José Ignacio Lapido – Teatro Góngora (Córdoba)
¡Ay, la crisis! A veces uno no sabe si pensar que lo que dicen tantos músicos es cierto, que la situación obliga a los locales y a ellos mismos a reducir costes y a girar en formato acústico, con menos instrumentos, menos amplis y más austeridad, o que la excusa de la pésima situación económica y cultural se antoja como coartada para presentarse bajo otro prisma, otras luces y otro público. Sea como sea, el de esta noche esperaba sentado, relajado y concentrado, y llegar a una sala tan acogedora y acondicionada para un concierto de rock íntimo y sentido sólo nos podía producir ilusión, hambre de música en directo y sobre todo unas ganas enormes de reencontrarnos con el poeta eléctrico, el taciturno granadino que sólo alza la voz cuando empuña su pluma o aporrea atinadamente el teclado de su ordenador para recordarnos lo chungo que lo tenemos todos, lo patético del mundo que nos rodea y lo desolador del porvenir que nos acecha. Sin embargo, en sus canciones hay siempre un halo de esperanza, un sabor de victoria existencial sobre el vacío amenazador y un perfume de lucha por poner las cosas y los sentimientos donde les corresponde.
Cierto, como él mismo se encargó de recordar, que la última vez que lo vimos sobre un escenario fue en un entorno bien diferente, con azahares, murallas, albero y estanques rodeando un escenario compartido con otras bandas en un festival llamado “Música entre las flores”, donde sólo atisbamos la grandeza de un repertorio que gana sobre las tablas y que perfecciona su discurso realista, más alejado del pesimismo de lo que pueda parecer, y lo sitúa en el limbo de los elegidos para la gloria. No en vano estábamos, y estaremos siempre que podamos, ante una de las grandes figuras del rock en español, letrista de campanillas y prestigioso compositor que estuvo durante años al frente de una banda capital en el devenir del rock español de siempre: 091, cuyo barco tripuló como timonel en la sombra, dejando la voz y las fotografías a otros, durante 14 largos e injustos años en los que nunca su fama –escasa- hizo honor a su categoría artística –inmensa-. Y esta vez todos estábamos sentados, banda y público, cómodos y coreando hasta el último estribillo de un repertorio especialmente adaptado para esta gira cercana que encuentra su hogar más cómodo en teatros y auditorios de pequeño aforo, porque estas tremendas canciones y estos tremendos músicos conectan así mucho mejor con los que llevamos años siendo cómplices de sus rimas.
No pudo ser más explícito el comienzo con «No sé por dónde empezar», primera pieza de una noche que renovaría la fuerza de temas para enmarcar como «El carrusel abandonado», «Hasta desaparecer», «El más allá» o «Pájaros», una de las sorpresas del nuevo set-list y una de las joyas que encerraba aquel debut en solitario, Ladridos del perro mágico (1999), que rara vez había sonado antes en cualquiera de sus comparecencias en vivo. Recupera de aquel hito de su discografía los medios tiempos de «En algún lugar de la medianoche» y «Cuando las palabras vuelvan del exilio» y la rabia de «Nadie sabe», dando un empujón a un cancionero casi olvidado en el último tramo de su anterior gira. Con el «Humo» de la máquina del tren de su memoria nos transportó a la estación de paso de aquel apéndice en forma de EP que significó «Luz de ciudades en llamas», donde se situaba «El principio del fin», justo antes de cerrar la primera parte de la familiar velada con el guiño de rigor a su pasado más reconocido en «La canción del espantapájaros», casi irreconocible en su introducción a piano, y una recuperación de su anterior álbum, «Cuando el ángel decida volver», que consiguió justamente eso, que no se moviera ni una sola localidad para esperar la vuelta al homenaje a sus antiguos compañeros con aquellas «Nubes en forma de pistola», arropada por sonidos programados y bongos, presagio de dos de sus mejores creaciones, unas joyas que si este país fuera más justo con sus artistas ya habrían sido aprendidas de memoria por cualquiera que intente acercarse mínimamente a eso que llaman cultura rock. Hasta una institución como Miguel Ríos se ha permitido el lujo de cantar a duo con él «La hora de los lamentos» y de grabar en solitario «En el ángulo muerto», otro de esos temas que retratan a la perfección el papel que José Ignacio Lapido ha elegido en este circo: el de mantenerse siempre en un elegante pero imprescindible segundo plano.
Tal vez la parte más intensa del concierto llegara en el segundo bis, después de que sólo los teclados de Raúl Bernal (atención a su disco como Jean Paul) y la guitarra acústica de Lapido protagonizaran uno de los momentos más íntimos en «Con la lluvia del atardecer». Ahí, al nuevo ritmo honky-tonk del «Espejismo nº 8», un tema que sólo los que conozcan toda la discografía de 091 reconocerían, empezaría la hipotética tercera parte que, como era de suponer, quedó en el aire a la espera de la próxima cita con un músico tan grande como humilde y sus tres fieles y entregados escuderos, porque hablar de la pericia a las guitarras de Víctor Sánchez o de las mágicas baquetas de Popi González, sin bombo ni falta que le hace, nos daría para otra crónica. Ojalá que pronto podamos redactarla cuando queramos volver a hablar «De sombras y sueños».