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Viva Belgrado (Teatro Góngora) Córdoba 06/05/2021

En esta ciudad no se puede vivir la alegría si no es en compañía de una melancolía sutil y persistente. Según cuenta el cine, a Tokio le ocurre lo mismo. Si en mitad del frenetismo y los espejismos creados por las luces de neón te detienes a mirar dentro de ti, lo más probable es que termines descubriendo tus vacíos. Viva Belgrado ha conseguido conectar los paisajes emocionales de dos ciudades opuestas en un disco coherente y hermosísimo, tanto musical como conceptualmente, por eso se ha ganado el apelativo de grupo imprescindible.

Hoy juegan en casa. Parte de su afición les espera en bares cercanos al teatro. Sobre los taburetes pegajosos del mesón un grupo improvisado toca flamenco para oír cantar al camarero. «Rosa María, Rosa María, si tú me quisieras qué feliz sería…» «Plas, plas, plas, plas». Parece imposible estar a pocos minutos de las guitarras eléctricas revueltas, los gritos desgarrados.

Atascado en la oscuridad del Góngora, el público cordobés vitorea orgulloso cuando los cuatro se dejan ver sin mirar a nadie más que a sí mismos. Tocan en capullo, recogidos en torno a una batería a punto de romper los cimientos de la sala en «Una soga», «Bellavista» y «Cerecita Blues», los temas iniciales de ese edén inalcanzable hacia el que miran con ironía en su último disco. Bellavista es la consecuencia de una evolución personal, musical, artística. El arcoíris dibujado sobre el escenario simboliza un futuro brillante en la música sepultado por un presente convulso. El solipsismo de los veinte, miedos, contradicciones personales, caos emocional, el vicio a la tristeza, frustran unas expectativas a más altura, incluso, del altar en que la crítica ha situado su último trabajo.

No es común que una banda de rock se vea a sí misma desde fuera con tanto atino como lo hacen las letras de Cándido Gálvez. La apariencia cuidadamente desgarbada del vocalista combina bien con la actitud irónica del músico que ha caminado por las escarpadas vías del ego. Las metáforas esforzadas, la orgullosa espina poética, han sido sustituidas por una actitud mucho más prosaica, directa, ingeniosa, acorde con los tiempos descreídos que corren. A los que dicen que mis letras les sonrojan, a los que dicen que les he aliviado el corazón…Ese toque bien medido de cinismo hace que el espectador se relama de placer desde su asiento.

No dejan de lado las canciones que les han dado un nombre. Pasean por Ulises con «Apaga la llum» y «Annapurnas». Jamás olvidarán los tiempos en los que se dejaban mecer por sentimientos intensos: «Barcelona me duele demasiado, Munich me sigue recordando a ti, a granada espero no volver jamás…» Tampoco quieren que su público nido los pase por alto: «Córdoba seguirá siendo mi hogar. Por la mañana temprano» infla aun más la inevitable sensación de impotencia de un público al que le gustaría poder quitarse la mascarilla y saltar de su asiento, que no debería ser el del Teatro Góngora, sino el del Gran Teatro. Los Viva Belgrado se lo merecen, su afición lo merece también. Un espacio señorial que les acoja con elegancia y fiereza, donde poder desatar los instintos salvajes que acompañan a un baile desenfrenado. No es posible. En la tercera fila del flanco izquierdo, unos cuantos seguidores, probablemente amigos y familiares, apenas pueden contener los espasmos con «Báltica» y «Cáncer, capricornio». Luego vuelven a los toques orientales, a la juguetona referencia al flamenco, con «Vicios», «Un collar» e «Ikebukuro Sunshine».

Especialistas en equilibrar los silencios y la rotura de tímpanos. «Transatlántica» y la vuelta a dos mil trece en «El gran danés» enrarecen el ambiente, lo vuelven tenebroso. Los fantasmas sobrevuelan el aforo. Antes de que el set list, sin apenas pausas entre un tema y el siguiente, se oscurezca, Cándido se gira hacia el público para ofrecer un tímido “gracias por estar aquí, en estas circunstancias, y por vuestro silencio”.

El Góngora regresa a la luz con un público en pie, emocionado y desconcertado a partes iguales. No han respondido a los bises. No ha sonado el tema menos screamo de su discografía. La ausencia de los punteos y el teclado de Pedro en «Más triste que Shinji Ikari» deja una sequedad amarga en la boca. La decisión de no incluirla puede obedecer a un juego consciente de la banda o puede que solo se trate de una decisión acorde a las necesidades técnicas del concierto. Quién sabe. En lo que respecta a los músicos sensibles, misteriosos, extraños y atractivos, nunca hay seguridad de acceso a todas las claves. El intento, por supuesto, siempre resulta divertido.

 

 

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