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Cuatro símbolos: la historia del disco que no quería llamarse Led Zeppelin IV

Al grito de “Valhalla allá vamos” la banda que Jimmy Page ideó junto a su antiguo camarada John Paul Jones para reflotar a los entonces extintos Yardbirds, logró definir lo que iba a ser la música de los años setenta del siglo XX. Led Zeppelin, que así se acabaron llamando gracias a una idea cedida por su entrañable colega Keith Moon, se convirtieron en un mastodonte llena estadios y de fama casi igual a la de los Fab Four, que tocó casi todos los palos (hasta el reggae) y definió la puesta en escena y los clichés que iban a dominar el rock desde el mismísimo segundo en que sonó su primer acorde en una radio.

Led Zeppelin Stairway 1

De toda su discografía, casi impecable, si alguien quiere abreviar y encontrar en un sólo artefacto su esencia, lo mejor es empezar por su cuarto elepé. Un disco que ni siquiera se preocuparon de titular, ni salir en su portada y por supuesto, tampoco de promocionar de una manera, digamos, habitual. Pero un trabajo que acabó teniendo un éxito sin precedentes. De hecho, puede decirse que su presencia en el mercado consolidó el valor del álbum frente al del sencillo. Durante mucho tiempo, la gente ya no se contentaría con escuchar su canción favorita de un artista destacada en un pequeño siete pulgadas, era mucho mejor el álbum completo, sobre todo si contenía epopeyas de siete minutos con solos épicos y desarrollos casi cinematográficos.

Todo eso lo metieron ellos aquí. Y esta es la historia de cómo lo hicieron.

Dioses caídos

En 1970 las cosas no iban bien. El tercer disco de la banda que formaban los veteranos de la escena Page y Jones, junto a los novatos pero especialmente talentosos Robert Plant y John Bonham, no había certificado el tremendo éxito que había obtenido el segundo, gracias a un sencillo bomba como fue “Whole lotta love”. El disco que se abría con “Inmigrant song” (y su “Valhalla, allá vamos”) era la niña de los ojos de Jimmy y no entendía por qué la crítica se empeñaba en arrastrarlo por el fango y la gente no comprarlo. Sus incursiones en el folk y la psicodelia no eran precisamente lo que el público ni el periodismo musical esperaban tras el éxito de su rock duro, así que casi nadie entendió la broma.

 

A punto estuvo el guitarrista de tirar la toalla, pero sabía que lo que tenía entre manos era demasiado potente como para abandonar al primer percance. Lo que hizo, sabiamente, la banda fue renacer de sus cenizas y lamerse las heridas con una pequeña gira de vuelta a los clubes en su país, lejos de la peligrosa América, que ya empezaba a conocer sus desmelenes orgiásticos durante sus tours. Volvieron a su base y también empezaron a probar una serie de nuevos temas especialmente potentes que ya tenían preparados.

Rebelión en la granja

Llegada la hora de grabarlos, la verdad es que andaban algo despistados. Empiezan probando en los estudios Island de Londres, pero el feeling no es correcto. Acaban trasladándose a donde se sienten cómodos. En Headley Grange, la casa de campo en Hampshire donde suelen ensayar las cosas fluyen y aprovechan el estudio móvil de sus amigos los Rolling Stones para ir grabando el poderoso sonido que obtienen. Registran un número tan nutrido de canciones que se plantean incluso editar un doble álbum, algo que llevan posponiendo desde su segundo disco.

Hacen bien en contener los humos -el doble, sin embargo, llegaría unos años después con Physical Graffiti- y al fin se quedan con ocho de esas canciones. Un lote equilibrado, espectacularmente bien ideado y ensamblado, con una secuencia infalible para meterse al oyente en el bolsillo y que ellos, además, quieren empaquetar de una forma especial.

Ni título, ni leches. Cuatro símbolos

Al habla Jimmy Page: “decidimos que en el cuarto álbum quitaríamos importancia al nombre del grupo y que en la portada no habría ninguna clase de información…Tuve que hablar hasta con las piedras para conseguirlo. La compañía de discos nos dijo que estábamos suicidándonos a nivel profesional. Explicamos que sólo queríamos depender de la música”.

El disco, de carpeta doble (o gatefold, como dicen los anglos), pretendía representar al desplegarse la dicotomía entre lo antiguo y lo nuevo. Si miramos la portada propiamente dicha, aparece colgada en una correosa pared una lámina profusamente enmarcada en la que sale fotografiado un anciano cargando un haz de leña. Imagen profundamente costumbrista que adquirió Robert Plant en un mercadillo de Reading. Abriendo la otra hoja de la portada, vemos que la pared pertenece a una casa en ruinas y que desde el final del medio derribado muro, puede verse un conjunto de edificios entre los que destaca un rascacielos de lo más moderno.

Se trata, como decíamos, de la confrontación entre lo nuevo y lo viejo, lo tradicional y el futuro. Un poco como el contenido del disco en sí. Además, en la carpeta, como explicaba Page, no se encontraba por ningún lado el nombre de la banda. Pretendían hacer ver al mundo que eran mucho más que eso. Tampoco el título del disco, aunque, pese a sus esfuerzos y deseos, acabaría siendo conocido como Led Zeppelin IV.

La parte interior de la carpeta era todavía más enigmática, con una pintura a doble hoja que representaba la figura del Ermitaño, que significa en el tarot la introspección, la meditación y la necesidad de autoconocimiento. El anciano encorvado que está pintado ahí lleva un farol en la mano con el que busca aportar luz para hacer florecer la verdad. Todo esto, obviamente, venía orquestado por Page, gran aficionado al ocultismo y a la cartomancia.

 

En la funda interior, junto con el vinilo, venía la letra de la canción estrella, “Stairway to heaven”, por un lado. Por el otro, cuatro extraños símbolos metafísicos que representaban a cada uno de los miembros de la banda como individualidad: Plant eligió una pluma, que es el símbolo del dios egipcio Ma’at y referencia la justicia, a la par que la escritura; Jones eligió un círculo surcado por tres óvalos concéntricos que representan cuerpo, mente y alma; Bonham eligió tres círculos concéntricos que simbolizan la trinidad de madre, padre e hijo; y por supuesto el más desconcertante fue Page, que hizo diseñar el suyo y jamás ha accedido a revelar su significado. Es el único que tendría, digamos, lectura (“zoso”), pero nadie sabe lo que significa, pese a que han corrido ríos de tinta sobre ello. Así de “ocultista” era el muchacho.

Como rosquillas

¿Suicidio comercial, decían ustedes, señores de la compañía discográfica? Más bien todo lo contrario. Todo ese misterio que envolvía el álbum no hizo más que magnificar su impacto. El disco fue número uno en casi todo el mundo (excepto en Estados Unidos, dato curioso, teniendo en cuenta que era el país donde más éxito tenían). En relativamente poco tiempo vendió 15 millones de copias y lleva vendidas en la actualidad unos 23 millones.

La explicación de tal éxito es compleja. En primer lugar, obviamente, está el contenido. Ocho canciones realmente apabullantes, que llevaban al oyente sin estridencias del rock más duro hasta el folk más medieval, las epopeyas épicas o la psicodelia más encendida. Todo ello con un sonido especialmente grande. Compacto hasta el paroxismo. Un prodigio de producción que significaría un antes y un después en ese sentido.

Además, aunque del disco se extrajeron dos singles al principio de su etapa promocional, “Black dog” y “Rock and roll”, la jugada maestra fue no sacar sencillo de la canción estrella. “Stairway to heaven” era una joya. Tal como decía Page, la canción cristalizaba la esencia del grupo, era la obra perdurable que cualquier artista persigue. Como la gente también lo vio de esa forma, comenzó a comprar el álbum como si de un sencillo se tratara. Como rosquillas, vamos.

De plagios, batallas y rock and roll

Todo el mundo sabe que Led Zeppelin fue una banda cuyo principal atractivo fue mezclar muy bien las cosas preexistentes. Tomaron la tradición del blues y la fusionaron con pop, rock y folk de una forma jamás vista hasta entonces. No hay más que escuchar el inicio de este álbum con “Black dog” y su “Hey hey mama said the way you move, gonna make you sweat, gonna make you groove” que desata una tormenta de sexualidad al más puro estilo de los cantantes negros que sus autores admiraban. La sección rítmica es aplastante, las guitarras atronadoras y Plant está exultante en su papel de lascivo adonis del rock.

 

“Rock and roll” es todo un tributo a las raíces de aquello que ellos habían venido a cambiar. La evolución representando el origen. Otra apisonadora que dejaba sin aliento. Y, por fin, la paz. “The battle of Evermore” era justamente lo contrario. Una especie de gesta medieval inspirada por libros de historia de Escocia y el Señor De Los Anillos, que toma como referencia a bandas de la época de british folk como Fairport Convention, cuya vocalista, la portentosa Sandy Denny, precisamente, participa en la canción dando réplica vocal a Plant. La primera artista invitada en un disco de los Zepp, nada menos.

Llega la estrella. “Stairway to heaven” es realmente especial. Ha sido tan discutida, comentada y recreada por cualquier guitarrista que se precie (recuerden aquella escena de El Mundo de Wayne en la que al entrar en una tienda de guitarras hay un letrero que dice “prohibido tocar Stairway to Heaven”), que casi se me antoja un delito hablar sobre ella. Cierto es que el parecido de su estructura con la instrumental “Taurus” de los nunca suficientemente reivindicados Spirit, banda americana con la que había girado el zepelín, es más que anecdótico (algo que se resolvió en los tribunales a favor de los ingleses, por cierto), pero lo que es indudable es que la profundidad, la majestuosidad, que obtiene aquí la banda es de un carácter monumental inasible para casi cualquier otro artista. Inventaron aquí una forma de hacer las cosas que sería constantemente imitada y labraría camino para varios géneros, como el heavy metal o el prog rock. Y no quiero decir con ello que los Zeppelin sean encuadrables en ninguno de esos dos estilos, ojo.

 

Lo que es indudable es que cualquier disco que contenga una joya como esta ya es, sólo por ello, tremendamente especial. Pero es que la cosa no acababa ahí: “Misty mountain hop” es una saltarina pieza que bebe del rhythm and blues, del pop y de la psicodelia a partes iguales. Es totalmente irresistible y aporta colorido al conjunto.

La lista continúa con otra de las intensas: “Four sticks”, de riff machacón y blusero que muta hacia el folk psicodélico en su estribillo coronando una fantástica canción y que no por no pertenecer a los “clásicos” oficiales de la banda deja de ser tremendamente importante, igual que lo es, en otro orden completamente diferente, la preciosa oda “Going to California”, todo un tributo a lo que se cocía en aquél entonces en Laurel Canyon. O a la idea estereotipada que tenían de ello los foráneos. De nuevo lo acústico se apodera de esta obra, que superaba la prueba que no logró Led Zeppelin III equilibrando tan bien los mundos eléctrico y desenchufado.

 

El final llega con el aplastante golpeo de las baquetas de Bonham como si del martillo de los dioses se tratara. La armónica de Plant anuncia ese maridaje del mundo antiguo -el blues- y el nuevo -el hard rock- que su banda acababa de cincelar en este disco definitivo. «When the levee breaks»tenía un carácter de epopeya similar al de “Stairway” pero en una onda pesada completamente diferente, el cuarto disco de Led Zeppelin certifica el éxito de su misión: Dejar deslumbrado al oyente. Ya nada volvería a ser igual a partir de entonces. Habían reinventado el rock and roll y con todo el tinglado que habían montado para ocultar su nombre en la carpeta, habían demostrado que su música se vendía por sí sola, que no eran un simple hype ni un nombre. Nada más y nada menos.

El legado

Cincuenta años después, el poderío de estas ocho canciones, de este mágico empaque de parte del mejor rock and roll hecho en el siglo XX, continúa intacto. John Paul Jones comentaba no hace mucho a la revista Mojo: “acabo de escuchar el disco de nuevo y no ha envejecido”. Tiene toda la razón del mundo. Tras años y años de imitaciones, géneros manidos nacidos a partir de su sonido y guitarrazos a diestro y siniestro, el disco sigue saliendo triunfal de cuantas escuchas se le de. Es una experiencia excitante de principio a fin. Un manual de cómo debe sonar el rock pensado a lo grande.

Led Zeppelin tuvo una carrera casi modélica. Escándalos y mala fama aparte, hasta el fallecimiento de su batería que motivó su separación el conjunto de canciones y álbumes que alumbraron es realmente sólido. Quizá su último álbum, In Through The Out Door, esté un poco menos a la altura de los demás, pero es también un magnífico disco de rock. No obstante, de todos los discos que publicaron sin duda es este cuarto enigmático trabajo el que despunta. No sólo por su contenido, como nos hemos empeñado en explicar, sino por todo lo que rodea a una obra de arte total que sentó cátedra sobre muchos aspectos, musicales o extramusicales, para ejemplo de generaciones venideras.

Su estructura, que aúna sabiamente elementos tradicionales de uno y otro continente con posicionamientos de rock moderno que aún hoy traen razón de ser a bandas jóvenes (no hay más que escuchar a Greta Van Fleet, por ejemplo), es un prodigio de argumentación. Es incontestable el equilibrio que da forma a un todo tan espectacular y apabullante. Un verdadero tótem del rock and roll. De esos discos que invariablemente alguien debería poner a sus nietos para explicarles de qué iba esto, en caso de que quieran saberlo.

Para los que no fuimos coetáneos de su publicación y su éxito, pero aún así crecimos con esta música, es también un disco al que se puede acudir de tanto en tanto. Es como el primer día. No se desgasta, nada opaca su brillantez. Y mira que está sobado su contenido, pero aún así. Led Zeppelin IV, que lo quiera o no la banda, es como se llama el disco, permanece y permanecerá como la piedra filosofal que es. Al contrario que en otros casos, esta onomástica no irá acompañada de ninguna reedición conmemorativa vacía-bolsillos, así que corran a su platos, sus reproductores de cedé o sus cacharritos electrónicos varios y denle bien duro a la música, que es lo que realmente importa. «Hey hey mama said the way you move…»

 Escucha ‘Led Zeppelin IV’ de ‘Led Zeppelin’

 

 

 

 

 

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