The Smashing Pumpkins – La Riviera (Madrid)

Después de haber firmado parte de los momentos más brillantes del grunge, The Smashing Pumpkins decidieron autodestruirse a finales de los noventa, en una sonada espiral de drogas, cambios de formación y pérdida de creatividad. Billy Corgan, lejos de asumir la realidad, se aferró como pudo a su guitarra, y a base de toneladas de canciones tan oscuras como prescindibles, resucitó una marca que ha conseguido mantener viva quince años después de su apogeo.

Y como el modelo basado en la cantidad, aunque sea a medio gas, parece que funciona, el de Illinois sigue erre que erre probando compañeros de aventura y componiendo sin parar, en una huida hacia delante cuya siguiente etapa es culminar Teargarden by Kaleidyscope, un proyecto con 44 canciones. Iniciado en 2009, el disco verá la luz el año que viene en formato físico y de forma parcial (13 canciones), bajo el título de Oceania.
The Smashing Pumpkins

Mientras tanto, Billy, acompañado por Jeff Schroeder (guitarra), Mike Byrne (batería) y Nicole Fiorentino (siempre chicas en el bajo), está culminando una ambiciosa gira que ayer tuvo parada en una Sala La Riviera llena desde hace meses de fans de los 90.

Sobre el directo de Smashing Pumpkins, lo primero que hay que decir es que no se sabe si son valientes o temerarios. De otra manera no se puede explicar que un grupo con un patrimonio musical como el suyo, elija un setlist tan complejo y plomizo, y además lo maneje con tal ausencia de ritmo que bordee los silbidos.

Comienzan como lo hace Oceania, con «Quasar» y «Panopticon». La digestión es pesada, así que la facilitan con un adecuado repaso del pasado a través de medios tiempos, «Starla» (Pisces Iscariot, 1994), «Geek U.S.A.» (Siamese Dream, 1993), «Muzzle» (Mellon Collie and the Infinite Sadness, 1995) y «Window Paine» (Gish, 1991).

Continúan el concierto con más novedades que giran en torno a la oscuridad y la psicodelia, pero insisten en rebajarlas con viejas glorias demasiado lentas para desperezar a un público que transita entre la hipnosis y la somnolencia. «Soma» (Siamese Dream) consigue despertar algún músculo, pero el ritmo pronto se olvida con otra pausa innecesaria entre canción y canción, o con un nuevo punteo indescifrable.

Aburridos llegamos al final del concierto y ocurre el milagro. «Cherub Rock» (Siamese Dream) cierra la primera parte y «Tonight, Tonight» (Mellon Collie and the Infinite Sadness) sirve de bis. El público vuelve a tener veinte años, estalla de felicidad, y termina aclamando a un gélido Billy Corgan que no merecía ni la mitad de los aplausos que recibió. De seguir por este camino, los conciertos que ofrezca en un par de años serán en salas del tamaño del Nasti.

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