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Música de mierda (Blackie Books)

Cuando el crítico, escritor y articulista Carl Wilson recibió el encargo de escribir uno de los volúmenes de la interesante colección de análisis musical 33 1/3, algunos de cuyos títulos hemos comentado en su momento en esta misma sección, decidió, al contrario de lo que se espera en estos casos, analizar un disco que no fuera de sus preferidos. Dándole vueltas, intentando escoger un objetivo que fuese muy popular y al mismo tiempo le supusiera un reto, dio con Let’s Talk About Love, el álbum superventas que Céline Dion publicó en 1997 y que contenía una de las canciones más amadas y odiadas de todos los tiempos: la archifamosa “My heart will go on”. Sí, la del Titanic.

Esta es la curiosa génesis de Música de Mierda (Blackie Books, 2016). Lo que empezó como un análisis más de un disco, y posteriormente mutó en una especie de provocadora e ingeniosa broma, acabó convirtiéndose en un ensayo de casi 200 páginas que trata, partiendo del ejemplo particular del mencionado álbum y en general de la carrera de Céline Dion, sobre el gusto musical, la manera en que racionalizamos (o no) nuestras filias y fobias, la peligrosa atracción del esnobismo y la capacidad para emocionarnos con la música. Eso sí, cada uno con la suya.

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Se trata de una obra que, como no podía ser de otra forma, ofrece más preguntas que respuestas. Empezando desde el mismo prólogo, obra del gran Nick Hornby, en el que ya aparecen las cuestiones más interesantes y más difíciles de dilucidar: ¿qué es una obra de arte? ¿quién decide si lo es? Y sobre todo, ¿quién y cómo decide si una obra de arte es valiosa? El propio Wilson arranca el libro haciéndose otra pregunta, una cuestión a la que le tuvo que dar muchísimas vueltas mientras preparaba el análisis de Let’s Talk About Love: ¿por qué algunos, en nombre de un supuesto buen gusto convenientemente cultivado, odiamos canciones, discos y artistas que son admirados por millones de personas en todo el mundo? A partir de ahí, y durante el resto del libro, se abren dos sendas por las que transcurre la lectura, saltando de una a otra según convenga. En una se analiza, de la manera más objetiva posible, la vida y la trayectoria artística de Céline Dion, desde sus inicios como artista infantil en Canadá hasta su transformación en ídolo global; en la otra, se va desarrollando una especie de teoría sobre cómo se construye y funciona lo que solemos llamar “buen gusto”, examinando la evolución de dicho concepto a lo largo del tiempo y buscando pistas concluyentes que dictaminen si hay motivos fundados para reconocer un gusto particular como mejor o peor que otro diferente, y si, en caso de existir algo como el “buen gusto” y el “mal gusto”, pueden ambos coexistir pacíficamente.

Si bien esa parte en la que se analiza al dedillo la carrera de la artista canadiense puede parecer aburrida, lo cierto es que resulta casi necesaria para obligarnos a mirarnos en el espejo de nuestros propios prejuicios, unos prejuicios que el propio autor no oculta, sino todo lo contrario: a fuerza de enfrentarse a ellos, se obliga a racionalizarlos, a explicarlos, a explicarse a sí mismo. Y nos fuerza a nosotros también a hacerlo. Claro que las dudas persisten: ¿se puede ser objetivo, no ya con los gustos propios, sino con los de los demás? ¿Es tan lícito emocionarse con una canción reivindicativa o provocadora como con otra descaradamente sentimental? ¿Se puede ser “democrático” con algo como el valor de una pieza artística? Es decir, ¿existe un gusto general que sea la suma de los gustos mayoritarios, y es su valor proporcional a la cantidad de gente que lo comparte? Esta es, tal vez, la cuestión más espinosa.

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No quiero desvelar del todo las conclusiones del autor, aunque lo cierto es que se trata de un libro que, como dije al principio, no pretende tanto responder a todas estas cuestiones como plantearlas, obligarnos a que reflexionemos sobre nuestros propios gustos, su construcción, sus fundamentos vitales y culturales. Lo que sí parece cierto es que, al obligarnos a hacerlo, aprendemos más sobre nosotros mismos pero también sobre los demás, sobre las distintas formas de apreciar el arte. Wilson acaba aceptando que la suya no es la única forma de disfrutar de la música, que hay muchas más y que todas son igualmente válidas. Declara que nuestros apasionados juicios de valor, en los que muchas veces determinamos la atemporalidad o no de una obra artística, son en realidad tan temporales y volátiles como cualquier otro, y que solo hay que bucear un poco en la historia de la música para darnos cuenta de ello: hay decenas de obras y artistas que hoy se consideran canónicos y que, en su día, pasaron casi desapercibidos. Y viceversa, claro. Deduce también el autor que, aunque objetivamente se supone que el arte “bueno” y el “malo” existen, y que vale la pena el esfuerzo de intentar distinguir uno de otro, no es algo que debiera obsesionarnos más allá del hecho de disfrutar cada uno con lo que le gusta, y que la mejor forma de acercarse a nuestras diferencias con los demás es entendiendo, a su vez, las motivaciones que subyacen tras sus gustos, tan diferentes de los nuestros.

Sumamente interesante resulta también el epílogo, a cargo de Manolo Martínez, componente de Astrud y un personaje asimismo poliédrico y fascinante que, además de ser un gran artista, ha publicado diversos trabajos sobre filosofía de la ciencia y filosofía de la mente. Es decir, estamos ante alguien que sabe de qué habla. Además su aportación resulta más valiosa todavía porque no se limita a cumplir el expediente con el típico epílogo laudatorio, sino que se atreve a poner en duda el punto de vista adoptado por el autor a la hora de abordar el tema. En realidad, más que ponerlo en duda lo que hace Manolo es resaltar el hecho de que todas las afirmaciones que se hacen en el texto resulten siempre del acercamiento a la cuestión como oyente o crítico, pero nunca como artista. Pone de manifiesto que esa aproximación a la música, tan de moda actualmente, que consiste en analizarla casi estrictamente en términos sociológicos (Adorno, aunque quizás anticuado, nunca se fue del todo), resulta incompleta e insuficiente si no se complementa con las explicaciones del propio autor. Aunque parezca una perogrullada, resulta también de un sentido común y lucidez que desarman. ¿Quién puede saber cuál es la motivación última de una obra musical mejor que el propio autor? ¿Por qué nos afanamos tanto en encontrar explicaciones externas, ajenas al hecho creativo en sí?

En fin, un tema tan interesante como complicado, con tantas aristas que resulta difícil que haya dos puntos de vistas iguales al respecto. Al fin y al cabo, ¿qué es la música? Científicamente hablando, la música la producen simples vibraciones del aire, como cualquier otro sonido. ¿Por qué unos nos resultan agradables y otros desagradables? ¿Por qué lo que unos consideran mágico y emocionante para otros resulta cansino y aburrido? La respuesta, seguramente, está escondida en algún recóndito lugar de nuestro cerebro. Y teniendo en cuenta que no hay dos cerebros iguales, parece enormemente pretencioso y atrevido intentar definir un “buen gusto” o un “arte valioso” de manera totalmente objetiva, y desechar alegremente otras formas de arte (o de disfrutarlo). Establecer un canon que fuera válido y admisible por todo el mundo en circunstancias ideales, como en su momento intentaron algunos filósofos, a la cabeza de los cuáles estaría Kant y su sentido del juicio estético, sería no sólo muy aburrido sino incluso peligroso. Pero sería, sobre todo, brutalmente empobrecedor.

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