Despedimos a Wilko Johnson (Dr. Feelgood), uno de los nuestros
Como de costumbre, nada más poderoso que los recuerdos personales: de pequeño, en mi casa, teníamos el vinilo de Stupidity, el primer directo de Dr. Feelgood. Era propiedad de Ana, mi hermana mayor. Su portada llamaba poderosamente mi atención, pero no tanto como la contra, en la que aparecía con más detalle lo que aquella sugería. Una serie de instantáneas entre las que destacaba, junto a las del resto de la banda, las que retrataban a un tipo totalmente vestido de negro, con pelo de doncel y armado de una guitarra a la que parecía estar machacando. En todas las fotos estaba pegando brincos o con gesto veloz, con cara de loco furibundo y manifestando una total y absoluta implicación en lo que estaba haciendo. Y, claro, inmediatamente quise ser él.
Además, cuando uno dejaba caer la aguja sobre el vinilo aquello estallaba por los aires. Una banda compacta, sin duda en el cénit de su andadura, que demolía clásicos de blues y originales sin misericordia ni freno ante un público cuyos aullidos evidenciaban adoración y sudor. Pero por encima de todo, el elemento que hacía que todo aquello fuera diferente: la guitarra. No crean, no soy de los que piensan que siempre en el rock la guitarra es instrumento rey, pero en esta ocasión, y pese a que los demás protagonistas no eran en absoluto mancos, su hegemonía estaba plenamente justificada. Aquél sonido rasgado, chirriante, pero a la vez, totalmente cool e infeccioso, era lo que marcaba la pauta a través de un repertorio que dejaba totalmente atrapado a quien lo oyera. Sin duda, quien lo producía era un enviado de Satán, un flautista de Hamelin maligno que buscaba atarnos bajo su yugo. El yugo del blues.
Y es que Wilko Johnson, aquél enviado del diablo, aquél guitarrista frenético y abrasivo, no era cualquiera. Había nacido, al igual que el resto de miembros de Dr. Feelgood, en un sitio tan peculiar como Canvey Island, una especie de península que hay en el condado de Essex aislada del resto de Inglaterra por el estuario del Támesis y una intrincada serie de arroyos. Devastada por las inundaciones que causan las mareas y la residencia en su territorio de una industria petroquímica que pone en riesgo la salud de la población, sus habitantes viven, claro, con “cierta” sensación de desasosiego.
En ese caldo de cultivo se crió John Wilkinson, más tarde conocido como Wilko, un muchacho con una relación bastante complicada con sus progenitores que, a causa de ello, vivía enclaustrado en su propio mundo. Un mundo de lectura y, por supuesto, de rock and roll. Fue hippy, profesor de instituto y tocó en varias bandas locales, pero no fue hasta regresar del típico viaje iniciático a la India cuando conoció al que sería su talismán. Lee Brilleaux, otro ser peculiar, pendenciero y amante del blues, decidió ficharle como guitarrista para su Pigboy Charlie Band. De esta manera Wilko se unió a Lee, a John B. Sparks y The Big Figure para convertirse al poco tiempo en lo que el mundo, asombrado, conoció como Dr. Feelgood.
Obviamente, la intensidad de la base rítmica, el poderío del vocalista y sobre todo, la agresiva y a todas luces insólita forma de tocar la guitarra de aquél tipo que recorría a la velocidad de la pólvora arriba y abajo el escenario, forjaron para Dr. Feelgood una reputación como acto de directo fuera de lo normal. Era cuestión de tiempo que un sello importante fichara a aquellos abanderados indiscutibles de lo que acabaría conociéndose como pub-rock, antesala del punk. United Artists fue el afortunado que editó primero Down By The Jetty , luego Malpractice y sobre todo, claro, el directo Stupidity (1976), que culmina el triatlón con un rutilante número uno en Gran Bretaña a lomos de aquella “Roxette”, que quedaría por siempre situada como sello de identidad de la banda.
Como suele suceder en estos casos, los egos, las drogas y el desgaste de las giras hicieron lo suyo y el doctor, tras publicar el todavía notable Sneakin’ Suspicion (1977) y debido a desavenencias producidas antes y durante su grabación, veía partir a su guitarrista, icono y principal compositor. Una pérdida que no evitó que su carrera durase todavía bastantes años más, hasta la muerte de Lee Brilleaux.
Wilko se vio, de nuevo, solo. Como siempre se había sentido. No obstante probó suerte con varias formaciones. Solid Senders, su nueva banda, publicó un disco homónimo en 1979 que no tuvo continuidad. Tras ello se unió a Ian Dury y sus Blockheads, pero sólo grabó con ellos el disco Laughter (1980) y volvió a su propia senda, con discos como el anfetamínico Ice On The Motorway (1981) o el correcto Barbed Wire Blues (1988), que no levantaron, digamos, excesiva polvareda, pero hicieron que la maquinaria siguiera funcionando, al menos como acto de directo, labor que desarrolló junto a su bien empastada Wilko Johnson Band.
No fue hasta la aparición del documental -de obligado, obligadísimo visionado- Oil City Confidential (Julien Temple, 2009) y su inesperada interpretación de Sir Ilyn Payne en Juego de Tronos (2010), que su nombre comenzó de nuevo a estar en boca de todos. Por si esto fuera poco, en 2013 le diagnosticaron un cáncer de páncreas y le dijeron que viviría, a lo sumo, unos diez meses. No sólo consiguió superarlo, sino que el ver a la parka tan de cerca le insufló tantas ganas de vivir, que no paró. Fue protagonista de otro imprescindible documental íntegramente dedicado a su extraordinaria figura y su lucha contra el cáncer, The Ecstasy Of Wilko Johnson (Julien Temple, 2015) y publicó un celebrado disco junto a Roger Daltrey –Going Back Home, 2014-, así como un magnífico retorno en solitario titulado Blow Your Mind, en 2018.
De esta forma, nuestro hombre parecía inmortal. Había logrado burlar a la muerte. Le había hecho “tururú”. Pero, lamentablemente, estas quimeras no son más que eso, quimeras, y no pueden durar para siempre. Ni siquiera si hablamos de un personaje tan inusual, tan profundamente especial, como él. El doctor que le salvó la vida cuando le operó de aquél cáncer, decía que era él quien le estaba agradecido a Wilko, pues conocerle le había cambiado la vida. No era para menos: cualquiera que vea su irrepetible actuación en los dos citados documentales y profundice un poco en su vida y pensamiento, descubrirá a un ser enormemente inspirador. Todo un carácter. Un personaje de cómic, o de novela. Un tipo al que, lamentablemente, el cáncer volvió a echar su zarpa el año pasado y ya no hubo marcha atrás. No creo en esas cosas, pero me gusta imaginarle ahora mismo en algún lugar indefinido tocando su característico rasca-rasca en su Fender mientras su colega Lee sopla la armónica. Así debe ser. Por siempre jamás.
Foto Wilko Johnson: Leif Laaksonen