Guadalupe Plata – Ambigú Axerquía (Córdoba)

Si algunos de los que lean estas líneas ya han tenido la impagable ocasión de ver y escuchar al trío ubetense en directo, lo mejor es que se ahorren algún que otro párrafo y guarden cualquier documento sonoro o audiovisual, por muy ínfimo que este sea, por si la posteridad y los cruentos tiempos presentes se aliaran en un futuro próximo para situar a Guadalupe Plata en el lugar que verdaderamente merecen. Al menos nosotros ya tenemos reservado un pequeño altar desde hace tiempo para encomendarnos a la santa patrona del pantano. El cieno es cada vez más espeso y el traje de neopreno que nos ceñimos en cada nueva inmersión empieza a quedársenos pequeño. Como a ellos el escenario.

Paco Luis Martos, dueño del barreño -retruécano tan efectivo como innecesario- y pensador de bajos imposibles; Carlos Jimena, señor de cajas y bombos, y Pedro de (el) Dios, maestro improbable de pedales y mástiles. Menos es más. Querer es poder. Llegar, ver y vencer. No sé si es la tercera o cuarta noche que testificamos su triunfo, que no es otro que el de superarse a sí mismos, pero eso de que la involución es en realidad la forma más inteligente de evolución solo puede cobrar sentido cuando involucramos a la música.

Su intención no es la de sonar mejor a medida que graban, aprenden e interaccionan, sino la de replegarse en un ejercicio de ombliguismo que ojalá siga varando en los mismos puertos que hasta ahora parecen condicionar sus composiciones. Incluso se van a Memphis a hacer amistades y le piden a Walter Daniels que ponga su armónica en unas cuantas versiones que graban así como quien no quiere la cosa y que suenan como un cañón (ahora se transforman en cuarteto durante el tiempo que dicho instrumento requiera protagonismo). Porque Ghost rider», por ejemplo, haría sentirse orgulloso a los propios Suicide y quién sabe si hasta les pondrían un piso en Nueva York para que volvieran a ver Taxi Driver las veces que hiciera falta. Como unos psycho killers cualesquiera, vaya, solo que estos tres músicos solo desenfundan al anochecer, cuando a Perico le colocan el micro delante y el ampli detrás, para que campe a sus anchas por los dominios del swamp rock castizo. Cuando lo ves ahí, tan menudo, vociferando las frases sueltas, casi espontáneas, con las que puntea las oleadas de cuerdas, no puedes creerte que en un músico tan humilde se concentre tanto talento. Sin púas ni aderezos, solo necesita el colchón de otra guitarra que suena a otra cosa y el eco de una feroz percusión para sacar adelante cualquier apunte -eso es lo que parecen muchas de las canciones- y transformarlo en una ruleta de emociones viscosas. Imposible quedar impasible.

Los poderes fácticos de una formación tan básica pasan por el siniestro arranque con «Cementerio» y continúan por el arrastrado lamento de «Lorena», el trote infernal de «Rezando, la rabia bien dirigida de «Rata», el empuje instrumental de «Funeral de John Fahey», el sincopado enlace de «Jesús está llorando» con «Milana», la enésima versión de «O my bei» (la actual debe ser la octava por lo menos), la ortodoxia blues de «Esclavo», la nueva vuelta de tuerca a la estructura de «Demasiado» y «Estoy roto» y sobre todo ese pequeño himno, felino y directo a la yugular, que es «Gatito». Por si no fuera poco, aún conservan dos balas mortales de necesidad que nos recuerdan lo certeros que anduvieron en su debut y el extraordinario porvenir que les deparábamos al escuchar «Baby me vuelves loco» y «I»d rather be a devil». Que el demonio se apiade de nuestras almas si estos dos temazos no les sirven para levantar cualquier concierto, por muy poca falta que eso les haga.

No contentos con enfilar este fin de gira revisionando el cancionero de Bambino y Atahualpa Yupanqui, ambas estrellas -nunca apagadas, por otra parte- aparentemente en las antípodas de su estilo pero cercanas en intención, se atreven a hacer irreconocibles «La pared» y «La vasija», respectivamente, y publican un single con las dos canciones, una por cara, a la antigua usanza y para que estemos pendientes de darle la vuelta al vinilo. No esperarían otra cosa de quienes volvemos una y otra vez a la orilla de sus revueltas aguas, a dejarnos embadurnar de roñosos sonidos y envolver de distorsiones celestiales. La imagen de nuestra penitencia, la bendita Guadalupe Plata de nuestros más profundos e inconfesables sueños de blues, sonríe orgullosa sobre las cabezas de tres pieles blancas limpias de polvo y paja. La inspiración es otra cosa, y solo algunos logran capturarla para siempre.
 
 
 

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