Especial The Joshua Tree de U2: 35 años en el desierto

Casualidades de la vida: un día alguien te pregunta por tus discos de cabecera, por tus álbumes favoritos de siempre, al menos los que tienes más a mano y no dejas de escuchar nunca, por mucho bombardeo que padezcas al encender la radio o la televisión (digo encender porque normalmente apetece enmudecerla), y en ese momento piensas que necesitas volver a casa cuanto antes y refugiarte de nuevo entre sus surcos, apagar las luces y dejarte llevar por la magia que hace tanto tiempo abrió una brecha en tu cabeza por la que desde entonces se han colado multitud de sonidos, de intérpretes, de canciones, de recuerdos… Y la casualidad de esa conversación da paso a la efeméride, a la oportunidad de conmemorar el momento en que vio la luz esa joya que todavía luce en todo su esplendor, y entonces compruebas que guardas mucha bisutería y que algún día tendrás que hacer una selección en la que ya vas anotando algunos nombres. Consecuencias de no disponer de todo el espacio necesario.

Por eso, porque tampoco aquí sería justo dejar de hablar de las cosas que importan, es necesario ir paso a paso, intentando condensar, resumir y asumir las consecuencias de haber escuchado en el momento adecuado una obra de las dimensiones de la reseñada a continuación, capaz de vender 25 millones de copias (300.000 de ellas sólo en dos días) hasta el momento de redactar estas líneas, ganar un Grammy al mejor disco del año, llegar al número uno en 20 países y mantenerse como uno de los mayores best-sellers de la década varios años después de que ocupara la portada de la prestigiosa Time. El disco que situó a Irlanda en el mapa de las huertas más fértiles del rock de finales del extinto y ya parece que lejano siglo XX: The Joshua Tree.

Los U2 de mediados de los ochenta huían del matiz intelectualizado de otras bandas de su generación, y el modo de hacerlo era dejar a un lado las proclamas nacionalistas que habían prodigado en The Unforgettable Fire, su disco de 1984, y abrir su mensaje a la cultura de raíz americana desde una perspectiva menos amable que recogiera solo los aspectos fundamentales en la evolución musical que al otro lado del charco ya habían experimentado otros visionarios posteriormente encasillados, léase Van Morrison, los primeros Waterboys, Hothouse Flowers o Shane McGowan, este desde la reivindicación folclórica de los Pogues. La primera imagen, valga la expresión, que intentaron perfilar como emblema de esta nueva etapa es la que los sitúa en las fotos interiores del álbum en uno de los parajes más áridos de California, el inmenso Desert Valley, en cuyo corazón muestran su asombro ante la vastedad y recovecos del tremendo legado que pretenden descubrir, intrusos pero arrojados turistas de lujo en un viaje musical con billete momentáneamente de ida. Desde la portada, con el marco del mítico Zabriski Point a medio camino entre L. A. y Las Vegas como punto de inflexión, la cámara de Anton Corbijn, que desde entonces se convirtió poco menos que en su mecenas, supo captar esa localización más artística que geográfica en el extremo oriental del Valle de la Muerte. Su conexión con el gran continente venía fraguándose desde años atrás, cuando participaron en los seis conciertos del tour A Conspiracy Of Hope por todo Estados Unidos en 1986 y comenzaron su periplo benéfico, entendido como capacidad de convocar masas por una causa socialmente comprometida, algo que ya en el Self AID tuvieron ocasión de comprobar en territorio propio. Desde su debut en 1980 con aquel disco titulado Boy que mostraba a un niño entre desvalido y suplicante en la portada, casi repetida después con otra expresión en War (1983), sólo en el gigantesco Live Aid habían mostrado parte de la grandilocuencia que empezaría a caracterizarles años después.

 

En el desembarco americano de los irlandeses no sólo intervinieron factores musicales. A su escucha masiva de los clásicos de la Sun Records habría que sumar la disponibilidad para empaparse de los mejores aromas blues del delta que ya les habían inculcado sus amigos Keith Richards y Mick Jagger y asumir la herencia de Dylan y la conexión neoyorkina de Lou Reed, pero también la pasión con la que Bono leía a Norman Mailer, Henry Miller o William Faulkner, hasta entonces meros referentes de un paisaje cultural ajeno a sus horizontes. La implicación llegó a calar hasta el fondo lírico que comenzó a impregnar los manifiestos políticos y religiosos camuflados en unas canciones que se humedecían de folk atemporal, culminación del aprendizaje iniciado por el cantante en países como Nicaragua o Etiopía, a los que había viajado con su mujer en 1985, a la vez que participaba en proyectos como el ideado por el inquieto Steve Van Zandt contra el apartheid (participó en el tema “Sun city” para testimoniarlo). La vena gospel de “I still haven’t found what I’m looking for”, luego explotada en la versión en directo incluida en Rattle And Hum, es deudora evidente de ese primer proceso creativo que no haría sino expandirse al entrar al estudio en el otoño de 1986. Hasta el día en que el trabajo estuvo concluido y publicado, concretamente el 9 de marzo de 1987, ni la propia banda fue consciente de que estaban a punto de alimentar un volcán cuyo magma los engulliría tan solo una década después. Pero en aquel momento, el fuego se hacía más y más purificador.

Hasta llegar a la fecha de eclosión y posterior crecimiento de la onda expansiva que este disco desató, hubo un previo caldo de cultivo que empezó a cocinarse en casa del batería Larry Mullen Jr., en Dublín, dos años atrás. Allí, en el estudio que sirvió de primera base de operaciones para bosquejar los temas que entrarían finalmente en The Joshua Tree, apareció el ingeniero Mark Ellis dispuesto a aprovechar las facilidades que la tecnología del momento (mediados de los ochenta, una de las épocas en las que las grandes discográficas más cuidaban el sonido de sus producciones) brindaría a unas canciones que ya apuntaban alto en su primigenio estado de maqueta. Sin embargo, las ideas de los miembros del grupo eran bien diferentes: aquello tenía que sonar crudo, ambiental y empapado de la espontaneidad del ambiente, como si solo pudiera escucharse por una cara en el vinilo y cualquier pieza sobrante hiciera que toda la información contenida en aquellos cortes fuera contaminada y, en consecuencia, incomprendida. En una entrevista publicada en marzo de 1987, cuando el halo de grandeza de la grabación comenzaba a intuirse, Bono aseguraba que “muchas de las canciones fueron grabadas en el dormitorio de Larry o la sala de estar de Adam. Cuando las luces rojas se encienden, habitualmente no respondemos. Cuando solamente nos dejan “ser”, nos dejan hacer música a nuestra propia manera, algunas de las canciones son casi como demos. Tuvimos que luchar para hacerlas funcionar y había muchas canciones que dejamos de lado. Habrían podido ir en diversas direcciones, pero queríamos un álbum de una sola pieza, no una cara uno y una cara dos”. Para conseguir ese aura unificador, The Edge tuvo que experimentar con los límites de los pedales y distorsionar las notas de muchos acordes hasta llegar al denominado “infinite guitar”, un efecto que recordaba al sonido de un órgano que se convirtió en el símbolo de distinción principal del disco, unos riffs absolutamente logrados e inconfundibles que a partir de ese momento irían asociados a la figura del taciturno hombre del sombrero, pese a que ya había bocetos de los mismos en temas como “4th of July”, por ejemplo.

 

De las ínfulas mesiánicas de Bono que hoy padecemos (otros dirían “disfrutamos”), impulsadas desde el profundo sentido religioso inculcado desde su tierna infancia, empezaban a dejar constancia temas como “Mothers of the disappeared”, a la vez una letra que testificaba la inmersión del vocalista en la historia de Latinoamérica y en particular el conflicto emocional de las madres de la Plaza de Mayo, en plena actualidad en aquella época y justo en el momento en que los irlandeses empezaban a mostrar su faceta más reivindicativa, avivada por la conciencia de las continuas visitas de Bono a El Salvador para conocer de primera mano algunos testimonios y escribir los versos que leemos más abajo y otros como los de “Bullet the blue sky”, uno de los temas más poderosos del álbum que inicialmente pasó desapercibido. Había más muestras de ello, como el velado homenaje que quisieron dedicar a su ayudante fallecido, Greg Carroll, malogrado en un accidente de moto en Dublín un año atrás. Su desaparición fue especialmente significativa, pues el trabajo al que se consagraba aquel maorí, oriundo de Nueva Zelanda y que contribuyó a la organización de un concierto en Auckland en 1984, era literalmente el de “velar por Bono”, y es habitual que en sus esporádicas giras por Oceanía la banda interprete el tema “One tree hil”’ en su honor, aunque en sus versos también existan referencias al inmortal cantautor chileno Víctor Jara:

“Y en el mundo, un corazón oscurecido, una zona de fuego donde los poetas hablan del corazón y después son desangrados, Jara cantó su canción, un arma en las manos del amor. Se sabe que su sangre aún grita de la tierra, corre como un río, corre al mar, corre como río al mar”.

El último árbol que circundaba la colina del título fue talado en el año 2000, pero durante mucho tiempo sirvió de metáfora para que la voz de los desheredados fuese escuchada, como una especie de altavoz para los predicadores en el desierto que no fueran conscientes de que una torre volcánica apagaría su voz para siempre. Tal vez el tempo algo más acelerado de este tema respondiera a esa contradicción entre la necesidad de aislamiento y el ímpetu comunicativo que no siempre sería escuchado en la dirección correcta. La creatividad musical y los devaneos líricos a los que llegó la banda hicieron que la superproducción que en principio podría merendarse a unas canciones urgentes pero contenidas en sus formas se limitara a primar la calidad sobre la cantidad. En 2007, cuando se conmemoraban veinte años de la edición original del álbum, salieron a la luz algunas de las canciones que se quedaron durmiendo el sueño de los justos a la espera de que el tiempo les hiciera justicia. “The sweetest thing”, “Walk to the water”, “Luminous times (hold on to love)” o “Spanish eyes” (sus connotaciones hispanas hicieron que le tuviésemos especial aprecio a este descarte) aumentaron la perspectiva de una obra cuya gira de presentación también estuvo repleta de peculiaridades. Antes de hablar de algunas de ellas, una recomendación: el concierto del 4 de julio de 1987 en París, editado en DVD para acompañar la reedición, es un motivo extra para su adquisición.

 

De entrada, unos cuantos datos para impresionar: 109 fechas en diversos tramos y periplos por EEUU y Europa, arrancando en abril de 1987 y contabilizando más de tres millones de espectadores como cifra global a su término. Los grandes recintos, pabellones, estadios y espacios acondicionados para la muchedumbre empezaban a acoger a cuatro de sus nuevos profetas. El grueso de The Joshua Tree vertebraba las actuaciones, en las que debutaban flamantes himnos que prolongan su vigencia hasta nuestros días: “Where the streets have no name”, con un mítico videoclip grabado en el tejado de una licorería de Los Ángeles (¿homenaje no oficial al último concierto de los Beatles, cuando se subieron improvisadamente a la azotea de las oficinas de Apple, en el 3 de Savile Row, y montaron el caos en los alrededores?), se perfiló como uno de los momentos clave en cualquiera de sus comparecencias en directo. Sin embargo, una joya como “Red hill mining town”, que recordaba la huelga de mineros en el Reino Unido en 1985 y profundizaba en la inmersión social de la banda, quedó fuera del repertorio en vivo. También lo hizo en España, en la primera ocasión en que Madrid (el Santiago Bernabeu se quedó pequeño aquel 15 de julio de 1987) les abrió sus puertas, acompañados por UB40 y The Pretenders en una noche que aún hoy recuerdan con un brillo en los ojos algunos de los testigos que dejaron sus ahorros y sus gargantas en el empeño por ser cómplices de una trascendencia aún en proceso de aprendizaje.

Es curioso cómo unos músicos de tan inocentes intenciones iniciales (empezaron haciendo rudimentarias versiones punk-rock, con los Ramones como principal referencia) encontraron su norte en una pérdida de espontaneidad que les hizo tomar verdadera conciencia de sí mismos. En el giro definitivo –y afortunado- que supuso The Joshua Tree tuvo mucho que ver, pese a las continuas reticencias de The Edge, la producción bicéfala de Daniel Lanois y el imprescindible Brian Eno, para muchos el verdadero artífice de la nueva encarnación sonora de U2; y por otro lado la férrea voluntad del grupo por frenar momentáneamente un tren que podría haber descarrilado justo cuando empezaba a tomar velocidad. Si el mar en calma de Slane Castle había servido para que la grabación de The Unforgettable Fire fuese poco menos que un remanso de concordia, en esta ocasión eligieron las montañas de Georgia para la mudanza temporal en busca de los recursos básicos para la grabación. Una mesa de mezclas conectada a máquinas de cinta les servía de base para registrar los instrumentos que grababan en la sala adyacente, separada de las demás habitaciones por una pantalla de cristal con la que reemplazaron a las puertas originales. Lo que se podría entender como la construcción de un estudio de guardia, en pocas palabras. Cada una de las estancias estaba reservada a una determinada tarea: Bono escribía nuevas letras o terminaba de ajustar las ya escritas en la llamada “sala de relax”, una especie de biblioteca que Adam Clayton también utilizaba para desconectar a su tradicional manera etílica; el equipo de producción trabajaba en otra de las salas, acondicionada como laboratorio sonoro; y el salón principal, donde se grababan las jam sessions como recreo y ensayo para las sesiones oficiales de grabación. En función de los fallos cometidos, clasificaban las cintas y regrababan los trozos erróneos con el libro de letras de Bono abierto para cambiar sobre la marcha lo que procediera. Los principales problemas con los que se toparon provenían del sonido de la batería. Larry Mullen Jr. no encontraba el lugar idóneo para que el eco original de aquellas paredes no obstaculizara su contundente pegada. Pero todo tenía solución: Eno, en su infinita paciencia e intentando convertir la dificultad en virtud, logró situar el equipo de percusión en medio de una de las salas más grandes, con un techo elevado y el suelo de madera, para conseguir el efecto atronador que cimentó la sección rítmica a partir de ese momento.

 

Hubo también espacio para la experimentación, entendida como el refinamiento estilístico de temas como “Trip through your wires”, con la armónica de Bono aproximándose al blues que tanto le entusiasmaba; incluso desempolvaron su particular baúl de los recuerdos para hablar de su turbulenta infancia en las calles de Dublín en “Running to stand still”. Pero fue la tríada formada por “I still haven’t found what I’m looking for”, la falsa balada que es “With or without you” y sobre todo la citada “Where the streets have no name”, ampulosa, épica y bellísima composición con una de las mejores letras escritas hasta entonces por Bono la que hizo que el disco que nos ocupa ocupara a su vez, valga la redundancia, uno de los lugares de privilegio en nuestra discoteca. Para entender mejor el contexto en el que fueron escritos esos versos, habría que aclarar que corría por las calles de Belfast, en Irlanda del Norte, una historia según la cual sus habitantes eran juzgados y cualificados socialmente según la calle y el distrito en el que vivían. Por esa razón, el marco ficticio y espiritual que se traza en la canción habla de la ausencia de rótulos y nomenclaturas absurdas que coartasen la libertad del individuo. Una vez más, la turbia idiosincrasia irlandesa se veía reflejada en una de sus canciones, y esta vez de forma más que coherente con la música, pues dicho tema se tornaría en la nueva elegía, junto a otras muestras de orgullo, nunca mejor dicho, como ”Pride (in the name of love)” o “Sunday bloody Sunday”, todavía hoy piedras de toque irremplazables en su discografía.

Más de un cuarto de siglo después, cuando la opulencia artística ha sustituido al desierto existencial, escuchamos este disco como quien escucha el grito de la calle sin poder cerrar las ventanas ni aislarse de su llamada. En esa forzada complicidad de guitarras y voces, de graves y agudos, de plena conciencia de nosotros mismos, solo podemos abrirnos al mundo actual, que es el mismo de antes, el mismo de siempre, y unirnos a las voces que claman por subsistir por encima del ruido de fondo. Por cierto, voy a apagarlo poniendo otra vez este vinilo… “Quiero correr, quiero esconderme, quiero derribar los muros que me impiden salir”.

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