Azkena Rock Festival 2023 (Mendizabala, Vitoria)
Fiel a su cita anual y a su esencia, el Azkena Rock Festival volvía a desplegar sus alas en el recinto vitoriano de Mendizabala sin un gramo de concesiones ni pérdida de personalidad. En una actualidad dominada cada vez más por macrofestivales sin alma y diseñados a golpe de talonario, el certamen vasco se las volvió a arreglar para confeccionar un cartel coherente, rebosante de buen gusto y liderado por iconos que han marcado a fuego sus dos décadas de recorrido, como Iggy Pop, Monster Magnet, Steve Earle o Lucinda Williams. Tal vez fuera inevitable sentir una flecha de desazón ante la perspectiva de que tal vez de alguno de ellos nos despidiéramos para siempre, que ya no habrá un reencuentro posterior tras iluminarnos la existencia durante tantas giras previas. Quizá también a ello se añadiera el temor de que no pudieran estar a la altura, por cuestiones de edad y de paulatina pérdida del factor sorpresa, de sus versiones en plenitud. Pero, bien por la rebaja de expectativas que ello implica, bien por su buen estado de forma, lo cierto es que ninguno defraudó. Es más, protagonizaron, entre otros acompañantes de lujo como Rancid o The Soundtrack Of Our Lives, que también repetían, alguno de los momentos más mágicos de la historia reciente de este festival. Cosas de genios, de elegidos. De autores inmortales.
JUEVES
Sin despreciar el despliegue de Os Mutantes, con esa suerte de psicodelia tropical que sin duda fue acometida con esmero y prolijidad instrumental, el primer plato fuerte de la primera jornada del festival fue el concierto del inigualable Steve Earle. Muy en consonancia con su espíritu rebelde, con su vocación antisistema, el estadounidense ofreció, por lo espartano, una de las propuestas escénicas más atrevidas que se recuerdan últimamente en suelo vitoriano: él solo, con una guitarra, nada más (y nada menos). La espera ya resultó inusual, ante un escenario completamente desnudo. Y si bien, tras emerger con su carisma, fuste, poso y aura del que ha vivido cien vidas en una, la desnudez instrumental y la cierta falta de colmillo interpretativo lastró algún que otro hito, como “Feel Alright”, el concierto fue seduciendo e hipnotizado imparablemente según se fue desarrollando, hasta convencer casi por igual, en líneas generales, tanto a escépticos como a fans irredentos.
Tan conmovedora resultó la mención admonitoria a Justin Townes, su hijo tristemente fallecido, como desarmante la ejecución de algunos de sus temas de talante más íntimo, como “Someday” o “My Old Friend The Blues”. La reciente “It’s About Blood”, su mejor creación en años, fue exhibida con rabia y corazón, con el reivindicable aderezo de ese recitado de todos y cada uno de los nombres de los mineros fallecidos en una explosión en su tierra natal, Virginia. El encadenado, con mandolina, de “Galway Girl” y “Copperhead Road”, que sirvió para cerrar, fue intachable y tremendamente disfrutable. Y mención especial para una canción sideral, “I Ain’t Ever Satisfied”, no muy habitual en sus repertorios, que difícilmente podría definir mejor su sed por vivir y crear y que, en hermoso juego de espejos, ya tocara con su banda de acompañamiento hace veinte años, cuando, con bastante probabilidad, era el músico en solitario más excitante del planeta. Poco importa que ahora mismo lo siga o no siendo. No hay nadie como él.
Resultaba complicado mantener el nivel, pero lo cierto es que El Drogas se las arregló para prolongar la racha de atinados derroches de forajidos indesmayables. Respaldado por una formación muy competente y visiblemente engrasada, y engalanado con pendientes, badana, rastas y traje de etiqueta de crápula decimonónico, el líder de Barricada se merendó el escenario principal con un concierto muy impetuoso y entusiasta, ante una audiencia rendida a su ídolo navarro, y en el que sobresalieron “Bahía de Pasaia”, “Animal Caliente” o la mítica “Blanco Y Negro”.
Diametral giro de timón con Lydia Lunch y su proyecto Retrovirus. Del dinamismo de los temas citados de rock urbano a una apuesta mucho más retorcida y siniestra de este pequeño mito del no wave, post-punk y spoken word, por citar alguna de las coordenadas donde cabría situar a esa artista ya de por sí inclasificable. Flanqueada por músicos visiblemente sobreexcitados, particularmente su guitarrista, por aspecto y descontrol el indudable Jack Grealish del festival, ella ponía el contrapunto con su actitud más templada y hechizante, ejecutando una botella de vino mientras atacaba su cancionero lleno de contundencia y requiebros. De admirar, no tanto de gozar.
De esto último, en cambio, ya se ocupó Rancid, bendito nuevo giro de guión el suyo, con la actuación más aplastante y convincente de todas. La banda californiana salió a matar desde el principio, y con un sonido tan nítido como contundente, se convirtió en uno de los vendavales de punk-rock más mortíferos que se han desatado en la historia reciente del Azkena. Con la formación original casi intacta, es de elogiar el cuajo escénico que han ido adquiriendo Tim Armstrong y Lars Frederiksen con los años, y que a la vez apenas han minado su energía, pero si hubiera que elegir un amo absoluto de la función, al menos desde el punto de vista instrumental, ese fue Matt Freeman, el descomunal bajista de esta banda, y que propulsaba todos los temas con un frenesí rítmico y fuera de lo común. Por supuesto, su legendario …And Out Come The Wolves (95) dominó el setlist, y deparó casi todos los cénits de la actuación, como “Olympia WA.”, “Maxwell Murder”, “Time Bomb” o “Ruby Soho”. La apuesta en la apertura por “Tomorrow Never Comes”, trallazo de su flamante disco bautizado como tal, es sintomático de que esta banda no vive sólo de glorias pasadas y está vivísima y con mucho futuro. Reforzadísimos de esta cita.
Quizá, y ya para rematar esta ilusionante primera jornada, no se pueda decir lo mismo de Monster Magnet, puede que su concierto no rayara a un nivel tan superlativo, pero es que es difícil reforzar un cancionero tan descomunal como el suyo. Un sonido difuso y apelmazado fue el principal escollo con el que tuvo que lidiar la actuación, amén de un Dave Wyndorf al frente que ha conocido versiones más afiladas y explosivas. El inicio fue titubeante, la desabrida llegada de “Crop Circle” amenazó con el naufragio, pero por suerte la cosa remontó con un encadenado de martillos pilones a la altura de muy pocos, como “Tractor”, “Look To Your Orb For The Warning” y “Bummer” que elevaron la temperatura general, y pareció enchufar a los norteamericanos. “Powertrip” y “Space Lord” fueron muy celebradas y atinadas, y con la versión de “Right Stuff”, más allá de que desconcierta el hecho de que de su brillante Monolithic Baby (04) tiendan a limitarse una y otra vez a esa canción, aquello sonaba más potente y ensamblado que nunca, pero por desgracia el espectáculo acabó.
Por suerte, además del buen sabor de boca generalizado, esto no había hecho más que empezar, y aún se avecinarían citas ilusionantes y emociones fuertes.
VIERNES
Tras un notable jueves, la reanudación del Azkena presagiaba una segunda jornada con lluvia y bajón musical. Afortunadamente no sucedió ni una cosa ni la otra. Y eso que la primera cita de cierto calado fue un desafío a la paciencia en toda regla. Earthless, banda de culto para muchos fieles del rock psicodélico y stoner más lisérgico, presentaban su reciente obra, Night Parade Of One Hundred Demons (22), y lo hicieron a la grande: el concierto fue casi exclusivamente monopolizado por la canción titular, una elefantiásica creación dividida en dos partes y que sobrepasa los cuarenta minutos. Nadie puso en duda la pericia a los mandos del combo del cantante y guitarrista, Isaiah Mitchell, menos aún la honestidad y osadía de la propuesta, pero la ejecución rozó lo críptico y hermético por muchos momentos, y costó percibir el contagio entre la audiencia. Para muy cafeteros.
A continuación, The Pretenders irrumpían en el escenario principal enarbolando la bandera del new wave que en ediciones pasadas formaciones como Blondie o The B-52’s ya ondearon en este festival. Quizá sea una escena que no colme de entusiasmo y levante suspicacias en el asistente más prototípico, pero una mínima apertura de miras al respecto arroja una innegable realidad, y es que estas bandas han ofrecido a lo largo de las décadas una muy sólida colección de temas inolvidables. También resultaría defendible afirmar que el grupo londinense que nos ocupa nunca ha exhibido la creatividad de otros compañeros de generación, y que ha abrazado la pulsión comercial y el sonido genérico más de lo deseable. Pero, a la vez, tampoco resultaría descabellado afirmar que cuentan con la mejor cantante del estilo. Y eso que Crissie Hynde, con mucho aura y magnetismo rockero, no pareció empezar muy enchufada durante la actuación, con un tramo inicial a todos los niveles, empezando por el repertorio, bastante mejorable. Por suerte, y según la noche iba cayendo al recinto vitoriano, la actuación ganó en intensidad, nitidez sonora y, sobre todo, emoción.
El guitarrista, James Walbourne, le puso mucho arrojo, y por momentos incluso amenazó con robar el foco a la líder del grupo, pero fue imposible; esta noche le pertenecía a ella y su excelsa voz. “Don’t Get Me Wrong”, tal vez su tema más popular, fue muy vitoreado, pero aún más persuasivas, en su finura y elegancia, refulgieron gemas como “Kid” o “Back On The Chain Gang”, deslumbrantes ambas. “I’ll Stand By You” fue otro rescate conmovedor, de celebración colectiva, pero el momento del concierto, y puede que directamente del festival, fue su interpretación en canal y a capella de “Hymn To Her”, algo verdaderamente sobrecogedor. Poseída por la congoja y con unas líneas de voz que parecían irreales, la interpretación fue de semejante intensidad que el rimmel comenzó a deslizársele por los ojos, en una estampa que debería ser ya icónica de esta edición. Si fueron gotas de sudor o lágrimas, da igual. Si no lloraba por fuera, desde luego ahí había un llanto interior. Aunque tampoco es que lo necesitara, otra banda cuyo crédito sale disparadísimo de esa cita.
Existían expectativas muy altas con los Undertones y su eficaz mezcla de pop y punk, que parecieron confirmarse con un concierto a la altura, pero los incómodos solapes obligaban a elegir, y, ya con la noche cerrada en el cielo alavés, apetecía comprobar en vivo las mil y una vueltas de tuerca estilísticas de Calexico. En otro recital de exigencia, en un nuevo corte de mangas a la complacencia, rasgo que parece ir convirtiéndose en distintivo en esta edición, el líder de la formación, Joey Burns, salió a escena y preguntó a su público si querían cumbias. La tibieza de la acogida de la propuesta en un público de este estilo resultó tan evidente como previsible, pero a él le dio igual; el concierto, inaugurado con “La Cumbia Del Polvo”, fue dominadísimo por este género de principio a fin, con los esporádicos y regocijantes fogonazos tex-mex que suelen caracterizar muchas canciones de esta banda. Ni rastro apenas de aquellos sonidos de raíces atmosféricos de sus inicios, y que desde luego hubieran convencido mucho más a una parroquia que, con sus camisetas de Led Zeppelin, Allman Brothers y Rush, apenas sabía dónde meterse. Nadie entendió tampoco, en este registro, a qué vinieron las irrupciones, en sendos momentos determinados, de «Alone Again Or» (Love) o de «Love Will Tear Us Apart» (Joy Division), pero lo cierto es que, pese a todo, algunos se dejaron llevar con esta suerte de improvisada gozadera latina que se montó, y la experiencia resultó tan amorfa como insólita.
Mucho más académico y epatante resultó el concierto que, a renglón seguido, ofrecieron los estadounidenses Incubus. Con un bien administrado repertorio, la casi constante recurrencia de sus dos álbumes más aclamados (Make Yourself (99) y Morning View (01)), su habitual fusión de funk, nu-metal y rock alternativo y un sonido verdaderamente contundente, era comprensible ver a los fanáticos vibrar de placer, pero la sensación de estar ante una suerte de Faith No More vigoréxicos y sin alma era casi permanente. Tan respetable como olvidable.
Hubo tiempo de poder contemplar la aparición de los descacharrantes GWAR, que con sus impactantes disfraces 100% Dungeons & Dragons convirtieron el escenario en un improvisado Heroquest, pero (afortunadamente) no hubo margen para ser rociado con sus grimosas lluvias de fluidos porque los suecos The Soundtrack Of Our Lives, una de las citas más anheladas de todo el festival, se iban a ocupar de cerrar la noche en cuanto a conciertos de fuste. Con la sutileza y el buen gusto que suelen caracterizar a todos los nativos de este país cuando se cuelgan una guitarra y hacen música, y con una exuberancia de matices y una creatividad apreciable en toda su carrera, lo cierto es que el pop tan refinado y de talante psicodélico que ofrece esta banda merece una ecualización y nitidez sonora a la altura, y por desgracia eso no sucedió. Más discutible, obviamente, sería señalar como tremendo error el sistemático ninguneo al que parecen abocar a Throw It To The Universe (12), un disco de una hermosura y una emoción fuera de la común, y que si bien está lejos de ser el más emblemático de la banda, sí puede ser el que más acabe resultando efectivo a la hora de pellizcar el corazón, por ese sabor a crepúsculo y amargura que encierra desde la primera hasta la última nota.
Ni una canción asomó, pero no nos engañemos; los puntos más controvertidos, si así puede llamárseles, empiezan y acaban aquí, porque el concierto fue espléndido. Henchido de espiritualidad y ataviado con su habitual túnica y como un pastor dirigiendo las almas de sus feligreses, el orondo barbudo Ebbot Lundberg conserva intacta su presencia escénica, su capacidad de liderazgo y su angelical voz, y se sobrepuso a las deficiencias sonoras manejando un concierto lleno de magia, sin apenas altibajos, con picos puntuales de canciones exquisitas como “Sister Surround”, “Instant Repeater ’99” o “Second Life Replay” y rubricado con un antológico bis que no pudo dejar mejor sabor de boca: “Infra Riot”. Al final, con sus altos y bajos, muy gratificante jornada interludio, e ilusión y expectación máxima ante lo mucho que queda por venir.
SÁBADO
Una atronadora lluvia a primera hora de la tarde del sábado y problemas con el suministro eléctrico, que cancelaron momentáneamente varias de las actuaciones programadas en las primeras franjas, depararon un rosario tanto de paraguas como de inquietudes por la supervivencia de esta última jornada. Pero ni la reedición más torrencial imaginable del diluvio universal podría haber acabado con él. Hubo cosas antes (sobre todo antes) y después muy apreciables que intentaremos desgranar a continuación, pero la secuencia del festival, por su plasticidad, por su valor simbólico y por el sobrenatural carisma con el que fue ejecutada se vivió en la hora de las brujas, al filo de las dos de la mañana. La protagonizó un septuagenario melenudo cojitranco que, ya definitivamente, debería convertirse en el logotipo de este festival. Su reptiliano cuerpo parece un pergamino que encierre todos los entresijos y preceptos de la historia del rock.
Se había vuelto a llevar por delante el Azkena en una actuación portentosa y, ya sin su banda, rebosante de euforia y adrenalina y sin desear despedirse, queriendo todos allí congelar ese lance para siempre, recibía una marea de elogios y vítores. Entonces, y adentrándose en la penumbra de la parte trasera del escenario, retrocedió hacia allí sobriamente y fue engullido por el telón, en una fuga escénica que tuvo algo de paranormal e inverosímil, como si no fuera de este mundo. Hablamos, obviamente, de Iggy Pop. Y si no parece de este mundo es porque, directamente, tal vez ni lo sea.
El mérito es incalculable porque, paradójicamente, el concierto es susceptible de leves pero argumentables reproches. Ni la banda de acompañamiento, que recordemos que ocasionalmente ha contado entre sus filas con músicos del calibre de Duff, Slash o Chad Smith, lucía sus mejores galas ni la omnipresencia de la sección de viento, que por momentos infundía un aire ligeramente frívolo y verbenero al asunto, pareció necesaria. También choca que una discografía en solitaria tan extensa y adornada con temas de mucho nivel tenga un reflejo en el setlist tan sesgado y raquítico, con escasas variaciones y ninguneo a obras tan inspiradas e icónicas como Brick By Brick (90) o American Caesar (93). Pero, por otra parte, sería absurdo poner muchos peros a una actuación con semejante ráfaga de latigazos de los Stooges, entre los que cabrían destacar “TV Eye”, “Down On The Street” o una febril y maravillosa “Loose”. Y sobre todo, con la ferocidad y pujanza física, dentro de las evidentes limitaciones impuestas por la edad, con que fue acometida de cabo a rabo.
Mención especial también para los dos espléndidos temas que presentó de su flamante e inspirado Every Loser (23), “Modern Day Rip Off” y “Frenzy”, que no sólo no desentonaron, sino que con la segunda de ellas, al estamparla en la cara de todos los presentes como cierre del concierto, le confirió un instantáneo y muy merecido marchamo de clásico. Si la salvajada de 2003 con la banda de su vida en ese mismo escenario rezumó a cita histórica, y lo de unas pocas ediciones después rozó ese nivel, esta es otra muesca inolvidable de un tipo irrepetible. Muy gratificante sentirle así, reconocerle tan intenso y hambriento.
En registro y tono diametralmente opuestos, pero con idéntico perfume a suceso para los anales de la historia de este certamen, y justo en ese mismo escenario principal, Lucinda Williams había detenido un poco antes el tiempo durante alrededor de una hora y media con una experiencia tan incómoda como hipnótica. Aquejada de un ictus en 2020, que le ha dejado visibles secuelas físicas, como la casi total parálisis de su brazo izquierdo y dificultades en la movilidad, la actual versión de la sobresaliente cantante y compositora de rock americano ni puede tocar la guitarra ni insuflar la energía y chispa habituales en sus interpretaciones vocales. Sólo ya la entrada en escena, llevada del brazo hasta su micrófono, y cuyo soporte palpaba y asía a menudo para no perder el equilibrio, rompía el corazón.
No pareció una buena idea atacar, al comienzo de la actuación, tras una prometedora “Protection”, la volcánica “Real Live Bleeding Fingers And Broken Guitar Strings”, y que en estas circunstancias sonó opaca y sin colmillo. “Drunken Angel”, en cambio, sí asomó con hechizo y poder de convicción y “Fruits Of My Labor” y “Are You Down” ya comenzaron a catapultar el concierto hasta unos niveles de conmoción y desarmante belleza que apenas cesarían hasta el final. Esa fase que comprende la desnuda fragilidad de Essence (01), la siniestra magia del descomunal World Without Tears (03) y el tan vulnerable como incomprendido West (07) no pudo, a lo largo y ancho de todo el repertorio, sublimarse mejor.
Quizá fuera inevitable, especialmente en los primeros compases, preguntarse hasta qué punto le compensa seguir subiéndose a un escenario ante el examen de cientos de personas con semejante merma, pero la manera en la que, poco a poco, y a golpe de soberbias letanías, la experiencia fue mutando a embriagadora tiene pocos precedentes en este festival, quizá ninguno. Y es que si a Johnny Cash en su canto del cisne discográfico poco menos que se le sentía y escuchaba morir, a la actual Lucinda se la percibe desconectada de su entorno, en una suerte de limbo interior, pero probablemente con el mayor poder de evocación que ha tenido nunca, debido a este flotante halo de irrealidad. Emocionaba sobremanera verla, llena de puerilidad, dando palmas repetidamente a sus músicos, tras presentarlos torpemente, y ser incapaz de articular palabra ante las cerradas ovaciones que parecía encajar con tanta candidez como desconcierto.
“Out Of Touch”, tan expansiva como preciosa, la sinuosa “Unsuffer Me” y una Essence que llegó tan desfigurada como llena de entrañas y sexualidad fueron tres rescates soberbios. Las nuevas canciones que integrarán su inminente álbum, “Stolen Moments” y “Let’s Get The Band Back Together”, prometieron mucho. Hacia el final, las obsesivas “Joy” y “Righteously” imprimieron un perceptible nervio e ímpetu a las interpretaciones impensable nada más comenzar la actuación, y “Honey Bee” y “Rockin’ In The Free World”, de Neil Young, arriesgadas a priori en este singular contexto por su contundencia, no naufragaron en absoluto y, preñadas de emoción y encanto, pusieron un impecable sello. Radiante y a paso lento, se fue despidiendo de sus fieles hasta desaparecer del escenario. En su espalda, adornando su chaqueta, se podía observar un corazón atravesado por un rayo. De alguna manera, era el de todos los allí congregados. Un concierto único, de otro mundo, maravillosamente espectral, y lo más estremecedor de todo el festival.
Bajando al escalón de lo terrenal, podemos reivindicar el fabuloso concierto de los Melvins, con un arrebatado Buzz Osborne percutiendo su guitarra, deleitando a sus incondicionales con su insobornable mezcla de grunge y sludge metal y con el acompañamiento de un igualmente intenso y carismático Steve McDonald. También caben destacar dos actuaciones de blues llenas de sabor y pasión, y bastante disfrutables, como las que llevaron a cabo Jim Jones All Stars o Ana Popovic. En el otro lado de la moneda, difícil ignorar el muy desangelado concierto de Amanda Shires, uno de los nombres más pujantes de la escena de folk americano pero que en directo no confirmó las expectativas, y el duro aplazamiento, motivado por la lluvia, del muy apetecible concierto de Cherrie Curie y Nat Simons a la franja horaria de Iggy Pop.
También es oportuno ensalzar el acierto de las carpas Trashville, donde se pueden ver propuestas escénicas más al margen, entre las que conviene detenerse en el inaudito concierto que ofreció Steel Beans, proyecto del multiinstrumentista Jeremy DeBardi, y que, erigido en el Juan Palomo definitivo, lo ejecutó cantando, tocando la guitarra y aporreando la batería a la vez. Por supuesto, este reducto de carpas siguió hirviendo todos los días hasta el alba con diferentes sesiones de DJ’s, y allí se dieron cita los más infatigables y ávidos por explorar las fronteras y el lumpen del festival. Pero todo esto no importa demasiado ante los verdaderos protagonistas, los elegidos, esos Iggy Pop y Lucinda Williams que ni tienen relevo ni rival. La gloria de este fabuloso Azkena, una vez más, les pertenece.
Fotos Azkena Rock Festival 2023: Óscar L. Tejeda, Jordi Vidal
Y cual fue la GALAXIA ?