Rufus T. Firefly (Alma Occident Festival) Madrid 22/06/25
Rufus T. Firefly tiene una cualidad en su música que seguramente sea de las más difíciles de alcanzar: sus canciones pesan más que quienes las interpretan. Si uno intenta abrazarlas, no es raro que acaben ellas abrazándote a ti. Una cualidad extraña, que escapa a la lógica y a los tiempos del presente. Te mecen. Te mantienen en una especie de limbo emocional, sin prisas ni estridencias. No están pensadas para la expulsión de dopamina instantánea. No están hechas para entretener. Su objetivo, buscado o no, es acompañarte. Forman parte, silenciosamente, de la vida de quienes las escuchan.
Y esa misma pulsión aparece, al menos en mi caso, al momento de escribir. Volver del concierto del pasado domingo, en el auditorio del Parque Enrique Tierno Galván, dentro del ciclo Alma Festival, me plantea una batalla entre la tercera persona y el yo. Intento mantener el relato a distancia, como si eso bastara para contener lo emocional. Para mostrar oficio. Pero hay conciertos que no permiten ese margen. Porque cuando algo te toca la fibra, lo honesto —puede ser— dejar que las palabras salgan desde dentro.
A lo largo de estos años, he asistido a seis conciertos de esta formación, y en todas ellas he evitado la crónica, como quien tiene miedo de su propia sombra. Rufus T. Firefly toca fibra y hueso, y desordena las palabras, pero te ordena por dentro. Sales, después de los noventa minutos de actuación, con algo reajustado. Como si algo en ti hubiera cambiado de lugar sin hacer ruido.
Con el paso de los años, esta formación más que en un grupo, en un colectivo. Una suma de partes que trasciende lo musical y que parece tener dos cuerpos: el que habita sobre el escenario —Víctor Cabezuelo, Julia Martín-Maestro, Carlos Campos, Manola, Juan Feo, Marc Sastre y Miguel de Lucas— y el que late al otro lado, entre el público. Juntos forman una comunidad unida no por una estética, ni por una idea generacional, ni siquiera por un estilo musical. Algo más sutil, más íntimo: una forma compartida de habitar el mundo.
La interpretación de “Canción de Paz” y su manera de flotar en el ambiente es, quizás, la mejor forma de vislumbrarlo. No solo porque, en cierto sentido, da forma y contenido al álbum (como explicaron a mi amigo José Megía en una entrevista para este medio), sino por cómo esa canción trasciende. Te acompaña. Y sólo adquiere su verdadero sentido cuando las dos mitades de Rufus T. Firefly se encuentran en esa combinación magnética.
Tal fue la sensación que, durante la interpretación de la canción, eran bastantes los asistentes de las primeras filas que se dieron la vuelta. Dejaron de mirar al septeto para observar lo que ocurría en el otro escenario: el de las gradas, los rostros, los abrazos, las manos quietas. Y, sobre todo, el silencio. Un silencio difícil de encontrar en un concierto. Un silencio que nace del respeto al trabajo del grupo, pero también de algo más hondo: de la certeza íntima de que no hay nada que uno pueda decir en ese instante que sea más importante que lo que está ocurriendo.
Esa es la escucha activa de la que tanto hablamos y que tan poco practicamos. Y ahí, en ese momento compartido, esa canción cobró todavía más sentido. Por lo que representa, sí, pero también por el mundo que la rodea. Porque cuando uno enciende el telediario y ve lo que ocurre, cuando lee portadas o escucha declaraciones, se da cuenta de que muchas veces quienes más desean un mundo justo son los que menos lo proclaman con significantes vacíos.
“Canción de Paz” fue también el punto de inflexión que dividió el concierto en dos partes. Primero, la presentación del nuevo disco; después, la apertura a otras etapas del grupo. De las nueve canciones que interpretaron antes de llegar a ella, ocho pertenecen a Todas las cosas buenas. La única excepción fue “Lafayette”, del disco El largo mañana.
El concierto comenzó puntual a las 22:45, tras veinte minutos desde el final del set de Shego, que había abierto la jornada. Con los sintetizadores de Isao Tomita marcando el ambiente, los seis integrantes fueron tomando posiciones sobre el escenario. Sin hablar, sin presentaciones, arrancaron directamente con “Camina a través del fuego”, seguida de “Lafayette” y “Ceci n’est pas une pipe”. Esta última, uno de los grandes momentos del disco, tiene además un peso simbólico: es la primera en la que Julia Martín-Maestro canta como solista. Un tema que en vivo se siente como una declaración. Su interpretación y creación no sólo añaden una nueva dimensión sonora, sino que también parecen abrir una vía distinta en la narrativa de la banda: de estilo, de forma, de intención. Lo que vino justo después, “El principio de todo”, parecía señalarlo de forma explícita.
Rufus T. Firefly siempre ha mirado al abismo. Saltan con cada disco. Conservan sus esencias, texturas, estructuras, cierto carácter emocional, pero nunca se quedan en el mismo sitio. Buscan sorprenderse y sorprender. Y esa canción, la que abre la voz de Julia, puede ser el inicio de algo (o el principio de todo). De explorar. De decir las cosas. Julia, el motor rítmico, ahora gana espacio también en lo coral. Y eso, lejos de romper el equilibrio, lo renueva.
La sección central del concierto avanzó con temas como “La plaza”, “Todas las cosas buenas” o “Lumbre”, consolidando esa evolución hacia un sonido más electrónico y atmosférico. Y entonces llegó “Trueno azul”, una de las cartas de presentación del álbum (junto a “La plaza” y la ya mencionada “Canción de Paz”), y quizá el mejor ejemplo de las muchas vetas que recorre un trabajo que, en líneas generales, tiene ecos del rock psicodélico, gran influencia de la electrónica, pasajes que remiten a Radiohead, otros más folk, fragmentos suaves e incluso apuntes orquestales. Una paleta amplia, rica y en constante expansión.
En giras anteriores, como la de El largo mañana, los bloques instrumentales giraban más hacia el soul. Esta vez, “Trueno azul” abrió la puerta a una dimensión distinta. Un bloque más electrónico, más directo, donde el french touch se mezclaba con el big room house, y las capas de sintes se entrelazan con las guitarras. En algunos pasajes, recordaban a Caribou, tal vez porque aún tengo reciente su directo en Tomavistas. Pero no solo por el sonido: también por la forma en que todo estaba dispuesto, por esa sensación de viaje, de desplazamiento suave.
Esta nueva dimensión no se entiende sin Javier Martín, mitad de The Low Flying Panic Attack (junto a Marta Brandariz, y antigua teclista de Rufus T. Firefly) y compañero de Víctor Cabezuelo en Ángeles, Víctor, Gloria & Javier. Su presencia ha sido clave en esta transformación. Ha acompañado, asesorado, conectado piezas. Su influencia se siente especialmente en el tránsito de “Trueno azul” a “Dron sobrevolando Castilla-La Mancha”.
Tras esa muestra de expansión, volvemos al silencio. De nuevo, “Canción de Paz”. Un instante tan frágil que no era fácil conectar con lo siguiente. Pero lo resolvieron con soltura, retomando poco a poco el pulso con “Sé dónde van los patos cuando se congela el lago”. La vertiente más soulera volvió a asomar.
Después llegó el turno de Magnolia, con “Río Wolf” y “Nebulosa Jade”. Entre ambas, un nuevo bloque instrumental, esta vez más cercano al stoner, al rock más denso y contundente. Esa otra cara de Rufus que nunca desaparece: la de la intensidad y la distorsión.
Y aquí es donde se cierra el círculo.
Porque, al final, da igual qué parte de Rufus T. Firefly te toque más: la de la experimentación electrónica, la del soul más emocional, la del rock psicodélico o la de las letras en calma. Todas conviven en un mismo espacio y se expresan con la misma sinceridad: traducir lo que duele, lo que emociona, lo que inquieta. Lo importante no es el género. Las canciones son solo excusas. Buenas excusas, sí. Pero excusas, al fin y al cabo, para volver a estar juntos. Porque lo que Rufus consigue es generar encuentros. Crear ese punto exacto donde las dos mitades que forman el grupo, la que toca y la que escucha, se encuentren, se miren y se reconozcan.
Y por un rato, todo tenga sentido.
Fotos Rufus T. Firefly: Víctor Terrazas