Jim James – Regions of Light and Sound of God (Music As Usual)

Persiguiendo ese delirio que es intentar estar al día de la actualidad musical, muchas veces uno acaba cansado de escuchar discos que son, en esencia, simples ejercicios de estilo. Afortunadamente, de cuando en cuando aparece un álbum que te mira a la cara, desafiante, y te dice algo así como «Etiquétame, si tienes lo que hay que tener». Es el caso del debut en solitario (si no tenemos en cuenta su EP con versiones de George Harrison) de Jim James, el líder de la banda americana My Morning Jacket.

Los que hayan seguido la trayectoria reciente de los de Kentucky posiblemente no se sorprenderán del eclecticismo del álbum de Jim James, aunque tal vez si que sea una cierta sorpresa el minimalismo de la propuesta y la casi ausencia de guitarras en beneficio de sintetizadores, sampleados, efectos varios. Se hace más comprensible el resultado si escarbamos en el concepto tras el disco: se trata de una especie de banda sonora para una novela gráfica de los años 20 que describía, sólo con imágenes, el mito de Fausto.

Aunque temáticamente poco tienen que ver el álbum y la novela, sí que es cierto que algo de místico, fantasmagórico y desasosegante hay en este puñado de canciones. El ambiente es el que podríamos encontrar en un castillo encantado del futuro, en el que sonaran a la vez todas las músicas de todas las épocas y lugares, filtradas a través de los muros, lejanas, como venidas del más allá. «A-E-I-O-U» tiene ese aire fantasmal por la manera en que surge lentamente, soportada por unos pocos acordes, y por la forma en que va creciendo, como si los espíritus del castillo fueran uniéndose a la fiesta poco a poco. Una fiesta en la que los fantasmas del pasado, presente y futuro charlan de forma animada mientras suena música extraída de viejas series de los 70 que ya nadie recuerda («Know til now») mientras el espíritu de John Lennon juguetea por los pasillos imitando a Ariel Pink («Dear one») y haciendo duetos imposibles con Marvin Gaye («Actress») o con Roy Orbison («A new life»). Una fiesta interrumpida de madrugada por unos distinguidos ectoplasmas llegados de países exóticos que se adueñan de la gramola («All is forgiven») hasta que, con las primeras luces del alba, suena una nana ultraterrenal («God’s love to deliver») y los espíritus van desapareciendo, poco a poco, quedando el castillo en un silencio solemne.

La sensación final es parecida a despertarse de un extraño sueño, o tal vez volver de un viaje en el tiempo, o incluso haber pasado la noche en una vieja discoteca embrujada, o todo ello a la vez. Sea lo que fuere, lo único cierto es que dan ganas, muchas ganas, de repetir.

 

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