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Kalorama Madrid 2025 (Caja Mágica)

Segunda edición de Kalorama Madrid y de nuevo la paradoja de ver un muy interesante cartel, sin que la respuesta del público haya sido la esperada. Tal y como ocurrió en su debut en la capital el año pasado, el festival salvó los muebles en su última jornada con el reclamo de Pet Shop Boys. Pero la sensación de pinchazo compartida por el reciente Tomavistas celebrado en el mismo recinto tres semanas antes, nos hace preguntarnos si es buena idea hacer coincidir en tan poco tiempo dos eventos tan similares. Es algo que termina afectando ya no solo al propio público que en ocasiones no tiene más remedio que elegir entre uno u otro, sino a los propios eventos.

Bien es cierto que Kalorama rebajó expectativas respecto de su primer año pasando de tres a dos días y redujo aforo en su paso a la Caja Mágica tras abandonar IFEMA. Es un festival que mueve a algunos de sus artistas entre su edición de Lisboa (MEO Kalorama) e incluso con Azkena Rock Festival, pero aún así le ha sido difícil agotar abonos en un fin de semana con unas temperaturas 10 grados por encima de lo habitual en estas fechas, acompañado de la sobredosis de citas en esos dos días (ALMA Festival, Noches del Botánico, Día de la Música, conciertos en salas…). ¿Está empezando a pinchar la burbuja? Veremos.

A pesar del susto en forma de rayos y truenos de la noche del sábado que nos hizo recordar el diluvio que vivimos en 2024, e hizo reaccionar a la organización que se curó en salud, bastó con esperar 45 minutos el desarrollo de una tormenta que para suerte de todos terminó pasando de largo.

En lo referido al apartado artístico, las dos jornadas han puntuado alto, en parte gracias a un buen cartel, con esa ecléctica mezcla de géneros y propuestas. Un compensado punto entre lo más actual y lo clásico, lo emergente y el mainstream. Con momentos álgidos como el jazz futurista de BADBADNOTGOOD; el psicodélico/entrañable espectáculo de The Flaming Lips; la elegante ironía de Father John Misty o el disco-pop de L’Impératrice, frente los himnos synth-pop atemporales de los icónicos Pet Shop Boys; el post-punk visceral de Model/Actriz; los gélidos sintetizadores de Boy Harsher; el hip-hop provocador de Azealia Banks o la traca final de los siempre divertidos Scissor Sisters.

20 de junio

Fue un concierto difícil. Para el público, para el grupo, para cualquiera que estuviera de pie bajo ese sol. A las siete de la tarde, el escenario principal del Kalorama parecía una plancha encendida: sensación térmica superior a los 40º, suelo de hormigón, cero sombra. A diferencia del set de Irenegarry, que tocó más temprano y en el escenario dos, con algo de refugio y sombra, a La Plata les dio el sol de cara durante todo el concierto. Aguantar de pie ya era una hazaña. Tocar, un acto de fe.

Ellos lo sintieron desde el primer minuto. Lo comentaron varias veces entre tema y tema, y se notaba: a diferencia de otras actuaciones suyas, el ritmo fue más lento, los silencios entre canciones más largos, y en más de una ocasión tuvieron que parar a tomar aire. Por suerte, o por la lógica del festival, su actuación no superó los cuarenta minutos y se cerró con una docena de canciones.

Y, aun así, pese a todo en contra, lo sacaron adelante con determinación. Por actitud, por entrega, por convicción. La Plata siempre ha sido eso: intensidad, nervio melódico y una idea generacional que no necesita ornamentos. Sus canciones, tan bien armadas como urgentes, funcionaron incluso en condiciones extremas. No faltaron los himnos: “Victoria”, “Esta ciudad”, “Cerca de ti”, “Un atasco”, “Ángel gris”… todas sonaron con esa mezcla de tensión y dulzura que define su propuesta, y que se magnifica en la dualidad vocal entre Diego Escriche (guitarra) y María Gea (bajo).

Esta formación valenciana es, sin duda, una de las mejores representaciones de la nueva escena de guitarras: por su discurso, su autoorganización, sus letras, su sonido. Si tienes la oportunidad de verles, no lo dudes. Puede que no fuera su mejor concierto, pero fue uno de esos que se recuerdan precisamente por lo adverso. Y aun así, ahí estaban, haciéndonos bailar al centenar de personas que, literalmente, nos estábamos derritiendo bajo los bafles.

A diferencia de La Plata, a BadBadNotGood les tocó la lotería. Fueron el primer grupo internacional de esta edición del Kalorama y, con ellos, llegó la tregua. El escenario 2 ofrecía ya una sombra generosa y, como un regalo inesperado, una brisa recorrió el espacio justo cuando arrancaban los primeros compases del concierto. El inicio fue un momento mágico: salieron al escenario a ritmo de “War Pigs” de Black Sabbath, mientras el viento levantaba la lona que cubre la parte baja del escenario. Aunque, como fotógrafo, y en tono personal, no fue la mejor situación. Aun así, fue el primer alivio real de la jornada. Y también el primer gran concierto. Para quien firma, el más esperado del día. Y uno de los mejores. Ojalá podamos verles pronto en salas.

Desde su formación en 2010 en Toronto, BadBadNotGood ha ido estirando los límites del jazz sin perder nunca el pulso del presente. Lo suyo es la reconstrucción musical: jazz, hip-hop, R&B, stoner, electrónica, funk… todo cabe en su sonido y en su formación, pero nada suena forzado. En 2024 editaron cuatro EPs, Slow Burn, Chaos, Order y Growth, que acabaron recopilando los tres últimos respectivamente, bajo el título Mid Spiral. Y en ese cruce constante de géneros han firmado colaboraciones con algunos de los nombres más relevantes de la música actual: de Kendrick Lamar (con quien participaron en el premiado DAMN.) a Samuel T. Herring, pasando por otras grandes voces, como Norah Jones, con quien reimaginaron en 2024 el clásico “This Must Be the Place” para el homenaje a Talking Heads. Una pena que no la tocaran en directo.

En su set de Kalorama apostaron por la vía más instrumental, con una docena de composiciones que oscilaron entre el groove denso y la exploración libre. La única excepción vocal fue una versión de “Everybody Loves the Sunshine”, de Roy Ayers. Por lo demás, una clase magistral de ejecución contenida: “Lavender”, “Confessions”… Temas que en disco ya brillan, pero que en directo se elevan gracias a una mezcla precisa de control e intuición. Lo de este grupo canadiense es improvisación con método. Cada integrante tiene espacio para estirarse, para explorar, para arriesgar, pero lo hacen desde un diálogo constante, escuchándose, retándose, respondiendo. Se vacilan entre ellos, se empujan hacia el límite, se ríen. Y ahí está la clave: no hay ego, hay una conversación continua.

Junto al trío base, Chester Hansen al bajo, Leland Whitty al saxo y Alexander Sowinski a la batería— se sumaron tres músicos que ya forman parte activa del proyecto, al menos en esta gira: Felix Fox-Pappas (teclados), Juan Carlos Medrano (percusión) y Kaelin Murphy (trompeta), que también tocó un instrumento tan extraño como hipnótico: el EVI, un sintetizador de viento analógico cuyo sonido flotaba sobre el escenario marcando atmósferas casi cinematográficas.

Una forma de tocar que parece sencilla, pero que solo puede alcanzarse desde el dominio absoluto del lenguaje musical. Y en estos tiempos de ruido y algoritmo, esto, más que un estilo, es una declaración contracultural.

Si hablamos exclusivamente de voces, la de Jorja Smith probablemente fue la más importante de todo el festival. Abría el escenario principal justo en la golden hour, momento ideal para que la cantante británica desplegará toda su elegancia y fuerza. No recuerdo otro concierto suyo en Madrid desde aquel Dcode de 2018, poco después de lanzar Lost & Found, su álbum debut que la colocó en el mapa. Su regreso se sentía especial, esperado y querido. Y aunque el primer día del Kalorama no presentó precisamente una entrada masiva, la cantante contó con una legión de fans entregados, que la acompañaron tema por tema.

En esta gira de falling or flying ( correspondiente a su álbum de 2023), Jorja Smith está creciendo a pasos agigantados. No es casualidad que, entre todos los nombres del festival, sea la artista con más oyentes mensuales en plataformas como Spotify. Medida irrelevante o no, algo dice. Y sobre todo, se nota. Pese a algunos problemas de sonido en los laterales del escenario (graves inestables, volúmenes bajos por momentos), su presencia no se vio comprometida, aunque sí un poco cohibida.

El escenario era todo un guiño estético: dividido en dos planos, con Jorja en primera posición, protagonista absoluta, y el resto de la banda al fondo, separados por una estructura de vigas de madera plateadas que evocaban directamente la escenografía de los late shows de los años setenta. Allí, en ese segundo plano de luces, se desplegaban el teclado, la guitarra, las percusiones y las tres coristas. Al frente de la batería, nada menos que Femi Koleoso, líder de la banda de jazz Ezra Collective, aportando groove, precisión y alma jazzística a cada tema. Una disposición escénica que, más allá de lo visual, reforzaba el protagonismo vocal de Jorja Smith sin dejar de subrayar el nivel instrumental del conjunto.

Jorja se adueñó del escenario como la diva que es. Valiente sin grandes alardes, poderosa desde el primer segundo. Su mezcla de R&B contemporáneo brilló con naturalidad.  La sucesión de temas fue, prácticamente, un greatest hits: Desde el comienzo con: “Try”, “Blue Lights” o ya al final del espectáculo con “The Way I Love You”, “Be Honest”o “On My Mind”. Fue uno de esos conciertos que, como manda el canon festivalero, se hacen cortos. Pero bastaron solo unos minutos para entender por qué su nombre no deja de crecer.

Joshua Michael Tillman no necesita levantar la voz para imponer presencia. No necesita discursos, ni confeti, ni efectos de humo. Incluso diría que no le hace falta ni música. Le basta con salir al escenario y devolverte la mirada. Recorrer de un lado al otro la palestra, caminando lentamente, y observar con detenimiento el ambiente. Y así fue: mientras las últimas estrofas de “The End of the World” flotaban aún en el aire del Kalorama, anticipando su entrada, la banda de Tillman apareció en escena. Y con ellos, uno de los nombres propios de esta edición del festival.

Silueta afilada, barba poblada, traje oscuro y pasos lentos. Entonces, el sonido del saxo rompió el murmullo, y con él, el primer tema de la noche: “I Guess Time Just Makes Fools of Us All”. Lejos quedaba ya la imagen folkie de un tipo en camiseta con una guitarra acústica colgada al cuello, y más lejos aún la del batería de Fleet Foxes con camisa de cuadros. Sin demora, continuó con “Josh Tillman and the Accidental Dose”. En ese instante, todo quedó claro: esto no iba a ser un concierto, sino una ceremonia.

Había algo deliberadamente teatral en cada gesto. Cada mirada, cada vez que levantaba el pie de micro, cada vez que se sentaba en cuclillas al borde del escenario, estaba cuidadosamente medido. Tan coreografiado como auténtico. Más que interpretar canciones, Tillman interpreta a un personaje que, a su vez, interpreta canciones. Y ese personaje, heredero de los grandes crooners, lo ha convertido en uno de los solistas masculinos más sofisticados del panorama actual.

Tan estudiado estaba todo que ni siquiera se permitió el acceso a fotógrafos al foso durante la actuación: la imagen debía quedar en manos de su propio relato. El foco estaba en la música, en la interpretación, en cómo, con cada acto, iba construyendo el embrujo. Y Mahashmashana, su último disco, funcionó como un guante en ese contexto.

Alternaba registros: a veces tiraba de acústica, otras jugaba al seductor de club de jazz, pero sin perder nunca el control absoluto de la escena. Como si el escenario fuera una prolongación de su psique. Como si cada movimiento estuviera ahí para enamorar. Y funcionaba también gracias al gran elenco de músicos que lo acompañaban, otorgando esa dimensión de pop barroco, casi orquestal. Las nuevas canciones no desentonan en absoluto; al contrario, brillaron como clásicos instantáneos. “She Cleans Up” o “Mental Health” se celebraron como dos de las grandes joyas del nuevo álbum.

Pero si hay que quedarse con un instante, ese fue “Mahashmashana”, la canción. Diez minutos, o más, de crescendo espiritual, donde voz, banda y emoción convergieron en una de esas rarezas que no se olvidan. Belleza sin necesidad de subrayados. El público, en silencio absoluto, se dejó llevar como si compartiéramos una oración laica. Una de las cumbres del festival, sin exagerar.

Curiosamente, ni siquiera sus grandes himnos eclipsaron ese momento. Ni “Real Love Baby”, a mitad de concierto, ni “I Love You, Honeybear”, con la que cerró la actuación, llegaron a igualar el peso emocional de esa epopeya existencial. Pero tampoco hizo falta. Este concierto iba de atmósfera. De cómo se construye una experiencia estética en pleno siglo XXI sin caer en la obviedad ni en el artificio. Y Father John Misty, lo logró.

Hay algo especial en los conciertos de aniversario. Una especie de vuelta atrás, de reinicio emocional. Para algunos, los más veteranos, es regresar por una hora a una habitación muy concreta del pasado. Para otros, los más jóvenes, es habitar fugazmente una época que nunca vivimos. En un tiempo en que la nostalgia se ha convertido en industria, es fácil sospechar que estas giras son solo otra forma de sacarte el dinero. Pero hay excepciones. Y cuando se trata de un grupo como The Flaming Lips, todo cambia. Entonces sí, hay algo que se escapa a lo comercial. Algo muy parecido a la magia.

Julio de 2002. Wayne Coyne y compañía publicaban Yoshimi Battles the Pink Robots, su décimo disco de estudio. No fue una consagración, ya llevaban 17 años conquistando corazones con su psicodelia garajera, pero sí un punto de inflexión. Uno de esos discos que, con el tiempo, se vuelven imprescindibles. De los que deberían aparecer en cualquier lista seria de lo mejor del siglo XXI. Aunque en su día no todos lo vieron venir: Pitchfork lo reseñó como “un poco decepcionante”, criticando su dependencia de fórmulas clásicas y su falta de emoción. Veinte años después, esas palabras suenan tan viejas como injustas. Mucho más certero estuvo Manuel Pinazo en su reseña para Muzikalia, cuando en 2002 escribió: “Un disco plagado de psicodelia y una belleza como siempre surrealista, de unos arreglos impresionantes (…) Otro firme candidato a mejor disco de 2002”.

Y por eso vuelvo a hablar de magia. Porque Yoshimi es historia viva. Porque para quienes apenas teníamos conciencia cuando salió, vivirlo ahora en directo es un pequeño milagro. Y, sobre todo, porque The Flaming Lips no viven del recuerdo: siguen sorprendiendo, siguen afinados, siguen afilados. Basta con escuchar American Head, su disco de 2020, para entender que aún tienen gasolina para rato. En su concierto en Kalorama hubo nostalgia, sí, pero también un presente brillante.

Quizá por eso, cuando sonó “All We Have Is Now” y esa frase, “todo lo que tenemos es el ahora”, flotó sobre La Caja Mágica, se convirtió en el verdadero lema de la noche. Caras felices, donde uno mirara. Muchos llegamos tarde, sí, pero llegamos. Y Wayne Coyne, en su papel habitual de gurú psicodélico, lo repetía una y otra vez: keep going. Y vaya si seguimos.

El concierto fue una fiesta total. El mejor de la primera jornada del Kalorama. El disco sonó entero y en orden, como está grabado, acompañado de una producción escénica excesiva que acompañaba la historia del álbum, como debe ser en estos cumpleaños: pelotas hinchables, confeti multicolor, cuatro robots rosas de cuatro metros y parte del equipo técnico escondido tras los hinchables, moviéndolos con una coreografía tan absurda como graciosa.

El espectáculo terminó por todo lo alto, con dos sorpresas tras haber interpretado el álbum completo: “Pompeii Am Götterdämmerung” y “Race for the Prize”, un cierre tan apoteósico como merecido. En el escenario apareció una pared de globos hinchables con la frase Fuck Yeah Kalorama Madrid que, al ser lanzados al público, se convirtieron en un botín. Las letras fueron recogidas una a una como si fueran trofeos improvisados, y poco a poco se desperdigaron por el resto del recinto.

Soy crítico con la industria de la nostalgia. Pero no por eso hay que dejar de abrazar lo que una vez nos hizo felices. Porque la nostalgia, bien entendida, también puede ser una forma de resistencia: al cinismo, a la velocidad, al olvido. Y eso fue lo que ofrecieron los de Oklahoma en Madrid: una celebración del pasado que nos recordó, a todos, que aún hay tiempo para bailar como si el presente fuera nuestro. Porque en conciertos como este, la letra de “Race for the Prize” cobra más sentido que nunca. Cuando uno se da cuenta de que la felicidad también puede hacerte llorar.

Entre los nombres más sólidos pero quizá menos conocidos de los cabezas de cartel del Kalorama, la presencia de L’Impératrice se antojaba como una joya para los amantes del disco, el funk y el french touch con pedigrí. Una recomendación absoluta para quienes aún no han caído en las redes de este sexteto parisino. Hace apenas unos meses llenaban La Riviera en Madrid, y unos años atrás ya nos habían deslumbrado en el Garorock, en plenas landas francesas. Ahí fue donde empezó mi flechazo por ellos: por el sonido, por la estética, por una idea de pop elegante y retrofuturista que, en directo, crece.

Pero lo cierto es que el momento que atraviesa el grupo no es sencillo. Su concierto en La Riviera venía cargado de incertidumbre: la salida inesperada de Flore Benguigui  ( al más puro estilo La Oreja de Van Gogh), vocalista y rostro visible de la banda durante casi una década, dejó un vacío difícil de ignorar. No solo por lo vocal, sino por lo simbólico. En medio del desconcierto, L’Impératrice reaccionó con un giro: Louve, cantautora con un perfil propio, asumió el rol de vocalista. Ya entonces apuntaba maneras. Ahora, con ocho meses entre ambos espectáculos en Madrid y más de una veintena de conciertos a sus espaldas, Louve no solo cumple, sino que convence. Se ha ganado el sitio y el foco.

El cambio, sin embargo, no ha sido sencillo. En los últimos meses, a través de diferentes entrevistas, Benguigui ha empezado a hablar públicamente de los motivos de su marcha: un ambiente de trabajo tóxico, problemas de salud vocal derivados de una explotación musical, episodios de humillación por parte de varios integrantes y del entorno del grupo. L’Impératrice, por su parte, ha negado todas las acusaciones. Estos relatos, sean o no ciertos, han agrietado la imagen de una banda que siempre se presentó con un aura luminosa.

Sea como fuere, sobre el escenario, esa maquinaria sigue funcionando. En el Kalorama, como relatamos en la crónica de La Riviera, el grupo mantuvo intacta su puesta en escena: una pirámide escénica de círculos concéntricos con el batería Tom Daveau en la cúspide, luces integradas en los trajes retrofuturistas, destellos ochenteros y coreografías discretas pero precisas. Todo pensado para acompañar, sin distraer, el pulso de las canciones.

El setlist, comprimido por el formato festival, conservó lo esencial: abrieron con la instrumental “Cosmogonie”, enlazada de forma impecable con la aparición de Louve en “Amour Ex Machina”. A partir de ahí, una sucesión de piezas que tejieron un puente entre el italodisco y el french touch: como son la mediterránea “Danza Marilou” o su versión de “Aerodynamic” de Daft Punk, y los grandes himnos que siguen funcionando como relojes suizos: “Agitations tropicales”, “Voodoo?” o “Anomalie bleue”, demostrando que al menos sobre el escenario, L’Impératrice sigue siendo una de las propuestas más coherentes y estéticamente cuidadas del nudisco europeo.

Al pop urbano español le sientan cada vez mejor las guitarras. Ya lo comentábamos en el Tomavistas, tras el concierto de Barry B: hay artistas que, aunque nacieron pegados al beat, ganan cuerpo, fuerza y calidad cuando se rodean de una banda real sobre el escenario. El caso de Alizzz es distinto. Más que adaptarse a ese cambio, fue artífice de su anticipación.

Productor inquieto, compositor brillante y responsable de buena parte del pop mainstream nacional de la última década, Cristian Quirante lleva años dejando pistas de una sensibilidad que va más allá de cifras, listas y reproducciones. Solo hay que recordar aquel Tiny Desk Concert en el que, en mitad de “Los Tontos”, metió con absoluta naturalidad una entrada de “Bizarre Love Triangle” de New Order con autotune. Un gesto que, más que guiño, fue una declaración de intenciones: romper discursos sin perder elegancia.

En directo, Alizzz funciona mejor. Más compacto, más bailable, más guitarrero. Sus discos, especialmente Tiene que haber algo más (2021), más que Conducción temeraria (2024), ya sugerían esa dirección, pero sobre el escenario todo cobra forma. Y eso es algo que la música urbana empieza a asumir con naturalidad: el paso del estudio al directo con una banda sólida detrás. Lo que hace años parecía un salto imposible, ahora demuestra que hay vida más allá de las bases pregrabadas. Pero si por algo destaca este músico catalán, es porque tiene canciones. Canciones de verdad. Incluso quien no ha seguido de cerca su discografía reconoce al menos el 60% del setlist. Y eso, en tiempos de inmediatez, no es poca cosa.

Llegaba al Kalorama en un momento algo enrarecido, tras sus declaraciones sobre su paso por el Sónar, que levantaron ciertas polémicas entre sus seguidores y  oyentes. Pero eso quedó rápidamente atrás cuando arrancó con “Carretera Perdida”, “Ya no vales”, “Dónde estás?” y “Amanecer”. Una entrada contundente que marcó el tono del resto del concierto: dinámico, bailable, sólido. Por supuesto, no faltaron sus dos grandes himnos: “Ya no siento nada” y “El encuentro”, coreados con fervor por un público que respondió desde el primer minuto. Un broche perfecto para un concierto que confirmó lo que ya intuíamos: que el nuevo pop español ya no necesita justificarse, y que Alizzz no solo tiene las canciones, sino también el directo para sostenerlas.

Víctor Terrazas

21 de junio

El sol golpeaba con fuerza cuando El Buen Hijo irrumpieron en el escenario dos, poco antes de las seis y media de la tarde, sorprendiendo a un público que se refugiaba como podía en las escasas sombras, intentando escapar de las altas temperaturas.

En poco más de treinta minutos los madrileños, como si no quisieran guardarse nada, desplegaron gran parte de su arsenal de canciones cortas y directas, sin paradas ni tiempo para algo que no fuera su pop vitaminado. Así, con temas como: “¿Y ahora qué?”, “¡Cuanta variedad!”, o “Me lapidaria”, fueron ganando la batalla al dios astro, congregando a más público que los conciertos con el mismo horario del día anterior.

Ni siquiera una cuerda rota de la guitarra de Marco Frías, logró parar la actuación, recayendo la responsabilidad de rellenar el tiempo muerto, sobre la bajista Alicia Ríos, que aprovechó para presentar a la banda. Sonido fresco peleando con el hándicap de tocar a primeras horas en un festival como el Kalorama.

Putochinomaricón no solo dio un concierto en Kalorama, presentó una distopía pop en forma de performance total. Salió con su nuevo show escénico, arropado por bailarines, actores y una narrativa teatral que convertía el escenario principal en un instituto del futuro, donde los alumnos viven esclavizados bajo la dictadura del buen gusto.

Desde “Pasadas de moda”, Chenta Tsai Tseng bajo su alter ego, llenó el escenario de provocación estilizada. En “Putochinomaricón” y “Gente de mierda” soltó su artillería lírica sin cortapisas, mientras sus performers hacían coreografías imposibles; “Tu padre es un facha y tu madre una terf y “Tú no eres activista” fueron algunos de los momentos álgidos, con mensajes sobre identidad, autenticidad y complacencia política. Pero más allá del espectáculo, el concierto fue totalmente reivindicativo, demostrando que se pueden mandar mensajes – muchas veces incomodos – mientras se baila.

En medio del set, lanzó uno bien claro: exigió “mano dura” contra Netanyahu y denunció el reciente asesinato de un joven magrebí a manos de un policía local en la madrileña localidad de Torrejón de Ardoz, arrancando aplausos y gritos por parte del público.

Cada canción fue un pullazo crítico, desde “Soy un idiota” a “Ojalá (Te murieras)”, pasando por “La rae (me la trae)”, y rematada con “Chique de internet”, que cerró el set como un manifiesto de disidencia pop y empoderamiento queer. Putochinomaricón se despachó con un espectáculo radical y teatral, que más que música, fue un ejercicio de estilo – a su manera – revolucionario y político.

Fernando del Río

Lo de Model/Actriz generó un cortocircuito colectivo. Fue salir al escenario y dejar claras sus intenciones entre una teatralizada performance con guantes de encaje, braga en la cabeza y pintalabios. A las primeras de cambio Cole Haden preguntaba «¿para quiénes de vosotros esta es la primera vez que nos veis en directo?». Las manos levantadas, pronto empezarían a agitarse al ritmo marcado por esta diva del post-punk que hizo lo que le dio la gana.

Y es que el explosivo Haden que convierte cada actuación de los norteamericanos en todo un propulsivo artefacto entre lo queer y la contundencia. Desde el punk bailable de «Vespers» a los latigazos de «Mosquito», asistimos a una experiencia visceral que trasciende el mero concierto. Toda una confrontación íntima y explosiva con la audiencia, entre la que se mezcló a las primeras de cambio, subiendo y bajando de las tablas a lo Rodrigo Cuevas.

Ritmos casi marciales y un trance colectivo donde cada riff resonaba como un hachazo imprevisible. Venían a presentar el interesante Pirouette que mantiene la ferocidad que mostraban en Dogsbody, pero incorpora un pulso más melódico y dramático con puntos álgidos como «Diva» o «Cinderella».

Tras ellos, María Arnal llegaba a Madrid para presentar su nuevo espectáculo, Ama. El nuevo paso adelante la catalana es un nuevo salto sin red que irrumpe tras ese exitoso Clamor (2021) compartido junto a Marcel Bagés y uno de los discos más interesantes que nos ha dado esta década.

Bailarinas, voces pregrabadas y un ímpetu por la exploración que funde tradición y tecnología, sin renunciar a las sonoridades de la música popular para conformar un bonito y comprometido espectáculo.

El cielo se iba oscureciendo, a lo que el discurso de Boy Harsher se sumó como perfecto complemento. El dúo electrónico de darkwave formado por la cantante Jae Matthews y el productor Augustus Muller hicieron bailar al Kalorama en una suerte de danza apocalíptica.

Las nubes plomizas se rompían en la distancia con relámpagos rasgando la oscuridad, algo que parecía formar parte de la perfomance. Pero en vista de lo que ocurrió en su primera edición, advertíamos que mientras el personal se dejaba llevar por el minimalismo industrial de los norteamericanos, los técnicos de escenarios empezaban a preocuparse por lo que pudiera venir.

Los sintetizadores atronaban más que las nubes, despachaban «Give Me A Reason»; la atmósfera se intensificaba con canciones como “Fate”, con su versión de «Wicked Game» de Chris Isaak o con “Pain”, cuyos ritmos mecánicos y estribillos rituales —“Pain, always pain”­— resonaban con la misma cadencia dramática de la tormenta.

La voz de Jae Matthews tocada por la afonía aguantó el tipo a base de reverb y contención, y el concierto terminó de manera abrupta acompañando la ventolera que ya se había levantado. Desconcierto general mientras un mensaje aparecía en las pantallas para movilizar al público a la entrada del recinto.

Afortunadamente no tuvo nada que ver con lo que ocurrió el año pasado, cuando el diluvio universal hizo de las suyas en IFEMA soltando lo inimaginable en cosa de 10 minutos. El público se colocó en el techado de la entrada de la Caja Mágica, parte de la prensa nos quedamos en el módulo habilitado (un espacio cada vez más necesario para poder trabajar en condiciones, que se agradece y debería extenderse a otros eventos) y algún que otro despistad@ se refugió en las barras mientras caían cuatro gotas.

Cuarenta y cinco minutos después el festival se retomó con Pet Shop Boys, el gran reclamo en vista de los fieles congregados. La espera pudo desconcertar, pero su magia no tardó en hacer acto de presencia para hacernos olvidar el susto.

El espectáculo que acompaña a Neil Tennant y Chris Lowe no solo revive más de cuarenta años de su historia, sino de la nuestra. Este Dreamworld: The Greatest Hits Live más allá de la nostalgia, nos transporta a una obra teatral pop, trufada de hits inmortales diseñados para retumbar con la misma intensidad en quienes los llevamos incorporados de serie, como en quienes los descubrieran por primera vez.

El show se articula como un viaje emocional. Desde “Suburbia”, el corazón urbano y sintético que define su sonido nos hace transitar por buena parte de su discografía, partiendo de su ya lejano debut Please (1986), hasta llegar a Hotspot (2020). El genial Nonetheless queda incomprensiblemente fuera de la ecuación, pero es tal el derroche de himnos que se les perdona.

Con un volumen incomprensiblemente bajo -los decibelios de Azaelia Banks duplicaron a los de los británicos-, la espectacular escenografía, las imágenes proyectadas —desde paisajes urbanos hasta fantasías galácticas— y la meticulosa iluminación, convierten el concierto en una especie catarsis en la que el dúo, que junto a los tres músicos que les acompañan pasaron de éxitos como «Left to My Own Devices», «Heart», «Domino Dancing», «Love Comes Quickly», «What Have I Done to Deserve This?» o «It’s a Sin», a recordarnos que ellos son «The Pop Kids» con sus Funkos sobrevolando por las pantallas. De recuperar versiones que suenan como propias («Where the Streets Have No Name (I Can’t Take My Eyes Off You)», «Always on My Mind», «It’s Alright»), a cerrar en lo más alto con las eternas «West End Girls» y «Being Boring»

Manuel Pinazo

No fueron pocos los que pensaron que esto estuvo a punto de no ocurrir. La tormenta que azotó fugazmente el recinto minutos antes hizo temer la suspensión – más bien por temas de retrasos en los horarios – pero Azealia Banks finalmente subió al escenario, sola junto a su MC, sencilla, tanto que apenas había luces. Minimalismo extremo para una actuación donde lo que destacó fue su voz.

Desde el principio de actuación, cantando a capella las primeras estrofas de “Salchichón”

Dice que quieres meterme el dedo grande por el culo
Y después me chupa lo dedos de los pies- fuegan puros
He keep eating pussy but I really wanna fuck
You’ll better off just giving me some dick

Nigga dame el salchichón, chón, chón, chón, chón, chón, chón
Para el maratón, tón, tón, tón, tón, tón, tón
Dame el salchichón, chón, chón, chón, chón, chón, chón
Para el maratón, tón, tón, tón, tón, tón, tón”

Claro, con este comienzo, de ahí en adelante fue todo contundencia; “Luxury”, “Liquorice”, o “The Big Big Beat” hicieron temblar el suelo, gracias al sector más juvenil del público. Azealia volvió a desatar su flow más feroz con: “New Bottega” y “Fucking Him All Night”, mientras que en “Gimme a Chance”, tiró del rap old school y volvió a cantar a capella algunas estrofas en español.

Cerraría ya con tralla de la buena con los bajos a punto de estallar en: “Yung Rapunxel” y la ya clásica “1991”.

Fernando del Río

Los retrasos por la tormenta acortaron el show de Scissor Sisters, lo que no quitó para que los de Jake Shears y compañía (Ana Matronic se ha quedado fuera de la gira conmemorativa de manera voluntaria) montaran una buena fiesta.

Tocaba celebrar el 20º aniversario de su álbum debut, motivo de sobra para unirnos a toda una celebración de identidad, comunidad y glamour desbocado. Todo un carnaval queer que nos refrescó la memoria y nos hizo darnos cuenta de las grandísimas canciones pop que atesoran. Desde el glam pegajoso de «Laura», a ese clásico “Take Your Mama” que fundieron con el “Freedom! ’90” del recordado George Michael.

La pista de baile terminó de reventar con el ímpetu de las muy activas Bridget Barkan y Amber Martin, y con su versión de “Comfortably Numb”; joyas pasadas como Let’s Have a Kiki” y un cierre de concierto y festival en la voz de “I Don’t Feel Like Dancin’” nos dejó con el mejor de los sabores de boca.

Fotos Kalorama Madrid 2025: Fernando del Río y Víctor Terrazas

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