valla de los cojones del black circle. Una nueva estratagema comercial para cobrar más por estar a escasos metros de tus ídolos en sus conciertos, y que, encima, en este primer día ni se llenó y, finalmente, fueron permitiendo pasar a gente que ni tenía la pulsera que lo permitía. Además, de los que había, la mayoría, imagínense, eran los típicos fans pelmazos de Metallica que se las trae al pairo los de Seattle, mientras que muchísimos amantes de Soundgarden nos teníamos que contentar a unos diez metros para ver a una banda referencial en nuestras vidas mientras jurábamos en hebreo.
Y allí se levantó imponente la tela con el imagotipo de BadMotorFinger (91), la obra musical más descomunalmente poderosa labrada por las manos humanas, y allí comenzó a sonar la intro de “Searching with my good eye closed”; y mientras los animales bramaban en su lengua, aplaudíamos extasiados la salida de estos cuatro jodidos genios.
Es un milagro que, tras la abducción extra-terrestre sufrida por Chris Cornell durante estos últimos años, lo tengamos de nuevo aquí, con la sensación de que el resto de miembros le debieron clavar el escroto a una silla una tarde y decirle muy clarito quién era y qué se esperaba de esta voz tocada por el mismísimo diablo.
Comienza a sonar ya el tema propiamente tocado y lo primero que apreciamos es un sonido lamentable, donde las guitarras están sepultadas por completo y sólo escuchamos una batería omnipresente y unos hilillos de voz y bajo. Imposible disfrutar.
Arranca esa barbaridad rítmica que es “Spoonman” y los problemas de sonido persisten, aunque ya comenzamos a dislocarnos ante el bullir sanguíneo aplastándonos los parietales desde abajo y nos zarandeamos.
Y es entonces cuando los primeros envites de algo sobre lo cual no existe definición léxica irrumpe: “Jesus Christ Pose”, y es cuando nos damos cuenta de que Matt Cameron no puede ser humano, un batería por encima de cualquier clasificación, que actualmente opera a un 15% como máximo en Pearl Jam.
A pesar del despliegue del tema, sólo él junto a los cimbreos enfermizos al bajo del carismático Ben Shepherd resaltan.
Menos mal que en este punto el sonido mejora notablemente y ya podemos asistir a las asperezas guitarrísticas del gran Kim Thayil y los aullidos y fuerces de voz de Chris Cornell. Bien es cierto que le va la vida en los excesos de ciertos temas, pero a ver quién tiene cojones a decir que en “Outshined” o en el apoteósico final con “Slaves and bulldozers” este hombre no convirtió su voz en un arma de destrucción masiva.
Sin ningún problema asistimos desde entonces ante un despliegue de carácter y fortísima personalidad, a años luz de lo visto ese día.
Quizá no era el mejor territorio para demostrar tanta virtud, ya que, siendo un grupo con mucho metal en sus venas, es muchísimo mas que eso: es la versatilidad de temas como “Blow up the outside World”, de barbaridades cafres como el rescate de “Gun”, de riffs superiores en clase como los de “My wave” -otro tema que convenció inapelablemente-, de temas que llevan al paroxismo los estándares del género al que rinde pleitesía el festival como “Rusty Cage” o de malsanas muestras de agonía como “Fell on black days”.
Los die-fans esperábamos sorpresas, yo que sé: un “Mailman” o un “Face pollution”, o ,al menos un “Let me drown” o un “Superunknown” que vienen tocando, pero sabíamos que en ochenta escasos minutos no habría tiempo para ellas; sí para otros temas pretéritos, asilvestrados y salvajes como “Ugly truth” y, por desgracia, a temeridades como “Live to rise” de Los Vengadores, que, por lo menos, sonó más afilada que en el absurdo film.
En una nube de ruido y tenso agradecimiento los legendarios llaneros de la cuna del grunge abandonaron un escenario por el que parecía que nada hubiera pasado después, sin darse cuenta de que habían permitido enchufar una vez más a la pasión por la música el alma de tanto seguidor congregado allí esa noche.
Poco quedaba por hacer allí tras lo vivido mientras me enfundaba mi sudadera de Smashing pumpkins, pero me resistí a retirarme ante lo recomendable que ha sido reconciliarme este año con Orange Goblin a través de la publicación de An Eulogy for the damned(12).
Su stoner metalizado, a pesar de contar con el handicap de lo ratonera que me parece en directo la voz de Ben Ward, se disfrutó bastante terminado la tormenta sónica por todo lo alto con “Red tide rising”.
En el escenario grande, mientras, Machine Head continuaban empeñados en ser el grupo más duro del planeta mientras cerraban prácticamente a cal y canto las puertas a su pasado centrados en su discretísima obra reciente.
Sábado 26
Los fans estrictos de Metallica son un coñazo. Están en ese grupo donde caben los de U2, los de Héroes del Silencio o los de Los Planetas. Así que, mientras el sábado iba andando hacia la entrada al recinto, comprobaba como dichos fans poblaban las inmediaciones de forma latente: camisetas negras de la banda en barbilampiños de vaqueros rajados o bien pecho descubierto, pelo generoso en la espalda y sombrero de paja. Estos son dos de los estilismos más propios de los seguidores. Poco sabía por aquel entonces que Metallica me iban a patear el culo de forma considerable.
No faltaban también los maleantes de aspecto paramilitar integrantes encorajinados de Slayer, más virulentos y hoscos, coloreando del todo la fauna de este segundo día.
Prisa por llegar a una de las citas ineludibles: Mastodon. Tras los estertores de las aves de rapiña de Sister, irrumpió toda una realidad del metal más adictivo y adaptado a los tiempos. Su último disco, The Hunter (11), me parece una maravilla, concretizando su propuesta con temas eficaces que enganchan terriblemente.
Lástima del sonido, débil y desdibujado. El mito de que el día en que toca Metallica ni Cristo suena bien en el escenario donde lo hagan, adquirió aquí categoría de verdad manifiesta. Aún así, temas como “Octopus has no friends”, el escupitinajo matador de “Blasteroid” o “All the heavy lifting” hicieron corear a los fans congregados bien alto estos himnos.
Una banda buenísima que dejó para el final la ortodoxa “Blood and thunder” constatando que el metal enriquecido, valiente y creativo, tiene mucho futuro por delante. Grandes.
Pasé de puntillas por la histeria colectiva que genera entre los más jóvenes Children of Bodom y la operística heavy para jugadores de rol e informáticos varios de Nightwish, que escuchaba de fondo mirando camisetas por los puestos de merchandising.
Era tiempo de observar el espectáculo que en directo montarían Ghost. Pastora Soler y el resto de participantes en Eurovisión aquel día, a buen seguro que no habrían tenido nada que hacer frente a ellos: sus ropajes blancos de monjes enmascarados y las pintas que lucía su vocalista, vestido de Papa con la cara maquillada de esqueleto, les auguraba entertaiment del bueno, botafumeiro en mano incluido.
Este shock visual, basado en una propuesta metálica con dosis de psicodelia y ramalazos progresivos, teclado incluido, no acabé de saborearla bajo un sol de justicia.
Quizá totalmente fumado y con Kurt Cobain viéndolo a mi lado, hubiera entrado en esas atmósferas, pero así, pese a lo limpio del sonido, lo que más me apeteció fue apretarme con mis colegas un mini de cerveza y tirar al escenario principal para ver los machetazos de Slayer.
La experiencia Slayer en directo, la primera vez que la vives, te deja noqueado: es tal la velocidad y pericia de estos cafres, que por poco que te gusten, te impresiona y deja clavado en el sitio.
Habiéndoles visto ya varias veces, no deja de ser para mí algo aburrido el ritual, más si lo hago al lado de tres chiquitos que parecían escapados de la discoteca Radikal con camisa de cuadritos y que todo el rato se decían entre ellos con voz algo gangosa: “¿ves, tío? ¿Dan caña o no dan caña?”. Arriba el gallinero. Máquina total.
No obstante, el giro vertiginoso hacia el final con “Raining blood” y “Angel of death”, me volvió a impresionar.
Justo antes, las pantallas de información habían dado la mejor noticia del día: el concierto de Fear Factory iba a ser trasladado del escenario principal al secundario y tocarían después de Clutch.
Gran noticia para mí, puesto que, sobre el papel, ambas bandas coincidirían a la misma hora en escenarios distintos y eran con diferencia las que más ganas tenía por ver a priori. Supongo que todo el tinglado de preparar el show de Metallica y los consiguientes retrasos que podrían preverse, tendrían algo que ver.
Lo de Metallica fue otra liga. Quizá sus fans más recalcitrantes ya estaban acostumbrados a su despliegue en vivo, pero yo, que no los veía desde la gira de La Peineta con Load (96), junto a Soundgarden y Corrosion of Conformity por cierto, no me esperaba un despliegue tan magistral.
Para empezar, desde 70 metros se escuchaba el concierto como si estuvieran a un palmo de ti, absolutamente brutal la nitidez y la potencia del sonido. Como dijo un amigo, esta gente parecía que había pagado a los demás grupos para que tocaran peor, porque, seamos claros, la demostración que dieron desde las tablas fue demoledora y concluyente: los reyes absolutos del metal, de ahora y de siempre, la constatación de una leyenda, no sólo ya para los ínclitos seguidores, sino para cualquiera allí congregado.
Si en el día anterior Soundgarden apabullaban, bien es cierto que el esfuerzo que requerían sus miembros para hacerlo, especialmente Chirs Cornell, parecía dejarles al borde de la extenuación. Sin embargo, la noche del sábado, los cuatro jinetes tocaban sobrados, sin casi esfuerzo, certeros, con entusiasmo y vitalidad absolutamente increíbles para estar dotando cuerpos que llevan más de 30 años vaciándose en un escenario.
Desde la ya famosa intro sonora de El bueno, el feo y el malo, acompañada para la ocasión de planos del film de Sergio Leone, el ambiente era envolvente y digno de las grandes ocasiones. Esto sí que es hacer rock de estadio a lo grande, sin causar vergüenza como Foo Fighters, dosificando palabras, jaleos e interacciones y con un pleno dominio del espacio y los tiempos.
Pantallas gigantes, pasarelas por encima del escenario, pirotecnia…todo en su sitio y en su dosis adecuada y, por encima de todo ello, unos tipos incombustibles por los que nadie hubiera dado un duro hace diez años. Cómo son las cosas: un James Hetfieldrecuperado, juvenil, líder absoluto llevando los temas donde quería, un Kirk Hammett que parecía haber recuperado veinte años, tocando certero, rápido, elegante, técnico…; un Robert Trujillo discreto y enérgico, sabiendo el lugar que ocupa sin resultar, ni invasivo, ni intrascendente, y un Lars Ulrich al que le gusta siempre destacar, pero que sigue pegando como un monstruo la batería.
Y sabíamos que tocarían esa obra maestra del metal contemporáneo que es el Black Album (91), pero lo que sabíamos igualmente es que vendría acompañado de sorpresa, de una colección de temas inmortales que nos dejaría maravillados.
El inicio con “Hit the lights”, un demoledor “Master of Puppets” y un concluyente “The shortest straw” fue de un poder indescriptible; posteriormente “For whom the bells tolls” fue un himno coreado por miles de almas. Discreta la canción posterior de la era Death Magnetic (08), único mini bajón, para después ya encauzar la ejecución de su álbum homónimo.
Tocaron las canciones en orden inverso modulando inteligentemente la intensidad, la emoción y la abrasión. Unas adecuadas proyecciones a veces complementaban fenomenalmente los temas, como las elegidas para “The god that failed”.
Personalmente, cuando más vibre fue con el encadenado de “Through the never” y “Don’t tread on me”, de alto octanaje en decibelios. Pero es que es imposible quedarse sólo con un fragmento, el tono unificador e indivisible hacían de esta experiencia una de las más cohesionadas e imborrables en mi ya dilatada memoria musical, más acrecentada aún por lo inesperada que me resultó.
Tras el éxtasis final de la épica emocionantísima de “Sad but true”, mi tema preferido del Black Album, y el entusiasmo contagioso y merecido que supuso el colofón al repaso de la obra con “Enter sandman”, aún quedarían más balas en la recámara.
Y no fueron otras que un bis trufado de maravillas, de talento que fluía como maná en manos de una banda que goza de un estado de forma casi, casi celestial; uno sigue sin entender la catarsis que ha provocado que esta banda vuelva a brillar con un aura tan envolvente e indiscutible.
Qué decir de una concatenación que incluye “Battery”, “One” y “Seek and destroy”… no quedaba otra que rendirse a la evidencia de que Metallica se habían llevado por delante a todas las bandas que habían pisado Getafe de un plumazo; un plumazo que se alargó en el tiempo por más de dos horas que ningún alma que asistiera al despliegue olvidará en mucho tiempo. Colosal, una de las ejecuciones interpretativas más alucinantes que puedan verse nunca.
Y sabiendo que el festival había merecido más que la pena, dejábamos aparcado ya el escenario principal, spidermanes y jamonas mediante (Evanescence), para disfrutar de un jugoso fin de fiesta en el bendito escenario pequeño.
Para empezar, el arrebato de energía despiadado de Gojira. Tralla extrema que convenció sin miramientos y con serenidad aplastante. Intensidad y técnica se daban la mano en el desarrollo que llevaron a cabo los franceses.
Posteriormente, la propuesta más festiva, sureña y alejada del metal fundamentalista: Clutch, toda una fiesta donde bailamos alentados por el carisma sin límite del bueno de Neil Fallon hasta llegar a la celebrada “Electric worry”, brochede oro que nos dejaba ya sobre las cuatro de la mañana preparados para el Apocalipsis tecnológico de Fear Factory.
La fábrica del miedo son una de mis bandas predilectas de metal. Sus estribillos de épica post-apocalíptica me llegan muchísimo y siempre recurro a ellos para recorrerme la absurda urbe gris madrileña esperando que su moral bajuna y su despiadado ritmo de vida acabe por sepultarla.
Burton C. Bell y un inmenso, en todos los sentidos, Dino Cazares a la guitarra fueron los artífices de organizar un pogo que poco a poco fue haciendo una criba selectiva al ritmo de pepinazos míticos como “Shock”, “Edgecrusher” o “Smasher / Devourer”.
Hubo hasta tiempo, dentro de los escaso 45 minutos de actuación de rescatar animaladas de Soul of a new machine (92) como “Martyr”, comprobar lo mucho bueno que tiene su reciente trabajo Mechanize (11) con “Powershifter” y “Fear Campaign”, y cómo no, terminar rendidos y agotados de placer tras vaciarnos con tres temas de su obra maestra Demanufacture (95), tocados seguidos sin piedad alguna: “Demanufacture”, “Self bias resistor” y “Replica”.
Y esta triada final nos sacó del recinto con la certeza absoluta de que la música y su celebración colectiva son el ritual ancestral más bello y emocionante que ha construido el ser humano.