Estrella Morente (Circo Price) Madrid 05/04/25
En un fin de semana de doblete para la cantaora, Estrella Morente preparó una velada en el Circo Price íntima, familiar, de reconocimiento a sus raíces. Posiblemente distante al concepto de su compromiso del día posterior con Lenny Kravitz, la granaína dispuso un auténtico aluvión de sentimiento en el que poesía y herencia tejerían un mantón de emociones sobre el escenario. No obstante, todo giraría en su relación con Pepe Montoyita, el guitarrista que la vio nacer y que sublima, más si cabe, la conexión artística y vital de las familias Montoya y Carbonell.
Ese hilo se trenzó desde lo hondo del corazón, desde una posición de fuerza que iba decorando una cronología y avanzando una noche de pasión y celebración. La voz de Estrella Morente se iría templando casi como caldeando la noche, a un ritmo in crescendo, validando su vocación artística y la plenitud de su capacidad en cualquiera de los registros. Fotografías del álbum familiar atestiguaban esa relación que marcaría el concepto de la actuación, pero también funcionarían como testigos y protectores de una saga que ha marcado (y sigue haciendo) una de las historias más compactas del flamenco actual.
Pero si lo familiar enmarcaba la noche, la poesía canalizaría esa energía romántica que flotaba por el viejo circo. La cantaora reconocería en la lírica una herencia de su padre, pero también la elevaría a catalizadora. Su reconocimiento a la “Elegía a Ramón Sijé” lo sería también a Miguel Hernández, ese “poeta del pueblo” que aclamaría Enrique Morente y que, fuera de repertorio, apareció desde la espontaneidad y la confianza construida, dando paso a atisbos de una mayor liberación de la granaína. Reconocería el arte de Montoyita en su salida del escenario para que el guitarrista deleitase al público, entregado ante la destreza y maestría de Carbonell.
Para su vuelta, Estrella Morente ya sabía que el cambio de sensaciones era más evidente que el de su vestimenta. El mantón precioso finiquitaba el rojo de su primer paseo y daba paso a esa menor rigidez y al desliz voluntario de lo espontáneo. El recorrido transitaba por soleás, por bulerías, y también por esos fandangos que, como ella misma proclamó, “no le gustan tanto a la gente porque anuncian el final de la fiesta”. Aunque su celebrada “Soledad” dio pie a la primera de las muchas despedidas de la noche, todavía quedaba tela por cortar.
El cante flamenco, a lo que ella le debe todo, como remarcó, parecía acercar un final del recital, engaño consumado varias veces durante la noche, pues requiso de más tiempo para resaltar la figura de su padre, de la relación con los Carbonell, con la poesía, con todo ese universo que deambula entre el imaginario romántico y la realidad de las relaciones. “Los cuatro muleros” de García Lorca desataría todo. Rodeada de sus palmeros habituales, familia sí o sí, el recital se sumergiría en un acto de arte, de baile, de pureza alejada de cualquier constricción.
Los zarzales o el espejo del agua de los tangos “En lo alto del cerro” rubricaron que cualquier lugar es bueno para honrar la memoria y la devoción que mantiene Estrella Morente hacia Enrique, su padre, y hacia esa Generación del 27 que no cae en el olvido. Y también para no querer acabar, para seguir improvisando obviando lo planeado, para salir una y otra vez hasta que una nueva bulería, inédita sobre los escenarios y que certificó la conexión entre todos los presentes sobre el escenario del Price, pondría un cierre de lujo a todo un álbum familiar y de arte necesario.
Fotos Estrella Morente: Álvaro de Benito