MF Tomlinson – We Are Still Wild Horses (PRAH Recordings)
Estamos ante ese tipo de discos que la injusticia divina hará que pase sin pena ni gloria agazapado entre la ingente producción de discos de este año. Seguramente por eso mismo vale la pena poner el acento en este tipo de álbum, para de esta forma ponerlo en valor, y de alguna forma subjetivar su valía sobre el resto de los trabajos que andan en coordenadas parecidas: pop- rock de autor de mimbres clásicos que se dejan engatusar por otros sonidos como el folk o el jazz macerado en barrica. Este We Are Still Wild Horses (PRAH Recordings, 2023) es eso, pero elevado a la máxima potencia, y si tiene algún valor hoy en día esto de reseñar discos es para hacer descubrir artistas de una valía incalculable, aunque la música que hagan no suponga una revolución en el devenir de la historia.
MF Tomlinson es un australiano afincado en Londres que debutó con un notable disco – Strange Time (2021)- en donde rastreaba en sus emociones para expresar el trauma vital que estaba generando entre nosotros un diminuto virus contagioso. Su segundo trabajo incide en esa desazón: “At both ends of the album there is an abyss: one is darkness, the other is the unknown. By the time you make it from one end to the other, you find the abyss has been filled up with stars.”. Bonitas palabras extraídas de su Bandcamp en las que intenta comunicar esa sensación de extrañeza en las que estas canciones fueron tomando forma.
Tan sólo cuatro canciones contiene este majestuoso disco: “A Cloud”, una preciosa letanía con slide guitar a lo lejos, tiene ese torrencial lirismo que recuerda a Bob Dylan, pero también a Richard Thompson o a un Don McLean cósmico: una preciosa apología a la vida y de cómo las pequeñas cosas nos pueden alegrar un día de mierda: “Outside my window/ There’s a cloud/Floating overhead/Instead of rain, it dropped a rope ladder down/That dangled just too high to reach”.
“Winter Time Blues” tiene unos arreglos de viento maravillosos, y estos se van arremolinando entre los sonidos de un banjo y un sintetizador que se intuye, coronando un sonido fronterizo a base de riffs de guitarra en el ecuador; muy cinético todo, cuyos ecos remiten a bardos ilustres como Nick Drake, Hendrix, o al mismo Sufjan Stevens.
En “The End Of The Road” (con coros de Connie Chatwick) está inspirada en las revueltas sociales tipo Black Live Matters, y en esa sensación de empoderamiento que se desata cuando estás entre la multitud coreando soflamas por los derechos civiles. “When I went back to Trafalgar Square // There wasn’t anybody there / They had all been dragged away // Later in the evening // Without them there, life had resumed /Nobody seemed to have a clue // Did I dream it up or was it true // That we were really reaching the end of the road?”. La melodía se va meciendo serpenteante por meandros que recuerdan a un vals a la forma de Leonard Cohen.
La guinda del pastel es la oceánica canción titular. Son casi veintidós minutos de tema en la que todo es imprevisible, todo es de una belleza sobrenatural. Arranca con los sonidos de un piano y un contrabajo aportando una sensación de irrealidad, de viaje onírico que se irá repitiendo. Los arabescos del sintetizador y la batería se unen, y el tema se desliza por senderos de canción pop marca Paddy McAloon pero en clave low-fi. Pero la lava incandescente lo anega todo, y de repente una flauta aparece como antesala a una lección de jazz interestelar para más adelante juguetear con el math rock, y hasta el ambient con maneras de krautrock. Un espectáculo.