Nosinmúsica (Muelle Ciudad) Cádiz 19, 20 y 21/07/18

El gran “pecado” de un festival sumamente atractivo como este, celebrado en un entorno envidiable y halagado por la casi totalidad de bandas que acuden a él, es coincidir en el calendario con el monstruo del FIB. El Nosinmúsica se convierte así en una cita menor en la agenda musical veraniega cuando en verdad no debería. Tal vez lo disperso de un cartel que este año no guardaba tantos ases en la manga no ayudaba en exceso a la convocatoria masiva. Con todo, ha celebrado ya la cuarta edición con un relativo éxito que hace halagüeños los pronósticos para el próximo año. En este, combinar en la misma hoja promocional a estandartes del indie nacional como Izal, leyendas contemporáneas de la música latina del perfil de Residente y vacas sagradas del rock español de la categoría de Bunbury es algo que cuanto menos debería llamar la atención del público más variopinto. Así es la audiencia potencial y real, por lo allí observado, de un evento por lo demás impecable desde el punto de vista organizativo, con dos escenarios entre los que no se solapa ni una sola actuación, estrictamente puntuales por otra parte, y un sonido envidiable del que ya quisieran alardear algunos de los más reseñados. En lo musical, una ensalada demasiado irregular pero igualmente disfrutable. A los siguientes párrafos me remito.

Jueves 19

Nunca es el plato favorito del menú festivalero salir al escenario a una hora tan torera como las seis de la tarde, sobre todo si andas de promoción por un país en el que es difícil que alguien preste algo más que oídos leves a tus canciones. Los peruanos We The Lion lo intentaron con relativo éxito, con un único disco que pasear por el mundo y unas costuras folclóricas demasiado recientes para distinguir una personalidad aún en pañales. Una percusionista juguetona, un ukelele atinado y unas guitarras acústicas que realzan un look sonoro limpio e inocente, aseado con versiones como la del célebre y manido “Hey ho” de The Lumineers o “Found love”, el tema que los sacó del anonimato a través de la campaña publicitaria de una gran compañía de telecomunicaciones, seguramente su mejor tema hasta la fecha. Hablaron de amor universal, presentaron un tema inédito en vivo y demostraron ciertas tablas en los tintes negros de su vocalista y un halo general de buena asimilación del rollo folkie que otros más afortunados como Mumford & Sons siguen practicando cada vez con menos gracia. Nada nuevo pero nada malo para empezar.

En el otro escenario, el chiquitito, como a los gaditanos les gusta decir, una hija de la tierra emigrada por causas mayores en busca de otros horizontes artísticos y laborales más estimulantes tuvo apenas media hora para demostrar, cosa que no consiguió, por qué en ocasiones venideras merecería más tiempo y espacio en este u otros entornos similares. Estíbaliz, que así se llama (o se apoda) la chica y su banda, luce como una mezcla con dejes andaluces de los medios tiempos inofensivos de cualquier medianía salida de OT y un pop a medio gas trascendido de sentimientos igual de superficiales. Algún tema a medio descollar como ”Silencio” y poco más en una comparecencia que pasó desapercibida en un tramo horario complicado para alguien no habituado a forzar la máquina para quedar lo mejor posible. Otra vez será.

¿Hay algún aficionado al rock al que no le suene el nombre de Marky Ramone? A juzgar por las camisetas de los Ramones (había pocas de los Misfits, esas tan famosas que se compran en Zara las chicas que en su vida han oído hablar de esa cosa llamada punk y que fue otra de las bandas en las que militó este señor) el grueso del personal acudió a la llamada con pleno conocimiento de causa. En la actualidad el ex batería –que ni siquiera fue el mejor de los que militaron en la banda- de los falsos hermanos es un caballero de melena tintada, en caso de que aún sea auténtica la pelambrera, piel blanquecina y ajada y aspecto cuanto menos inquietante. Ha montado un circo de homenaje a su grupo que ya le lleva ocupando más de una década, desde que organizó una gira conmemorativa con estos mismos músicos, y se limita a sentarse a las baquetas y poner el piloto automático durante una hora. Los Blitzkrieg, de origen argentino, tenían una banda tributo a Johnny, Joey y compañía y vieron el cielo abierto cuando el jefe solicitó sus servicios para patearse festivales y eventos afectados por su onda expansiva. La traca, sin solución de continuidad y disparada a bocajarro sin piedad y con sudor a borbotones, incluye “Rockaway beach”, “Sheena is a punk rocker”, “I wanna be your boyfriend”, “Rock’n’roll high school”, “Let’s dance”, “I believe in miracles”, “I wanna be sedated”, “Blitkrieg bop” y “What a wonderful world”, con la que Louis Armstrong sigue embalsamado con una chupa de cuero y emblanquecido en formol. Hay que estar muy en forma para comprimir un repertorio tan básico y tan histórico sin cambiar el rictus. Menos mal que el vocalista transforma el funcionariado inherente a la actuación en grandes momentos de interactuación e histrionismo. El espectáculo de apropiacionismo le vale para levantar un festival a media tarde y eso ya es mucho.

A grupos como La M.O.D.A. el chollo no les debería durar mucho. Otros que juegan con el folk de manera interesada y cuyo mayor interés reside en los arreglos de viento que ocasionalmente dotan de atractivo a un repertorio cansino y totalmente plano al que la insoportable voz de David Ruiz no contribuye a aliviar. Su discografía y el exceso de promoción que han disfrutado hasta ahora les han permitido hasta grabar ya un disco en directo y acudir a los festivales a hacer saltar a la gente con letras pretendidamente profundas y corrillos escénicos con los que parecen disfrutar mucho más que algunos de los que los observamos con cierto escepticismo la evolución de títulos de la pretenciosidad de “Una canción para no decir te quiero”, “Amanecederos”, “Miles Davis”, o “¿Quién nos va a salvar?”. Con “1932” siguen por el mismo camino, solo que más coreado, y en “Catedrales” se acercan ligeramente al blues en una buena intro que luego deriva en el himno festivalero previsible y lo uniforma todo un poco más, como ellos mismos (salir con esas camisetas blancas sin mangas también será un gesto de autenticidad, supongo). Uno de esos fenómenos incomprensibles para muchos que son disfrutados por una mayoría fácil de convencer.

En un festival donde el tiempo estipulado para cada actuación parece ir en función de la importancia mediática o el público potencial de cada banda, concederle el primer gran tramo de la noche a Sidecars aún no sé si es una buena idea. Los chicos se esfuerzan en hacer canciones de pop estandarizado, sin grandes alharacas ni pretensiones elevadas, pero se quedan a medias de muchos caminos pese a lo solvente de su última entrega Cuestión De Gravedad. La muchachada parece alucinar bailando las melodías de “Cremalleras”, “De película”, “Fuego cruzado”, “Chavales de instituto” (título elocuente sobre las pretensiones de sus letras, en esta ocasión con una intro algo más trabajada de lo habitual), “Polvorosa”, “Dinamita” o la más popular versión de Los Rodríguez de “Mi enfermedad”, habitualmente incorporada al repertorio como momento de elevación colectiva. Las versiones en directo superan en varios casos a las enlatadas, lo cual no es decir poco de una banda voluntariosa sustentada en la experiencia de músicos habituales en la escena como el percusionista Ramiro Nieto y encabezada por Juancho, un mini Leiva –ser su hermano menor y hablar y cantar de manera idéntica le resta bastantes grados de personalidad- con tablas y ganas de que lo suyo trascienda más allá de unas canciones solo aptas para vivir el momento. “Fan de ti”, uno de sus pequeños clásicos, les sirve para romper la previsible lanza en pro de la causa feminista, con lo cual se aseguran la adscripción del correspondiente sector. No son exactamente carne de festival, pero se van pareciendo.

El caso de Dinero, unos madrileños con demasiadas similitudes con otras bandas orientadas al pop con filos de rock duro, es el de unos músicos aguerridos con un buen directo en el que reorientar las canciones contenidas en sus cuatro discos, de los cuales tal vez el último titulado Cero sea el más ajustado en producción a los valores que intentan inculcar. Comunicativos, calientes y con buen sonido, es una pena que sus canciones tengan tan poco recorrido, porque a “Purasangres”, “Nada” o “Trastorno bipolar” se les debería poner pocas pegas. El líder, Sean Marholm, tiene una de las mejores voces que se puedan escuchar en su estilo y si les siguen dando cancha en escenarios un poco más grandes pueden acabar de explotar, si es que no lo han hecho ya. Poco tiempo tuvieron para el que merecen por su esfuerzo y la ilusión que ponen en unos discos muy trabajados.

Aguardar una hora pese al cansancio y el incipiente levante que empezaba a despejar el recinto antes de tiempo estaba plenamente justificado cuando en el escenario principal se anunciaba la imponente figura de Mala Rodríguez, tal vez lo más parecido a una estrella que tuvo oportunidad de subirse al escenario en la jornada inaugural. Recién llegada de una serie de presentaciones en Estados Unidos y Sudamérica, latitudes donde sí es tratada con el respeto que aquí empieza a faltarle, su puesta en escena con un freestyler que lo mismo reproduce los pitidos de los coches de choque de la feria de tu pueblo que un amplio arsenal de beats propios de la música industrial, incorpora a cuatro jóvenes bailarinas cuya jefa, la señora Rodríguez, se erige imponente con un look a medias entre una dominatrix de guante blanco y la poligonera hortera que en el fondo siempre ha querido ser. El hip hop hispano por excelencia tiene en ella a una embajadora de primer orden, que pese a no prodigarse en su última producción continúa abriendo caminos que arrasa a su solo paso.

Con Bruja, su último trabajo editado ya hace cinco años, se basa en las reivindicaciones de género, lenguaraz y provocadora como siempre, para hablar de mujeres condenadas a la eternidad en una “Caja de madera” cerrar un espectáculo con momentos impagables inquiriendo sin reparos ”Quién manda”, azuzando la participación escénica de la facción femenina para zarandear principios y cuerpos en “Tambalea” e incluso rozando lo cutre, como ese empuñar sendas metralletas y recitar repetidamente “Mátale” como si no hubiera un mañana. Un momentazo inclasificable con el que cerrar una tarde noche de buenos presagios. Sigan leyendo y verán si se confirmaron o no.

Viernes 20

Esta vez sí se empezaba a respirar a la hora propia del sesteo y la disfrutable resaca un ambiente propio de precocidad festivalera. Aunque con ciertos desajustes en el sonido, Shinova intentaron –y lo consiguieron al fnal- reinaugurar la serie de bolos express (disculpen el nominativo) en el muelle gaditano con unos modos gruesos al principio y más enteros hacia el final. Tienen ya cuatro discos que solo algunos de los presentes habían escuchado, pero les bastó con ceñirse al guión habitual de “uuuooooohhhs”, coros y saltos para que temas con cierto fondo como “Para cambiar el mundo” les funcionaran en los preámbulos de una noche que tenía a otros grandes nombres, por no decir demasiado habituales, de las rutas musicales veraniegas. Hay buenas letras entre la producción del quinteto, y pese a la espesa voz de Gabriel de la Rosa “A treinta metros” suena fresca y potente. A los vascos tal vez les falte ese plus de identidad propia que hace que tantas y tantas bandas pasen por los festivales sin pena ni gloria, pero no corren buenos tiempos para la lírica. Ni para otra cosa que no sea bailar, beber, divertirse y olvidarse del verdadero valor de lo que estás viendo y escuchando.

Hay un hueco, una pequeña cuota de empresa por así decirlo, para encajar a los grupos locales o al menos cercanos geográficamente, en la nómina del Nosinmúsica. Es de recibo concederles el tiempo que merecen a quienes mantienen viva la escena en los garitos circundantes e impiden que la cosa decaiga definitivamente. En el caso de San Remo, formación gaditana integrada por viejos y nuevos supervivientes de proyectos con desigual fortuna, puede servirles para grabar lo que por fin les supondría el primer capítulo de otra incierta historia. “Sin condición”, “La vida es así” y otras piezas de pop soleado y sesentero ya suenan interesantes en formato EP, ahora solo falta que las inéditas que ensayaron para un público aún escaso les funcionen en la medida de lo deseable. En empeño pocos les ganan en el vecindario.

El concierto del día (hablamos de música, de sonido y de canciones, ese bien tan escaso demasiado a menudo) fue sin duda el de unos Viva Suecia engrandecidos por la solvencia que vienen demostrando en directo durante los dos últimos años. Haberlos visto enfrentarse a duras condiciones sonoras en algunas salas, entre los que ellos mismos recordaban una en Cádiz al principio de su carrera en la que apenas había una decena de personas, los sitúa en una esfera superior en la que suelen salir airosos, máxime si hablamos del escenario principal de un festival en el que el sonido, si no brillante, sí mucho más aceptable de lo habitual en estos entornos. Superando la linealidad de su propuesta con nuevos matices y una actuación más breve y por lo tanto disfrutable, esgrimen potencia en virtuales hits distribuidos en sus dos discos como “El nudo y la esperanza”, “A donde ir”, “Piedad”, “Bien por ti”, “Permiso o perdón” y el tremendo estribillo de “Hemos ganado tiempo”, descamisando a Rafa Val y poniendo alto el listón de la empatía. Lo mejor de ellos puede que esté en los medios tiempos, más trabajados, de “Palos y piedras” o “Los años”, pero en general la sensación que transmiten es de soltura absoluta, aprendizaje fugaz y experiencia insospechada. Impecables y sabiendo perfectamente el territorio que pisan.

Kase.O es una auténtica estrella, una especie de ser superior que no necesita grandes exhibiciones ni estéticas ni musicales para que todos, músicos incluidos, caigan rendidos a los pies de su ingenio. Probablemente esto del rap, un mundo que nos resulta aún tan ajeno a muchos, sea mucho más difícil de lo que parece, y convertirse en una especie de icono algo realmente digno de admiración. El ex Violadores del Verso se erige en portavoz de los sentimientos de gente de diversa extracción social y musical, es respetado en todo el mundo y juega con una baza imbatible: la credibilidad. El zaragozano ha sido nominado a un Grammy latino (tampoco es que eso sea ya símbolo de nada, pero puede ayudar) y sabe ganarse el apoyo de cualquiera con sus versos libres lanzados con rabia, sentimiento, corazón y vísceras. Apoyado a la segunda voz por Momo, un segundón que no lo es tanto, y R de Rumba a los platos, la intro de “El círculo” abre un mundo de proclamas humildes pero universales, donde la expresividad y la autoafirmación individual son el motor de todo. Desde los “Viejos ciegos” hasta el “Psico mosaico prosaico” no deja de hablarle cara a cara al amor, que no es otra cosa lo que hay detrás de “Mazas y catapultas” y “Mitad y mitad”, solo que él sabe contarlo de otra manera. A la “Paz” que envía a Siria como ciudadano del mundo le sucede un “Billete de ida hacia la tristeza” con el que embarcar a todo aquel humano que se precie de serlo. Por eso proclama que “cuanto más amor das, mejor estás”, que quede claro. Para siempre, asumiendo los riesgos necesarios y demostrando que a estas alturas pocos le hacen sombra en una escena tan denostada. Ya no sorprende que nos sorprenda.

Tampoco sorprende, aunque inquieta, que el “bolazo” del festival sea para la gran mayoría de asistentes el de Izal –otra vez–. Los hemos tenido que ver y padecer tantas veces en los últimos dos años que la indigestión ya no es progresiva sino permanente. Al principio no tenía claro si lo de estos chicos era talento, suerte o puro marketing. Después de los dos primeros discos lo único que saqué en claro es que tenían su gracia, con todos los pensamientos inherentes a dicha impresión. Después ya no, ya la cosa empezaba a resultar forzada y vacía. Se han escrito en estas mismas páginas varias crónicas de sus conciertos, no todas comulgando con su causa, así que seré breve y tampoco le daré muchas vueltas al repertorio ni a los fuegos fatuos (quería decir juegos lumínicos) que lo acompañan. Solo salí del letargo que me producen, incluso estando en medio de la vorágine de fans inmisericordes con el incrédulo, al principio de “Tóxica”, cuando aún no sabían lo que hacer para triunfar y grababan temas apañaditos como “Qué bien” o en mitad de “Pánico práctico”. Escasos momentos de apreciación para el revuelo que siguen levantando. Luego, cuando el chico juega a ser poeta en “Los seres que me llenan”, “La mujer de verde” o “Pequeña gran revolución” me dan ganas de quitarle el ukelele y fantasear con masacres colectivas. Hasta el gorro de sus ricitos, su meneo de culo y su barba estudiada. Hasta el moño de sus mensajes guays para el hatajo informe de niñatos y niñatas que no tienen más de diez discos en casa, sin contar los suyos. Hasta los bemoles de sus bailes y su buen rollito. Hasta el píloro de que se siga confundiendo libertad de expresión y de pensamiento con escasez de neuronas. Y hasta donde quieran de que este sea el grupo que reviente los festivales en nuestro país. A las pruebas me remito: a su término el recinto quedó en un estado mucho más practicable, con la previsible emigración de almas cándidas que con solo ver el nombre de Izal en el cartel llegan al orgasmo. La organización, claro, sabe que con ellos tiene el crédito asegurado, y no solo el económico. Otra cosa es lo que a otros nos parezca el asunto, cuya parte más triste es que tendremos que seguir tragando con el ínclito Mikel y su pandilla. Piensen lo que piensen, no es falta de respeto, es que uno es muy rarito. ¿O no pensarán eso los que lean esto y no entiendan que haya gente a la que no nos gusta lo mismo que a ellos? Porque yo sí.

Triángulo Inverso protagonizan la sección “grandes incomprendidos de los festivales” de hoy. Tienen un primer disco magnífico, Golpe y Efecto, masterizado en Nueva York y sucesor de un más que interesante EP grabado el año pasado. Su idea de álbum conceptual está presente desde el principio con temas largos que unen y separan a la vez las dos caras de la banda: melodías suaves frente a nerviosismo y dureza. “Vaivén”, “Barlovento” y “Hazañas”, el lado más comercial, son temas que ganan con las escuchas y con las actuaciones en directo, donde se muestran como lo que realmente son. Unos músicos jóvenes, con buen material que defender y un terreno aún indefinido en el que poder moverse algún día como peces en el agua. Fácil no lo tienen, como se podrán imaginar, pero estos oasis de aprendizaje comprimidos en apenas media hora de concierto siguen siendo necesarios para aliviar el daño acústico producido por el lodazal del indie mainstream (dudo de si las etiquetas son ya necesarias) y las obviedades contractuales.

Les debe agobiar a estas alturas a Víctor Cabezuelo y el resto de componentes de Rufus T. Firefly la continua comparación de su música, a veces equiparación, con la de los grandes buques de carga de la psicodelia contemporánea, entiéndase Tame Impala o Flaming Lips entre otros. Lo suyo, sin dejar de ser lo mismo, es harina de otro costal. Hacer lo que ellos hacen cantando en castellano y abriendo mercado internacional es una apuesta no solo arriesgada sino también envidiable. En el puerto de Cádiz sonaron a lo que suelen sonar, a banda de otro tiempo y con otra sustancia. Embebidos de lisergia y bañados de autenticidad. No es fácil pararse a escuchar las canciones de Magnolia, un disco tan valioso como los anteriores, ni disfrutar plenamente de unas estructuras que continuamente rompen esquemas y unas voces que flotan más que narran. Pero nadie dijo que la comodidad sea la solución. Ni que sea habitual situar la batería a la derecha, relegar guitarra y bajo al fondo del escenario y centrar el protagonismo en los teclados que inundan las estrofas del vocalista. Cuando suena “Tsukamori” muchos no saben dónde se han metido, pero los más valientes se dejan arrastrar al centro de una espiral única en el pop de nuestro país. Esta banda necesita otro tipo de escenario para divertirse y divertir, pues en un festival sus matices, que son muchos, se pierden en la mesa de sonido y en el incesante trasiego de un público perezoso aunque respetuoso en líneas generales. Se explayan a nivel instrumental, fluyen energías ocultas y dan ganas de quedarse a vivir por unos minutos en su universo paralelo, en el que conviven homenajes a “Pulp fiction”, excursiones empantanadas al “Río Wolf” y habitaciones de alquiler en la “Nebulosa Jade”, pero estirar un concierto de dimensiones muy limitadas a nivel sonoro sería como tener delante un buen plato de jamón de bellota y olisquear en dirección al burger de enfrente. Igual de injusto que lo de Izal, pero en sentido contrario.

Como ya hubo bastante de todo y todo tiene un límite, hasta la paciencia infinita, cerramos noche con Dorian y su proverbial frialdad. Un grupo de canciones bonitas, bellas diría yo en ocasiones, al que siempre le ha faltado el empuje que otros sí tienen para imponerse como una apuesta indiscutible en estos eventos. Justicia Universal es el regreso esperado tras la gira que celebraba su década de existencia, y en él siguen a lo suyo: pop sintetizado, coloreado con decorativos juegos de guitarra y teclados e inofensivo y punzante en mitades equivalentes. Si de algo pecan es de falta de empatía, porque son dueños de himnos irrefutables como “El temblor”, “Arrecife”, “Hasta que caiga el sol”, “Los amigos que perdí” o “A cualquier otra parte”, en la que un breve fallo de sonido obligó a limitar la actuación en su tramo final.

“La isla” es un buen ejemplo de su perfil y en “Duele” el hipotético dúo con León Larregui, vocalista de Zoé, que los sucedían en el escenario, no tuvo lugar quién sabe por qué cuestiones logísticas. Dorian son una de esas bandas que podrían etiquetar la sección de tu discoteca bajo el epígrafe de “placeres culpables”, pero es maravilloso comprobar que es posible disfrutar al máximo de dicho sentimiento de culpa. Tampoco hay que ser tan exigente, tan solo exigir unos mínimos. Con solo uno de los conciertos del día siguiente éstos estarán debidamente cubiertos. Si no se aburren, continúen la lectura y sabrán a lo que me refiero.

Sábado 21

El día de más asistencia, por calendario y nombres con poder de atracción masiva, empezó caliente y esperanzador. La temperatura no tenía mucho que ver, más benigna de lo habitual por estos lares y fechas, pero unos sevillanos que parecen sacados de una road movie de los setenta se encargaron de confirmar lo que ya sabíamos quienes nos hemos acercado a alguno de sus conciertos: The Milkyway Express es ya una marca, un estilo, una forma de aproximarse a la música desde unos presupuestos transoceánicos y una profunda huella de ida y vuelta grabada a fuego en sus genes musicales. Llevan un año girando al son de las canciones incluidas en Malinche, un disco que corta el aliento con el mismo puñal afilado de su portada, y poniendo las cosas en su sitio en cuanto a las raíces que la música americana pueda tener a este lado del charco. “Voodoo doll” explota las virtudes lisérgicas de su estilo, que también las tiene, y la armónica de Álvaro Aspe cierra algunos cortes sin piedad mientras ruge la voz de Carlos Yáñez en otros momentazos como el de “Rye whiskey” y su ameno trote de blues acelerado. Deberían prodigarse más en este tipo de festivales, básicamente por aportar otro color, un toque de clasicismo que se antoja imprescindible para no olvidar que muchos de los que les anteceden y suceden en escena bebieron de esas mismas fuentes, solo que no supieron demostrarlo.

Era hora de volver la mirada hacia adentro, hacia las bandas emergentes que ven en estas oportunidades la única en algunos casos de tocar delante de un público más nutrido que tampoco ha venido a verlos precisamente. Menos da una piedra. Last Drop, gaditanos con ímpetus medio metaleros, tenían media hora para darlo todo y entregar en colectividad los temas de La gravedad, de aristas tan marcadas como las mostradas en “Huellas” y con una actitud envidiable, todo hay que decirlo. Se parecen demasiado a demasiada gente pero tienen fuerza y presencia. Para tocarles uno de los peores horarios del día, con el personal despistado y apresurado a partes iguales por pillar lugares preferentes ante la inminencia de la llegada de los grandes nombres de la jornada, se defendieron con algo más que uñas y dientes. Y con un sonido más que digno, mérito ya relatado antes en esta crónica.

Desprendimiento De Rutina y Por Desamor Al Arte no son títulos de libros de monólogos ni tratados psicológicos de baratillo, sino las ingeniosas frases con que Antílopez, un dúo de cómicos, actores, guionistas y cantantes (todo eso son y todo lo hacen con el mismo acierto), han bautizado sus últimos discos. Ver un espectáculo, que eso es lo que hacen más que un concierto en sí, protagonizado por estos sujetos llenos de talento, es asistir a una sesión intensiva de “chiripop absurdo depresivo” (otro bautizo marca de la casa) en la que escuchar frases lapidarias del calibre de “tener, tener, tener es el principio del final del ser” incluida en “Hijos de España”. Irónicos, narradores de historias cotidianas desde un prisma visionario y agitador, e incendiarios cuando se trata de poner en su sitio a más de un artista de tres al cuarto que “No vale lo que quieren cobrar”, nada ni nadie escapa a sus dardos ni a su coctelera de estilos: cumbia, tango, música africana, copla… No lo sabíamos, pero estos señores debidamente acompañados por batería, guitarra y teclados, iban a poner patas arriba la explanada del puerto gaditano y ganar seguidores para sus colaboraciones radiofónicas, donde en varias emisoras estos onubenses dejan gotas gruesas de su lluvia de sarcasmo inteligente. Si aún no los han visto y sobre todo escuchado, no se los pierdan.

“¿Quiénes cojones son Vintage Trouble? Todo el mundo habla de ellos pero aquí no los conoce ni dios” podría ser la pregunta universal dentro del recinto. La mía también. Mea culpa. Tuve que ponerme al día minutos antes de su concierto a través de recomendaciones vía twitter y algún que otro comentario en el que se aseguraba que estos tipos son la monda. Nada más cerca de la realidad. Mi ignorancia al respecto me hacía ajeno a una bandaza que ha teloneado a AC/DC, The Who o los mismísimos Rolling Stones y que tiene a España en su agenda fija de bolos europeos. Todo muy abrumador, y más que lo fue durante la hora siguiente. La cosa empezó así: un negrito de aspecto atlético y facciones simpáticas (luego supe que se llama Ty Taylor) increpando al público a la manera de un James Brown igual de moderno, unos guitarrazos funky, un bajo con el groove suficiente para hacer bailar a los barcos del puerto y unos teclados y batería, al fondo, marcando un ritmo salido del mismo corazón de L. A. No es soul clásico, es la voz de la calle y de una América que no se enorgullece de nada más que de hacer bailar al mundo. El vocalista es un verdadero prodigio. Atlético, casi acrobático, vuelve loco a cualquier técnico con su movimiento frenético y los serpenteos del cable del micrófono. Luego ya no le queda otra que cambiarlo por un inalámbrico para subirse a la zona VIP, casi angustiada por tanto ímpetu inesperado, y para poner en alarma a trabajadores, público y staff al encaramarse a la torre de luces y regresar zambullido en los brazos de los nuevos fans al escenario del que salió este extraterrestre. Las canciones ya son lo de menos, aunque “Pelvis pusher” es un bombazo de rhythm and blues frenético y “Knock me out” experimenta con el rock negroide hasta el límite del ritmo. No me extraña que Nalle Colt, el sueco que emigró a USA en busca de mejor suerte para sus dotes guitarrísticas, parezca tan encantado con la causa como el resto de una banda absolutamente imprescindible en festivales o donde sea menester. Brutales y desde ahora destacados en la playlist correspondiente.

El planeta del rock español orbita a día de hoy en los límites de una galaxia cada vez más expansiva. Son muchos a su vez los satélites que le dan luz y que se renuevan con cada nuevo eclipse. Los habitantes de dicho planeta, los importantes, son los que siguen impulsándolo para que sus límites se expandan como deben. Los de Enrique Bunbury son inabarcables. Como artista único e irrepetible, es consciente de que no puede hacer el mismo concierto en un festival en el que debe comprimir su habitual despliegue vocal y el instrumental de su banda y lo encoge asumiendo ciertos riesgos. Uno de ellos, el de la repetición. El aragonés presenta unas credenciales impecables: es nuestra estrella del rock por antonomasia y artísticamente hay pocos, por no decir nadie, con su inmensa capacidad y su prodigiosa discografía. En escena, además, da mucho más de lo que promete y desde el vestuario, que suele variar en color según el emplazamiento, hasta el juego de luces y el espacio concedido a cada uno de los músicos, el espectáculo es prácticamente intachable. Los Santos Inocentes, la banda que lo ha hecho más grande desde hace más de una década, se emplea a fondo toque lo que toque tocar, y adaptan al sonido de Expectativas, su disco más reciente, clásicos de la etapa “heroica” como “Maldito duende”, “El mar no cesa” y una “Héroe de leyenda” que entra en una nueva dimensión, casi psicodélica, gracias al teclado de Jorge Rebenaque y el saxo mestizo de Santiago del Campo.

En cambio, quizá vaya siendo hora de que el jefe “jubile” por un tiempo temas demasiado trillados y previsibles, que tal puede ser e caso de “Infinito”, “Que tengas suertecita”, “Sí” o “Lady blue”. La gira actual de Bunbury tiene sus mejores bazas en la tormenta inicial de “La ceremonia de la confusión”, el glam desbocado de “La actitud correcta”, el ataque frontal, apasionado, de “En bandeja de plata” y la sinceridad eléctrica de “Cuna de Caín”. Todas del último disco, sí. Porque es extraordinario y porque lo otro ya está demasiado escuchado, lo cual no quiere decir que deje de gustarnos. Lo sorprendente es que con armas tan gastadas siga siendo capaz de ganar cualquier duelo. En este planeta del que hablamos, pues, don Enrique es todavía el centro y la esencia. Un fuera de serie que ha superado la cincuentena sin merma alguna, ni física ni creativa.

Se puede concluir como resumen de tres días intensos en los que 35.000 almas han desfilado por el puerto en el corazón abierto de una ciudad de innegable belleza que el festival Nosinmúsica no necesita atractivos adicionales cuando se trata de dejarte arrastrar por la brisa de madrugada, descubrir música que puede llegar a arrebatarte el corazón y permitirte el lujo de obviar a otros nombres (a ver a Residente no me atreví, debido a mi escasa afinidad con su propuesta y a mi escepticismo ante tanta loa) con los que te puedes topar en cualquier momento. Igual el año que viene, porque amenazamos con repetir.

Fotos Jose Cabello y Nosinmúsica.

Un comentario en «Nosinmúsica (Muelle Ciudad) Cádiz 19, 20 y 21/07/18»

  • el 26 julio, 2018 a las 11:10 am
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    Más que espectacular y esforzado el trabajo que se ha tomado J.J. Caballero para relatarnos y reivindicarnos de manera siempre objetiva, un Festival como Nosinmúsica, donde acuden grandes de nuestro panorama nacional, además de artistas internacionales. Estoy muy de acuerdo con las apreciaciones de J.J. sobre Izal y sobre Bunbury, por ejemplo. Un saludo.

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