Andy Warhol y The Velvet Underground: los trazos de carmín negro
FAUSTO: La cuestión no es la alegría,
Yo mismo me entrego al frenesí, a los placeres que más hieren.
(Goethe)
A partir de los años 60 empiezan a eclosionar nuevos movimientos artísticos que darían paso a nuevos paradigmas a nivel político ante los nuevos desafíos de la sociedad del momento. Como apunta Jaime Vindel «[…] Dicho relato, que concluía con la llamada «abstracción postpictórica», abogaba por la autonomía del arte y, más concretamente, por la pureza de la pintura como medio específico. Una pureza en que la idea de ‘planitud’ (flatness) aparecía como objetivo esencial, razón por la cual la superficie del lienzo debía desprenderse de cualquier huella del trabajo del artista, del pigmento y, en última instancia, del soporte pictórico, conformando una imagen atemporal y ahistórica […]» (2008: 214). Así pues, el conocido como Arte-pop nace como una reacción al Expresionismo Abstracto que ya despuntaba en Inglaterra con nombres como Francis Bacon y Eduardo Paolozzi.
«Al amparo de la publicidad (y también de la televisión, el cine, los cómics y en general en todos los nuevos medios de comunicación que adquirían un papel cada vez más relevante en la cultura urbana de la época) surgió a mediados de los años cincuenta una tendencia artística denominada «pop art» (popular art, arte popular), que hacía referencia a un conjunto creciente de imágenes y representaciones«. (Mayr, 2013). Esta tendencia está anclada en las propuestas de artistas del calado de Marcel Duchamp, uno de los padres del arte conceptual con sus famosos ready-mades[1] que consistían en descontextualizar elementos de la vida cotidiana.
El objeto como assemblage, como desplazamiento semántico del significado del objeto derivado del movimiento dadaísta, y que asumiría una visión del mundo antropocéntrico y la impetuosidad mimética de la representación. «[la publicidad] convierte toda la historia en una sucesión de mitos, pero para hacerlo con eficiencia necesita un lenguaje visual de dimensiones históricas» (Berger, 2000: 155). Estas palabras de John Berger anuncian que el arte pasaría ahora a tomar la iniciativa como generador de «ilusiones» ante una realidad de postguerra bastante negativa que, tras la Segunda Guerra Mundial, vio como en EE. UU. se instaló la bonanza económica que daría paso al capitalismo y a la sociedad de consumo que se establecería definitivamente.
El arte en la sociedad de masas «refleja el estado de ánimo de una época caracterizada por una estabilización política y económica después de la Segunda Guerra Mundial, a partir de lo cual se generaron nuevos hábitos y conductas de consumo» (Bourlot, 2010: 94). Esta bonanza económica plantea un nuevo escenario para el arte: una nueva mirada que se erige como símbolo de la mercancía, de lo volátil, de la belleza reemplazable. El artista pop, como en el caso de Andy Warhol, abría las puertas a todo aquello que ocurría fuera de las academias de arte, ampliando de esta forma aspectos como la forma, la superficie, el color, las texturas, etc. Era como si lo más importante estuviera pasando fuera de los límites del lienzo, o del objetivo de la cámara cinematográfica.
En una entrevista a Umberto Eco, preguntado sobre lo que representa el arte pop en relación con la sociedad de consumo, dice lo siguiente:
“Decididamente el arte pop ha producido una comercialización de sí mismo. Pero ¿qué corriente no la ha producido? En los dos o tres últimos siglos, se ha elaborado un concepto fetichista del arte. Se puede gozar de la obra de arte exclusivamente porque es única, antigua, costosa y tiene a su alrededor lo que Benjamin denomina ‘aura’, un cierto carisma de ‘absoluto’, prácticamente nuestra sociedad vive la obra de arte como un valor kitsch” (Hernández, 2014).
El arte pop fusiona el reclamo comercial y lo desliga de contextos determinados por los convencionalismos. El objeto de arte tiene nuevos significados para el ojo del espectador. La belleza se puede encontrar desplazando sus narrativas hacia terrenos inesperados.
«Ciertos tipos de belleza te empequeñecen y te hacen sentir a su lado como una hormiga. Una vez estuve en el Estadio Mussolini con todas las estatuas y, como eran mucho mayores de lo normal, me sentí como una hormiga. Una tarde estaba pintando a una belleza y un insecto quedó atrapado en la pintura. Traté de quitarlo, lo intenté una y otra vez hasta que maté al insecto sobre los labios de la belleza. Así que allí estaba aquel insecto, que podría haber sido una belleza, abandonado en los labios de alguien. Así me sentí en el Estadio Mussolini. Como un insecto» (Warhol, 2008: 69).
La belleza como un resplandor pasajero. El artista pop ya no estaba obligado a ceñirse a unas pautas regidas por políticas de finalidades y servicios: de honrar a la Iglesia y a la aristocracia celebrando sus aptitudes frente a Dios y al mundo, o frente a la burguesía había dado sentido a la visión del momento y de todo lo que se consideraba como esencial. Con la herencia del dadaísmo como referente consustancial al movimiento, el arte pop engloba la belleza de ese insecto que, de repente, se queda enganchado en un lienzo, y se le da la oportunidad de engrosar el espectro de la posteridad.
El aura mercantilizada
A veces, viendo una película, me digo
Que casi todas las personas que salen
En ella están seguramente muertas.
¡Qué miedo!
(Daniel Johnston)
«Recientemente, una empresa se mostró interesada en comprar mi ‘aura’. No querían mis productos. Insistían: ‘Queremos su aura’. Nunca supe saber lo que querían. Pero estaban dispuestos a pagar mucho dinero por eso. Y pensé que, si alguien estaba dispuesto a pagar tanto por mí eso, debía procurar saber de qué iba el asunto» (Warhol, 2008: 69).
Decía Warhol, además, que el «aura» debía de existir hasta que uno abría la boca, esa era la manera un tanto sarcástica de referirse a la idea benjaminiana que se integra en el ideario de la Escuela de Frankfurt. Según palabras de Gabriel Eligio Concatti «Pero el desarrollo de la cultura occidental y su posterior entrada en la posmodernidad en las últimas décadas del pasado siglo no ha traído una cultura en donde esa profundidad de la experiencia se haya visto favorecida. Por el contrario, la cultura posmoderna es criticada por su liviandad, por ser una cultura “light” como durante mucho tiempo estuvo de moda denominarla«. Como expresa Eduardo Grüner en la siguiente cita: «Después de la crisis de la religión y de las grandes ideologías que marcaron el siglo XX, los tiempos actuales se nos presentan como el triunfo de los aspectos más intrascendentes de nuestra condición: el ocio, la estética y el consumo parecen ser hoy las panaceas que han de garantizar nuestra felicidad. Sin embargo, tras el deslumbramiento de esta sociedad del hedonismo, la angustia por el sentido de nuestra existencia permanece latente y una espiritualidad difusa, impregnada de sabiduría orientalista y creencias a la carta, muestra cada vez más esta nostalgia del absoluto. ¿Cómo encontrar sentido en una sociedad dominada por fórmulas de felicidad instantánea y consumo inmediato? ¿Cómo se expresan las necesidades espirituales en el mundo contemporáneo?» (Concatti, 2009: 8). Las nuevas necesidades de la sociedad fordiana consisten en la emancipación del arte como algo «sacralizado» para pasar a una estrecha alianza entre el arte y las industrias culturales. El arte pop vertebra una insumisión por parte de los artistas que protagonizan nuevas cosmovisiones que no están exentas de crítica a la sociedad del momento. Warhol, en la cita mencionada más arriba, expresa una necesidad de desplazar ese «aura», esa sacralización del arte como experiencia profunda e íntima para el ojo que mira, hacia terrenos más propios de una sociedad que se apropia de la risa, la repetición de moldes, la inhabilitación de términos como «baja» y «alta» cultura.[2] Con la diversidad y pluralidad del concepto de «cultura» asociado al de «masas» se llega a la conclusión por parte de la Escuela de Frankfurt de que el arte no puede ser el eje vertebrador de las categorías simbólicas, y por lo tanto, en la postmodernidad se promueve el libre albedrío y la espontaneidad.[3]
Andy Warhol: el arte de la repetición y el simulacro
Andy Warhola nace en 1928 en Pittsburgh (Pensilvania), y era el menor de una familia de clase media-baja. Desde temprana edad supo que el glamour y la fama serían aspectos importantes en su futura carrera como artista. En sus memorias llega a escribir:
«La gente decía que yo engañaba a la prensa cuando entregaba una autobiografía a un periódico y otra distinta a otro periódico. Me gustaba dar una información diferente a distintas publicaciones porque era como tender una trampa allí donde la gente busca su información. Así, cuando conocía a gente, siempre podía saber qué periódicos y revistas leían gracias a lo que me contaban acerca de lo que yo había dicho» (Warhol, 2008: 87).
La fama es, y será, una de las constantes de nuestro artista, así como también su polivalencia ya que también comienza a pintar ilustraciones en las cuales muestra su malestar por su físico y una visión de la vida desde una perspectiva queer.
Otra de las ambiciones de Warhol era convertirse en cineasta. Su potencial en este sentido fue avalado por Jonas Mekas, y en sus primeros filmes utiliza el plano fijo para enfocar cómo le cortan el pelo a un amigo, orgias, cenas con mucho glamur, y sobretodo mucha purpurina, pelucas, y homenajes a Duchamp.[4]
Se podría hablar de Warhol como una artista que en la década de los 60 postuló un arte del simulacro y la repetición. A este respecto es pertinente recordar unas palabras de Arthur C. Danto:
«¿Quién necesita y cuál puede ser el sentido o el propósito de tener duplicados de una realidad que tenemos ya delante? ¿Quién necesita imágenes separadas del sol, las estrellas, y todo lo demás, cuando ya podemos ver estas cosas, y en el espejo no aparece nada que ya no esté en el mundo y puede verse sin la ayuda de aquel?» (Danto, 2021: 31)
Danto expresa la simbología especular como fuente que nos revela una nueva dimensión de la realidad ya que las obras de arte sirven como elementos de auto-revelación, de entramado más profundo que la mera superficie representada. Un ejemplo paradigmático de producción en serie warholiana fue su primera exposición en la Irving Blum’s Ferus Gallery (Los Ángeles) en 1962, y sus famosas réplicas de las latas de sopa Campbells. Esta obra se convirtió en un icono del arte de la repetición y de la publicidad. La democratización del producto en la era fordista hallaría su momento cumbre: el aura de la obra de arte se convierte en «ideología de consumo».
«Este proceso es testificado por Warhol al introducir la representación seriada de uno de esos productos en el ámbito del arte, sabedor de que la carga aurática reside en la publicidad común a ambos -entendida en este caso como el modo de hacerse públicos- y no en el tipo de producto artístico o comercial que se realice» (Vindel, 2008: 216).
Esta técnica fue desarrollada con las no menos famosas Brillo Box (1964) expuestas en la Galería Stable. Retomando algunas reflexiones de Danto:
«Y ahora de repente, en el mundo del arte de principios del los sesenta, se empezaron a ver camas reales -las de Rauschenberg, Oldenberg, y no mucho después la de George Segal-. Fue como si los artistas empezaran a cerrar la brecha entre el arte y la realidad. Y la pregunta entonces era qué hacía que esas camas fueran arte si eran, después de todo, camas […] con relación a la Brillo Box generalizó la pregunta. ¿Por qué era una obra de arte cuando los objetos a los que se parece exactamente, al menos bajo un criterio perceptivo, son meras cosas, o, al menos, meros artefactos? E incluso siendo artefactos, el paralelo entre ellos y lo que hizo Warhol era exacto. Platón no hubiera podido discriminarlo como hizo con las camas y las pinturas de las camas» (Danto, 1999: 156). De estas palabras se pueden extraer conclusiones: el objeto de arte se antepone a la idea de la mitificación de la experiencia artística, y el arte pop antepone un ideario de cultura popular como fin autónomo.
El simulacro en las obras de Warhol da cuenta de una sociedad que enfatiza el hedonismo, el estar anclado en un sistema del bienestar que recreaba la cara amable del capitalismo. En este aspecto, las obras seriales del artista son vistas por Cécile Whiting:
«Warhol emphasised the “Brand faces” of his stars minimizing detail, emphasizing outline and exaggerating expression. In Marilyn Monroe, for example, he focused on the surface features by which we recognize the blonde star -hair, lips, eye shadow- even to the verge of caricature: Monroe’s hair resembles a straw-yellow cap, sharply outlined, stiffly sculpted, and perched firmly upon her forehead» (Whiting, 1997: 147).
De esta forma, las icónicas imágenes de Marilyn o Liz Taylor captan un tipo de belleza irreal, simulada, en la que únicamente queda rastro del carmín de la imagen pública en su estado más puro. Es una creación ficcionada de unas mujeres en lo más alto de la fama y que esconden un pasado turbulento de matrimonios rotos, desajustes mentales, etc.
Una mística del simulacro: «The mystique of the public persona depends, however, on the supposition that the star’s private life always remains at least partially unrevealed by the publicity pages […] And, as in pornography, the exposed Monroe cannot satiate the viewer’s desire because the moment of nearly complete physical revelation only highlights the fact that he cannot actually consummate his relationship with the real Monroe» (Whiting, 1997: 150-152).
Warhol estaba jugando con la mirada del espectador: por un lado, la mirada libidinosa quedaba prendada en estos cuadros que, por un lado, eran una parodia de los métodos de publicidad contemporáneos, y por otro, dejaban la puerta abierta a escrutar en los lados más oscuros del Hollywood dorado.
Ignacio Julià, co-fundador de la revista Ruta 66, responde a algunos dilemas sobre la figura escurridiza de Warhol:
«La iconografía warholiana no se limita a la ingenuidad del bote de sopa Campbell o los retratos de iconos glamurosos de Hollywood; desde el principio expuso el lado oscuro del modo de vida americano, por ejemplo, en las series de accidentes o la silla eléctrica. La grandeza de Warhol fue su ambigüedad y su visión de futuro. Sus peores profecías se han ido cumpliendo una a una. ¿Qué son los reality televisivos si no la materialización de su sentencia “en el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos”? Paradoja warholiana: la frase no es suya si no de los organizadores de su exposición en el Moderna Museet de Estocolmo, 1968, que la incluyeron en el programa«.[5]
Como se deduce de lo anterior, la estética warholiana se mueve en las fronteras de lo enajenado, lo oscuro, la trivialización del gesto creativo, y sobretodo, redimensionó los roles de la publicidad en los mass media. Desplazando el objeto de su marco natural, el artista recrea (trans)figuraciones que no intentan revelar ningún estado de ánimo en el espectador, sino más bien en poner de manifiesto un ethos en el imaginario colectivo. Al star system hollywoodiense ya ha quedado retratado de una forma artificial, haciendo uso de colores eléctricos, enfatizando la granulosidad de las texturas…
«No digo que el gusto popular sea malo, pues lo que se desecha del mal gusto es bueno: digo que lo que se desecha es probablemente malo, pero si quieres recogerlo y convertirlo en bueno o al menos en algo interesante, entonces no pierdes tanto como perderías de otro modo. Haces un trabajo de reciclaje y reciclas a gente y llevas tu empresa como un negocio subsidiario de otro negocio«. (Warhol, 2008: 101-102).
Unas palabras que denotan la necesidad de crear vida del desecho, de las imágenes que normativiza el sistema capitalista. El deseo es mercantilizado, pero Warhol despoja a Elvis Presley o a Marlon Brando de cualquier marca de género, de sus masculinidades hiperbólicas; aparecen como espectros, como el reverso de la América que cree en héroes, que fantasea con crear personajes distinguidos dentro de la gran masa amorfa de lo indistinguible.
El reducir al extremo el significado de los objetos en la era del capital es una de las imágenes del duelo contemporáneo, el silencio de los sujetos que tenemos cerca es substituido por la quietud de los objetos. Pablo Caldera escribe sobre el posible malestar de ver al otro Warhol, el íntimo, el que no estaba imbuido por el frenesí del brand management:
«A diferencia de las Campbell, el peluche [osito fotografiado por David Gamble[6]], imagen del interior y la interioridad, obedecía a unos ritmos de producción mucho más bajos. Quizás a Warhol no le interesó porque constató que era una imagen y no una marca -esa es la evolución de los objetos cotidianos bajo el capitalismo-, como sí lo eran Elvis Presley o Liz Taylor. Warhol no podía camuflarse en su oso de peluche como hacía en todas sus creaciones, porque eso habría despertado sospechas en torno al significado de la imagen, y todo en Warhol, desde un accidente de coche hasta una silla eléctrica ha de estar vacío de significado. Un peluche difícilmente puede dejar de significar: está irremediablemente relacionado con lo sentimental y con la infancia, con la ternura y la memoria» (Caldera, 2021: 29).
El artista americano jugaba con la industria que controla la estetización del mundo, y esas son las teorías que maneja el filósofo Gilles Lipovetsky y su «modo de producción estético» [7]. La sociedad hiperconsumista asume como suya la estética en aras de una democratización de esta. Esto, según Lipovetsky, trajo consigo una degradación del arte, una especie de «feísmo» o «fealdad triste». La sociedad de consumo absorbe todo a su paso: «A la estetización del mundo económico responde una estetización del ideal de vida» (Lipovetsky, 2015: 187). Como escribe Caldera: «si queremos hablar, todavía hoy, de “estética”, tendremos que desvincularla del discurso hegemónico y retrotraernos al origen del concepto: un discurso sobre la sensibilidad, el placer y el conocimiento del deseo, y no tanto sobre lo bello o lo puramente artístico» (Caldera, 2021: 36).
Andy Warhol y las flores del mal
I have made the big decision:
I’m gonna try to nullify my life.
‘Cause when the blood begins to flow,
When it shoots up the dropper’s neck,
When I’m closing in on death…
(«Heroin», The Velvet Underground)
A Andy Warhol siempre le gustaba bordear los abismos. La Factory era el centro neurálgico de pintores, actores, transformistas, yonkies, o celebrities del Nueva York de los sesenta. Su afición por la música ya se remonta a la década de los cincuenta cuando empezó a confeccionar portadas de discos para artistas vinculados al jazz y el rock. Eran portadas con sus consabidos trazos pastel, pincelada fina, y una estética vinculada a los anuncios comerciales.
Su interés por el lenguaje musical pop-rock llegó con la creación de espectáculos multimedia, en los que la música se hibridaba con el cine experimental que estaba ya realizando.[8] Gracias a Barbara Rubin (amiga de Mekas) Warhol conoce a los miembros de The Velvet Underground (Lou Reed, John Cale, Maureen Tucker, Nico y Sterling Morrison). ¿Fue la Velvet un producto más de Andy Warhol?:
«Lo fueron en el sentido de que formaron parte de su universo durante el periodo 1966-1968. Eran parte esencial del primer espectáculo multimedia, Exploding Plastic Inevitable, que se adelantó a los happenings californianos con proyecciones líquidas y espectáculo de luces. También en un sentido moral: Lou Reed siempre recordaba que, cuando entraron a grabar The Velvet Underground & Nico, les dijo que no se autocensurasen y no permitieran que la discográfica recortase sus letras. Finalmente, vieron que bajo la protección de Warhol nunca serían tomados en serio como banda y Reed despidió a Andy como representante. Este respondió llamándole ‘rata’; lo más fuerte que se le ocurrió«.
Esta respuesta de Julià parece dejar claro que, en los inicios de los Velvets, éstos fueron un producto warholiano en donde proyectar el lado más tenebrista del artista. Según recuerda Mick Wall, Reed le comentó en una entrevista que:
«Nuestra cita favorita-decía Lou refiriéndose a las críticas que tuvo que soportar The Velvet Underground- era «las flores del mal han eclosionado. Alguien tendría que pisotearlas antes de que se propaguen»» (Wall, 2014: 42).
La Velvet eran el vivo reflejo del reverso de la América de tonos pastel que empujó a nuestro artista a coronar la fama más absoluta. Tenían un aspecto andrógino, alejados del canon de belleza que The Beatles vendían en los mass media; además su sonido era ruidoso, decadente, atonal. Los gustos de los componentes de la banda eran de lo más variopinto: Mozart, John Cage, La Monte Young, Bo Diddley, Chuck Berry… El nombre de la banda la sacaron del título de un libro que Tony Conrad (músico de la escena experimental) se encontró en la calle, y que definía en su justa medida lo que ellos querían representar.
Preguntado Ignacio Julià sobre si lo que se escondía tras la pompa colorista del pop-art warholiano era la miseria del sueño americano:
«Digamos que, desde los destellos plateados del Hollywood clásico hasta la actualidad virtual, la gran mentira de la tierra de las oportunidades y la libertad ha sido vestida de positivismo idiota y la gran falacia de su imperialismo en nombre de la democracia. Una vez más, Warhol era inesperado: cuando le preguntan qué color asociaría a The Velvet Underground, responde… blanco. Todo lo contrario a lo que todos asumimos de la banda. El hecho de que Warhol siga siendo repudiado por gran parte del público y la crítica como un caradura que solo iba por la pasta, engrandece en mi opinión sus hallazgos artísticos e ideológicos«.
El grupo se convirtió en una prolongación del lado perverso del creador, un palpito rítmico que creaba remolinos de sentimientos de desesperación, arremetidas sónicas mezcladas con letras de simbología libre y sadomasoquismo extremo.
«La Velvet tocaban tan a lo bestia que me daba miedo pensar en la cantidad de decibelios que nos atronaban los oídos, y, además, había imágenes superpuestas proyectadas por todas partes«. (Bockris; Malanga, 1992: 55).
Las relaciones que mantuvieron el pintor y la banda eran de extrema complicidad como apunta, de nuevo, el periodista Ignacio Julià:
«[…]una de las principales sinergias fue el diseño de la portada de su primer álbum. No solamente el famoso plátano pelable, inocente fruta que deviene símbolo fálico, como icono para siempre conectado a The Velvet Underground, también la maliciosa idea de incluir en el interior de la carpeta todas las reseñas negativas que la banda había cosechado como parte del Exploding Plastic Inevitable. Como me dijo Todd Haynes, los Velvet «rechazaban el modo en que la contracultura trataba de imponer una pureza hippy sobre la idea de los medios de masas. Entendieron que no se puede vivir aparte de esa cultura de masas que nos envuelve, que como sociedad estamos corruptos, y en vez de pretender que podemos vivir orgánicamente fuera de esa fascinación, se sumergieron en un sentimiento de culpa que ya todos albergamos». Esto es muy warholiano«.
La década de los sesenta estaba asentada en el imaginario juvenil como la época de hermandad, de paz y amor, pero la escena rock en la que se movía The Velvet Underground era distante, hierática. Dentro de las constelaciones que gravitaban alrededor de todo este grupo de artistas estaban Bob Dylan o Brian Jones, que fueron los que se encargaron de introducir a Nico (cantante germana que llegó a Nueva York después de pasar por los estudios de Cinecittà romanos en los que actuó como actriz para Federico Fellini) su presencia en los escenarios. Su presencia distante y tensa servía de catalizador para inocular la rabia contenida a través de su voz marmórea.
«Si existe un tipo de belleza tan universal que sea incuestionable, Nico la posee. El rostro es perfecto. Rasgos impecables: boca bien definida, nariz recta y finamente tallada, ojos cristalinos en delicado equilibrio, tez enmarcada en un velo de cabellos pálidos y luminosos. No hay un rasgo dominante; en su rostro todo descansa con una proporción extrañamente perfecta» (Bockris; Malanga, 1992: 71).
Esta es una bella descripción que Gerard Malanga (artista multimedia del entorno de Warhol) hizo para la revista Status & Diplomat a principios de 1967. Parece una idealización de la no-belleza warholiana; esa artificiosidad dulce que esconde el retrato de una mujer con mirada hacia lo imperceptible.
El primer disco de la Velvet, The Velvet Underground & Nico, tiene la icónica portada del plátano sobre fondo blanco. El color blanco, signo de pureza, virginidad, es la forma que tenía Warhol de tensar y desplazar la intrincada red de significados de un disco que es, antes que cualquier otra cosa, un mosaico de perversiones, desesperación y muerte. Sublimaron el poder de los viajes psicodélicos al abrir el reverso devastador del consumo de drogas; la falsa trascendencia del consumo de heroína, o cómo el sadomasoquismo podía ser una opción al amor romántico. A imagen y semejanza de la obra warholiana, el sonido de la banda era cerebral y artificioso, escondía diversas lecturas que, esta vez, no estaba cubierta de capas de colores diamantinos.
La marginalidad y la alteridad
El punto de vista estético sobre el mundo
¿consiste esencialmente en la contemplación
del mundo a través de una mirada feliz?
(Ludwig Wittgenstein)
Felip Vidal pone sobre la mesa una de las más claras influencias que la Velvet ha legado a la cultura punk:
«[…] para los personajes marginales protagonistas de los textos de The Velvet Underground, el límite es más una frontera de la que nunca regresan, sino en cuyas lindes habitan. Dentro de este ámbito marginal, destaca la exclusividad de ciertos valores, concretamente los que en la película de David Lynch ‘Blue Velvet’ aparecen como negativos. Desde un punto de vista formal, moral, del gusto, y de la pasión, nos encontraríamos con los valores negativos deforme, malo, feo y disfórico, en contraposición a los valores positivos conforme, bueno, bello y eufórico. Pues bien, en las lindes del espacio donde habitan los personajes velvetianos, encontramos únicamente referencias a los valores negativos, a un mundo cerrado, autónomo, y anarquizante, que afirma lo negativo». (Vidal, 2002).
Andy Warhol junto a Reed y Cale principalmente, dieron forma a la postmodernidad en la música pop, activando los resortes sensoriales (casi sinestésicos) despojando al arte de la belleza convencional. La alteridad es una de las principales características de los personajes que deambulan por las letras de la Velvet. El cuerpo como matriz de lo abyecto, del cuerpo en proceso de una transición que está fuera de control es una pulsión constante en la narrativa del grupo, y crea sinergias con la pulsión vital de la Factory de Warhol.
Figuras terriblemente humanas que verbalizan una necesidad latente por recorrer los atribulados meandros del sexo mercantilizado y el género fluido, y una representación o puesta en escena que construye un nuevo modelo de retórica de género. Veamos algunos ejemplos que teatralizan el gesto poético, y que elaboran una genealogía crítica del género en transición que puede partir del axioma butleriano de «lo que hemos tomado como un ‘rasgo interno’ de nosotros mismos es algo que anticipamos y producimos mediante ciertos actos corporales» (Butler, 2001: 16). Así mismo, encontramos a seres que encuentran en la droga el medio de (anti)belleza más genuina, poético, y metanarrativo.
En «I’m waiting for the man» Cale y Reed (compositores de la tonada) recrean el día a día de un yonki en el downtown neoyorkino:
Twenty-six dollars in my hand
Up to Lexington, 125
Feel sick and dirty, more dead than alive
I’m waiting for my man
Hey, white boy, what you doin’ uptown?
Hey, white boy, you chasin’ our women around?
Oh pardon me sir, it’s furthest from my mind
I’m just lookin’ for a dear, dear friend of mine
I’m waiting for my man
Here he comes, he’s all dressed in black
PR shoes and a big straw hat
He’s never early, he’s always late
First thing you learn is that you always gotta wait
I’m waiting for my man
Oh, work it now
Up to a brownstone, up three flights of stairs
Everybody bodies pinned you, but nobody cares
He’s got the works, gives you sweet taste
Ah, then you gotta split because you got no time to waste
I’m waiting for my man
Baby don’t you holler, darlin’ don’t you bawl and shout
I’m feeling good, you know I’m gonna work it on out
I’m feeling good, I’m feeling, oh, so fine
Until tomorrow, but that’s just some other time
I’m waiting for my man
Walk it home
En esta canción asistimos a una escena en donde la droga, el éxtasis carnal, y la ambigüedad de género se dan la mano. Un aquelarre de vidas consumidas rápidamente, y que anticipaba lo que podría ser una escena de Querelle (1982) de Fassbinder. Precisamente esta película del autor alemán marcó a Warhol:
«Warhol hizo el cartel de Querelle para el estreno de la película en Estados Unidos; es una foto retocada de dos surferos en unos baños públicos, ambos sin camisa y uno de ellos surfeándole al otro cosas traviesas al oído, con la lengua pintada diabólicamente de rojo. Aunque la imagen no guarda relación con la película y parece más bien una foto de la revista Honcho para atraer a las muchedumbres de Times Square, pensemos que alude a la reflexión que hace la película sobre el tema de los gemelos, los hermanos y demás formas de dúo problemático» (Fox, 2017: 91).
Los versos de «I’m waiting for the man” recorren una tradición literaria que va de Jean Genet, pasando por Allen Ginsberg, o por las fantasías erótico-maníacas de Paul Morrissey.
Otro ejemplo paradigmático de la relación entre The Velvet Underground y la propia vida de Andy Warhol es «I’ll be your mirror» en donde hay una relación, podríamos decir que sadomasoquista:
I’ll be your mirror
Reflect what you are, in case you don’t know
I’ll be the wind, the rain and the sunset
The light on your door to show that you’re home
When you think the night has seen your mind
That inside, you’re twisted and unkind
Let me stand to show that you are blind
Please put down your hands
‘Cause I see you
I find it hard to believe you don’t know
The beauty you are
But if you don’t, let me be your eyes
A hand to your darkness so you won’t be afraid
When you think the night has seen your mind
That inside, you’re twisted and unkind
Let me stand to show that you are blind
Please put down your hands
‘Cause I see you
I’ll be your mirror (Reflect what you are)
I’ll be your mirror (Reflect what you are)
I’ll be your mirror (Reflect what you are)
I’ll be your mirror (Reflect what you are)
Esta canción la cantó Nico con su tesitura de voz característica que hacía que se mantuviera un extraño distanciamiento entre ella y el oyente. Aseguran algunos testigos de la época que Reed la escribió para ella. Segura de sí misma al micro, Nico canta sobre los amores tóxicos, la dependencia emocional cercana al paroxismo, o quizás sea una simple tonada de amor romántico en claroscuros.
«En cuanto a las relaciones que mantenían los miembros de The Velvet, había cierta fricción entre el grupo y Nico porque casi todas las canciones le iban bien a ella, y ella quería cantarlas todas. No sabemos quién tenía más influencia sobre ella, si Lou o John, pero lo que sí es cierto es que ella manipulaba a ambos en el terreno sexual, aunque estos escarceos no duraron mucho» (Bockris; Malanga, 1996: 62).
Las relaciones entre los miembros de la banda y nuestro pintor también estuvieron marcadas por las constantes fricciones de egos. En la letra de esta canción es posible extraer una lectura de la estética objetual warholiana:
«El modo en que las cosas se muestran, y no una cierta forma de ver las cosas; por otro lado, las razones para preferir una forma de mostrarse a otra, con el verbo preferir como ligazón. Es obvio que toda preferencia, independientemente de sus razones causales, es subjetiva. Observaremos una primera parte de la definición centrada en la aparición del objeto frente al espectador, y una segunda parte centrada en la preferencia, es decir, en el discernimiento subjetivo entre esto y aquello. Las cosas parecen autónomas al mostrarse, como si no hubiera detrás una producción; el sujeto parece plenamente libre y autónomo en su elección y preferencia, como si habitara un mundo sin interdicciones«. (Caldera, 2021: 72).
Esa repetición en forma de mantra de «I’ll be your mirror (Reflect what you are)» representa la idea esteticista warholiana, la forma en que se intenta manipular la mirada. El grupo quería ser para el autor de las latas Campbell un objeto en el que el espectador viese a través de él la forma de descifrar el mundo. Una cosmología transdiscursiva en donde la estética está ligada a las formas de percibir una obra de arte desde la manipulación y la artificiosidad de la industria del ocio. En tiempos de bonanza económica, los autores de «Heroin» pusieron rostro y voz a la escoria de la sociedad. Enfundados en gafas de sol para parecer más distantes y, de alguna forma, crear una antiestética del capital y de la reproducción en serie. Curiosamente, y como suele pasar, el capitalismo acabó engullendo todo a su paso. Los sonidos punzantes de la banda son, desde hace décadas, referente en la música pop-rock, aunque las aristas siguen sin ser limadas por los imitadores.
Coda final para Drella
La obra está emparentada con el mundo
mediante el principio que la distingue de él
(Theodor W. Adorno)
Cinderella. Drácula y Cenicienta. El apodo que Lou Reed y John Cale pusieron a Andy Warhol cumple con el objetivo de definir la personalidad de este artista difícil de encasillar. Incluso en 1990, los dos artistas integrantes de The Velvet Underground lo homenajearon en un cancionero titulado Songs for Drella, en donde dejaron al descubierto las relaciones de amistad y enemistad entre ellos.
Nuestro artista, como se ha ido analizando en este estudio, fue un personaje en sí mismo, él era su mejor obra de arte:
«Cuando hice mi autorretrato, dejé a un lado todos los granos porque así debe hacerse. Los granos son una condición temporal y nada tienen que ver con tu verdadero aspecto. Omite siempre las taras: no forman parte del buen retrato que tú deseas» (Warhol, 2008: 68).
Lo bello, en tanto objeto repleto de un «aura» de artificiosidad, era lo que siempre quiso desentrañar el artista de norteamericano. Sus obras fueron el reflejo de una sociedad que despertaba y que se dejaba engatusar por el estado del bienestar y las apariencias.
Atrás quedó el expresionismo abstracto que era un tipo de arte de buscaba a un espectador ávido de significados, de interpretaciones en tensión. El pop art vehiculaba un discurso más representativo cuyas claves se podían encontrar en la exterioridad del lienzo, del fotomontaje, de la cámara en movimiento. El potencial atractivo que los medios de comunicación aportaron al pop art permitió una nueva forma de “ver” una obra de arte: el objeto era desplazado de su «hábitat» habitual, y era (re)presentado para darle un significado alterado.
La vanguardia del momento no quiso considerar «arte» este híbrido de propuestas, y abrió brechas para el debate. El arte de vanguardia no quería que fuera representado por un nuevo miembro bastardo que miraba hacia los engranajes del sistema capitalista y lo popular como ejes para devenir trascendente.
Las obras de Andy Warhol no solo eran un reflejo de la reproducción en serie y la mercantilización del arte, sino que revelaba una forma de ver los entresijos de los mecanismos de manipulación de la mecanización seriada. Obras tan icónicas como Campbell’s soup can I, 80 two dollar bills, o los fotomontajes con estrellas del star-system hollywoodiense son ejemplos del reverso de la América de las oportunidades. Sonrisas enlatadas, colores pastel, aura artificial, descontextualización del gesto artístico…todo esto es la nueva orografía de la perversidad y del poder de la imagen como catalizador de cambio, de transformación, pero también de aniquilación del «yo» dentro de la producción en masa.
Una pulsión de muerte acompañó al artista desde sus tiempos en «Exploding Plastic Inevitable»: esos happenings en las que el de Pittsburgh fogueaba su rabia a base de música, videos caseros, literatura dopada, o cuerpos transfigurados. De esos anhelos por pervertir la realidad nació su proyecto más universalmente conocido, la banda de pop rock The Velvet Underground. Una unión de talentos irresistible: el clasicismo académico del galés John Cale, el nervio de la calle prendido en el mástil de la guitarra de Lou Reed, la voz hierática de Nico, la forma tan característica de tocar las baquetas de Maureen Tucker, y los solos de guitarra rítmica que llevaban en volandas a las melodías de Sterling Morrison. Música de acordes simples pero demoledores, que reescribía la tradición rock desde el prisma vanguardista. Warhol quiso extender sus tentáculos haciendo de mecenas de la banda, y así poder sentirse reflejado en unas letras que versaban sobre la marginalidad, sobre las relaciones vampíricas, y la marginalidad.
The Velvet Underground fueron como la mejor obra de arte warholiana, eso si dejamos a un lado su propia vida, el reducto en donde él pudo esconderse para desligar su otro yo, ese que a través de la alteridad intentaba cortocircuitar el sistema capitalista en el que estaba cómodamente integrado. Warhol es un personaje en sí mismo, su personalidad a traspasado los lindes del lienzo para sobrevivir a su persona. Como artista icónico de una época, su obra ha ido abriendo grietas en el sistema codificado del mercadeo artístico, y de paso reabrir eternos debates: ¿el arte pop se podía considerar arte o mera propaganda? ¿El arte debe o no seguir las sendas dictadas por el capital? ¿Fue realmente subversivo el arte warholiano? ¿Warhol contribuyó a la democratización del arte al sacarlo de las academias o era un farsante?
Son muchas las preguntas que se derivan de un género artístico que en su momento fue denostado por las vanguardias, pero cuya influencia ha dejado una huella indeleble en la historia del arte. El arte pop sublimaba la teoría del gusto postmoderna, y abría nuevas sendas por las que trazar caminos inesperados en las subjetividades del espectador.
La colaboración de año y medio entre Andy Warhol y The Velvet Underground ya ha quedado en los anales de la historia como una de las más fructíferas y anómalas de la música popular. El meteorito Warhol pasó de ser una megaestrella del negocio de la publicidad, a encontrar la máscara de azul chillón con la que retratar las miserias de esa misma sociedad que él contribuyó a crear.
Lou Reed cantó en «Blue Mask»:
Make the sacrifice
Mutilate my face
If you need someone to kill
I’m a man without a will
Wash the razor in the rain
Let me luxuriate in pain
Please don’t set me free
Death means a lot to me
…y se hizo un gran fundido a negro.
Bibliografía
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Notas:
[1] El ready-made es uno de los conceptos artísticos detonadores de una quiebra en el arte moderno. Angela Vetesse escribe: “Muchos objetos considerados ready-made eran, en el vocabulario de Duchamp, aidé, es decir, asistidos, modificados, ayudados para que fueran significativos, fruto de una composición de signos y no simplemente arrastrados de un contexto a otro” (2013: 56). Son, por tanto, piezas con una considerable pulsión de futuro, en donde lo intelectual no está reñido con lo decorativo, o liviano.
[2] Decía Walter Benjamin que el “verdadero” arte (y lo entrecomillo porque no deja de ser un valor relativo) era aquel al que se le puede atribuir un potencial revolucionario; un arte disruptivo, que tenga que causar extrañamiento en el espectador, y disonancias perturbadoras.
[3] La fotografía es para Marchán Fiz “deja de ser una un modelo a imitar con medios pictóricos para convertirse en un proceso donde el artista controla los estadios del desarrollo mecánico de la obra. Los procedimientos reproductivos se insertan en los procesos creativos. Para ello se acude a toda clase de obliteraciones, negativos, ampliaciones, yuxtaposiciones, etc.” En: Marchán Fiz, S. (1997). Del arte objetual al arte del concepto. Barcelona: Akal.
[4] Duchamp participó en el año 1966, en la película de Warhol, Screen test for Marcel Duchamp, de veinte minutos de duración, en la que éste, se limita a fumarse un puro, sentado en una silla. Warhol participó activamente en este film, y aparece como si de un objeto se tratase, dando ya sentido a la idea duchampiana del objeto de arte como dispositivo crítico.
[5] En el apéndice de este trabajo se incluye la entrevista entera a Julià. Las preguntas versan sobre las sinergias que se establecieron entre el artista y el grupo que él contribuyó a formar, The Velvet Underground.
[6] El artista David Gamble fotografió al oso de peluche de Warhol en la obra Andy Warhol’s Teddy Bear and the Cowboy Boots (1987).
[7] Lipovetsky, G; Serroy, J. (2015). La estetización del mundo: vivir en la época del capitalismo artístico. Barcelona: Anagrama.
[8] La sala Dom neoyorkina era el sitio donde se reunía el núcleo duro de la Factory. Su amigo Jonas Mekas producía los espectáculos Expanded Cinema, un híbrido entre happening, cine, música, sexo, luces de neón, etc.
Impresionante: didáctico, exhaustivo y con una muy buena labor de documentación. Enhorabuena, Luis.
Espectacular este reportaje de Luis Moner sobre Warhol y la Velvet.