Manolo García (Teatro De La Axerquía) Córdoba 23/6/18
Aún quedan especies en extinción. Animales con apariencia humana y humanos con esencia animaloide que se sienten más próximos a la naturaleza, a un hábitat inhóspitamente natural que les da vida y energía para seguir habitando en un mundo cobarde y egoísta al que solo pertenecen a regañadientes. Del mismo modo aún quedan artistas, músicos, pintores, escritores, gente que entiende que solo el arte podrá salvarlos a ellos y a todos nosotros, que interpretan los vaivenes de la existencia como un medio y no como una necesidad de ser más que de estar. Solo quienes se arrimen a su oleaje, a su vehemencia atemporal, podrán participar de la sombra que abren sus ramas y refugiarse en los versos que su experiencia labra en el alma, no por menos apesadumbrada a veces más consciente de su capacidad de regeneración. Precisamente a eso, a insistir en la rebeldía, a no conformarse con lo que oímos, vemos y tocamos, a ceñirse al criterio más exiguo para alcanzar las más altas cotas de la sabiduría, se dedican con empeño algunos creadores para quien el tiempo no es sino un arma, una excusa, un placebo. Nada importa salvo el sentimiento. Cuánta falta sigue haciendo gente así.
A Manolo García no parece importarle en absoluto –al contrario, lo usa a su favor como le place- el concepto del paso del tiempo. Juega con él en la temática de sus canciones, como con los recuerdos de una infancia lejana y plácida y los atavíos emocionales de un amor perdido y recuperado a cada nuevo recodo de la edad. En Geometría del Rayo, octavo capítulo de una historia artística que empezó con la misma convicción que conserva hoy, se le atempera el ánimo y recoge los acordes que le han hecho grande en un nuevo río de guitarras acústicas, percusiones domésticas y ambientes de concreción vital que trasladados al directo adolece por momentos de cierta monotonía. Ha reducido los riffs (ahora solo el gran Ricardo Marín y ocasionalmente el versátil Víctor Iniesta se enfrascan en esporádicos solos), se ha endurecido en su faceta reivindicativa y habla menos en general, pero de forma mucho más certera. Cuestión de convicciones. Al público le debe todo y él se lo devuelve a voz en grito cuando melodías extraviadas desde hace varias giras son secundadas casi con carácter protagónico (“Por respirar”, “Sin que sepas de mí”, “Fragua de los cuatro vientos”, “Ardió mi memoria”, “Con los hombres azules” son magníficos rescates de sus tres primeras referencias) y escucha embelesado las más recientes, aún faltas del calado necesario para su celebración colectiva (el primer bis lo dedica casi en exclusividad a algunas de ellas: “Crepúsculo creciente”, relegada al banquillo de los temas extra en la edición original; “En tu voz”, con unos ajustadísimos coros del teclista Juan Carlos García; “Quiero esa pasión” y “Océano azul”, tal vez la parte menos musculosa).
A Córdoba, una ciudad especial en su eterno trasiego, le entrega sonrisas y recibe abrazos cada vez que baja a mezclarse con las olas de brazos hambrientos de alegría, le obsequia con clásicos como “A San Fernando, un ratito a pie y otro caminando” y se lleva palmas transformadas en aplausos y una furiosa devoción que arrasa todo el teatro sin posibilidad de que se cuele un mal gesto, un rostro de desagrado ante lo que suena en el escenario y fuera de él. Desde que enchaquetado se sienta al borde del escenario a triple guitarra acústica para versionarse a sí mismo en “El frío de la noche” hasta que se pasea a placer por los medios tiempos de “Ardieron los fuegos, “Junto a ti”, “Irma, dulce Irma”, “Nunca es tarde”, “Pan de oro”, “Un giro teatral” y “Humo de abrojos” y se pega la camisa al pecho con la potencia de “Las puntas de mis viejas botas”, “Un alma de papel” y “Un año y otro año”, mediando la ayuda de su hermana Carmen en la recreación de lo que ya hacen juntos en el estudio, una medianía titulada “Ruedo, rodaré” que se refuerza en vivo y estira el ambiente familiar, de pura compenetración y medido estruendo de la puesta en escena más austera y puede que convincente que ha pergeñado hasta la fecha.
En las extensiones del espectáculo, cuando la tercera camisa ya está lista para empaparse, los músicos intercambian instrumentos y posiciones (el baterista Charly Sardá se pasa al bajo en “Pájaros de barro” y las manos de Iñigo Goldaracena, habitualmente dedicadas a pulsar las cuatro cuerdas, acarician el acordeón al mismo propósito), el capitán recuerda que Triana es y será una de sus bandas de cabecera cuando incorpora los versos centrales de “Recuerdos de una noche” como intro de uno de los temas y pone a su violinista, una sencillamente espectacular Olvido Lanza, a bailar como si aquello que canta fuese el fin de fiesta de una rave cualquiera, sin cohibiciones ni excusas formales. “Si te vienes conmigo”, “Prefiero el trapecio” y “Nunca el tiempo es perdido” son imprescindibles, sí, por muchas veces que se hayan escuchado, pero si nadie se va a casa sin cantar de nuevo “Insurrección” ni un solo minuto de las casi tres horas anteriores habría tenido sentido, aunque la reaparición en el set list de un tema como “Sin llaves” resulte más relevante. Pero ahora, al hilo de la jam final, es el propio García quien se parapeta tras la batería, el instrumento que pocos saben que dominaba allá por finales de los setenta, cuando el argentino Sergio Makaroff, todavía uno de sus ídolos, llegó a una efervescente Barcelona y, buscando una banda para dar unos cuantos bolos, lo reclutó para el puesto. El círculo debe cerrarse, aunque sea solo momentáneamente. La anécdota de “La Bamba”, manida versión con la que viene cerrando esta primera parte de la gira, es solo el síntoma palpable de que la propuesta del catalán, afinidades personales y excesos líricos aparte, no solo está actualizada a las circunstancias contemporáneas sino que casi se diría que es rigurosamente necesaria. La receta de un clásico del rock español es fácil de prescribir, pero no tan fácil de administrar como parece. Así es la geometría de la vida en plenitud.
Fotos: A. J. González