Rosalía (Motomami World Tour) Palau Sant Jordi, Barcelona 23/07/22

Una cola gigantesca me esperaba una hora antes de que abrieran uno de los accesos al Palau Sant Jordi. La tarde no era especialmente calurosa (la ola de calor nos dio un respiro por suerte, aunque bochorno, mucho), y la gente esperábamos el turno para entrar en jauría controlada bebiendo cervezas, comiendo bocatas, haciendo corrillos y jaleando a chicas simpáticas que bailaban a ritmo de atiri-tran-tran-trán con outfits entre lo trash y el glamour de la desesperanza, o padres y madres -mucha familia reunida para la ocasión- atendiendo a las demandas del enésimo selfie de la adolescente que está nerviosa por hacer saber por Instagram que ELLA-ÉL está ahí esperando a su diva.

Rosalía es el ejemplo paradigmático de artista que entronca con los gustos de un heterogéneo público que va de los veinte a los veinticinco años (la inmensa mayoría que llenaba el recinto), hasta los boomers con problemas freudianos, hasta esos padres que cumplían su cometido de llevar a sus criaturas con caras de resignación. Esta diseminación de rangos de edad y de inquietudes hacia una artista (del género que se quiera) no deja de ser el eje que vertebra esta sociedad de la superabundancia en la que el gusto es algo inestable, casi fantasmagórico, en muchos casos controlado por las grandes compañías de discos que infiltran lo que debemos escuchar a cada momento (desde las listas de reproducción, hasta U2 colándonos esa aberración de disco en nuestro i-tunes). Sorprende y molesta a muchos que Rosalía -como marca y como talento- haya despertado la posibilidad de tensionar debates sobre categorías que dábamos por sentadas, y que de paso esté abriendo espacios de discusión sobre la relación entre la nostalgia y los futuros que asoman tras un beat amenazante que se queda almacenado en la memoria de un smartphone.

Las redes sociales es un gran sumidero que, de una manera más activa o pasiva, acabamos entrando para registrar nuestro existencia. Pues bien, estos días se hablaba de si llevar música pregrabada a un concierto era desvirtuar esa categoría “sagrada”. Desacralizar ese concepto sería volver a construir una narrativa despojada de prejuicios cipotudos; una narrativa que rompa con una historicidad atomizada y frustrante. La catalana y su Motomami Tour venían a poner punto y final a una historia que al público joven del Sant Jordi no les interpela. Aquí no hay revoluciones televisadas. Aquí no hay de hecho revolución, solo un espejismo de futuro danzando al son de linternas de teléfonos móviles.

La chavalada que asistió al concierto y coreó cada canción se miraba en un espejo, y el reflejo era una mujer vestida de rojo, una especie de Irma Vep que regresaba a su hogar para rescatarnos de nuestras (sus) cárceles imaginarias: no repetir los clichés del pasado para así sentirnos mejor. La música de Motomami permite soñar con que la música mainstream tiene aún potencial regenerativo, e intuyo que es la banda sonora ideal para imaginar un futuro de mierda mejor.

Dice el gran Héctor García Barnés en su libro Futurofobia que “Bowie estimuló la imaginación de varias generaciones representando al mismo tiempo varios mitos opuestos: el andrógino bisexual y el macho viril, el rockero descarado y el cantante introspectivo, el aliennigena y el vecino de la puerta de al lado. Si Bowie podía ser lo que quisiera, tú tambien, y no tenías por qué contentarte con una única identidad para toda la vida”. En eso consiste la música popular, destruir y forzar nuevos futuros, aunque estos vengan vestidos de Louis Vuitton o nos pillen en trabajos precarios.

Rosalía se valió ella misma y ocho bailarines fantásticos para llenar un escueto escenario en blanco. Un lienzo en donde se podría ir garabateando ese futuro, y fuimos felices durante la más de hora y media que duró el concierto. Esta artista es muchas cosas: es producto del sistema neoliberal, aquel que nos adoctrina a ganarnos la vida (¡ganarnos!) 24/7; es una artista que reasigna un pasado que comparte con sus fans (sonaron de música de ambiente en la espera antes del recital temas de Lole y Manuel, Daddy Yankee, Massive Attack, Bambino, Madonna, Burial…); es una mujer que, ¡ATENCIÓN!, toca instrumentos: hermosas tomas de “Dolerme” con una Les Paul, o una emocionante “Hentai”, una oda a la polla de su churri mientras por la pantalla se proyectaban imágenes de parajes naturales; es la diva que se aferra al micro, apretando los dientes para interpretar “De Plata” -de su elepé Los Ángeles-, con unas bases doom metal y una bata de cola king-size en un guiño a su querencia emo y gótica; es la diva cercana que dialoga con el fan y promete autógrafos a la salida y los saca a bailar en una improvisada boiling room; es la artista que nos bombardea con graves atronadores y requiebros inesperados en cada tema. Es única. Solo espero que esta flor de sakura no se marchite nunca.

Foto Rosalía: Anabel Vélez

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