Crítica musical en el siglo XXI. Retos del periodismo musical en el nuevo milenio
De un tiempo a esta parte suelo encontrarme con diversos textos, tanto en papel impreso como en Internet, en los que críticos, periodistas y aficionados reflexionan sobre el papel de la crítica musical en los últimos años, y sobre todo sobre su futuro. Un futuro que, según los profesionales del gremio, no parece muy halagüeño. A nadie se le escapa que el momento económico es sumamente complicado, pero la crisis de la industria musical resulta si cabe más grave dado que empezó bastante antes y, además, no tiene pinta de resultar precisamente coyuntural. El periodismo musical, desde cuyo seno se han alzado algunas voces pidiendo la reinvención del negocio de la música, empieza a asumir que también forma parte del mismo y que no puede permanecer impasible ante los nuevos retos que se le plantean a todos los niveles.
Para visualizar hacia dónde podría orientarse la crítica musical en el futuro, tal vez sería conveniente empezar por recordar de dónde viene. Asumiendo que hablamos en todo momento de crítica musical popular, podríamos decir que, como género periodístico más o menos serio, surgió en los 60 como respuesta a un proceso cultural y sociológico que convirtió al rock en algo similar a un arte, un concepto que trascendía lo musical para alcanzar a la literatura (interacción con la generación beat, las letras deDylan), las artes plásticas (las portadas de los discos, el pop-art), las convenciones sociales (la psicodelia, el hipismo y la contracultura) e incluso la política (la guerra de Vietnam). De repente el rock había dejado de ser un entretenimiento juvenil para convertirse en algo sobre lo que valía la pena escribir y reflexionar, analizar y hacer valoraciones críticas. Algo que tenía implicaciones culturales, sociológicas o incluso filosóficas. Además, a diferencia de lo que ocurría con la crítica sobre jazz o música clásica, el crítico de rock no necesitaba, a priori, realizar sesudas disecciones técnicas sobre el contenido; más bien se trataba de, como dice el gran crítico Simon Reynolds (en palabras tomadas de Nietzsche), “describir el goce”.
En algo más de una década se llegó a la época culminante de la crítica y del periodismo musical en general. Desde mediados de los 70 hasta bien entrados los 90 la prensa musical fue el vehículo que ponía en contacto a los jóvenes de todo el mundo con sus artistas favoritos, con la actualidad, con lo que se cocía en el underground. Servía las últimas novedades al tiempo que rebuscaba en los orígenes, analizaba el contexto, dotaba a la breve historia del rock de un timeline y de una cierta coherencia. El crítico musical no sólo tenía la información, además sabía cómo interpretarla y sacar provecho de ella. Se desataban rivalidades (NME vs Melody Maker), se apoyaban y se destruían artistas, se estimulaban escenas, corrientes y géneros (la new wave, el post-punk), o incluso se creaban de la nada (el brit pop o el grunge). Las críticas, las crónicas, los ensayos de cualquier tema relacionado con la música, se convirtieron en productos artísticos en sí mismos, en literatura con todas sus virtudes y también con sus defectos.
Pero entonces llego Internet, y todo cambió. Sería muy fácil decir que la culpa de todo la tiene la piratería, y de hecho ese es el discurso más socorrido para explicar el hundimiento de la industria musical en los últimos años, pero el problema es más profundo y merece una reflexión más prudente. No es posible pasar por alto otros factores que no son objeto de este artículo y que, por ello, resumiré diciendo que si la música (y la cultura en general) es menospreciada y maltratada por los principales poderes mediáticos (incluso dentro de la propia industria), parece una consecuencia lógica que el gran público considere que es algo por lo que no vale la pena pagar si se puede tener gratis sin infringir (de momento) ninguna ley. En cualquier caso, para el tema que nos ocupa, el efecto más importante de la irrupción de Internet como medio masivo de comunicación e interacción entre las personas no fue otro que la democratización del acceso a la información. Pasados los primeros momentos de desconcierto, la entrada en el siglo XXI fue más rápida y menos traumática para los aficionados que para los profesionales que, en buena lógica, deberían sacar más provecho del nuevo invento.
Lo que nos encontramos hoy, empezando la segunda década del siglo XXI, es una generación que se relaciona con la música de una manera muy diferente a como lo hicieron los jóvenes de la era pre-Internet. Dado que los pertenecientes a esa generación son los principales destinatarios del trabajo realizado por los críticos de pop y rock, es fundamental entender su actitud ante la música, sus pretensiones y sus necesidades, para poder plantear una hoja de ruta flexible, útil y duradera.
Para empezar, se hace necesario acotar lo que podríamos llamar el “nicho de mercado” del crítico. No hace falta mencionar que hay mucha gente para la que la música no tiene la menor importancia. Lógicamente, ellos no son el objetivo. Tampoco lo son, lamentablemente, aquellos que consideran la música como otro producto más de consumo rápido, con una repercusión real en sus vidas cercana al cero absoluto. Unos y otros, por distintas razones, difícilmente gastarán un euro en música, y mucho menos en revistas o libros que hablen de ella. Posiblemente bajarán discos de Internet que amontonarán junto a libros, juegos, software de todo tipo, vídeos graciosos, imágenes chocantes… Basura cibernética que jamás aprovecharán. El crítico musical no trabaja para ese tipo de consumidor cuya relación con la música es insípida, indolora y casual, sino para aquellos – esperemos que queden algunos – cuya existencia todavía puede verse afectada por una canción, un disco, un concierto. Aquellos que pueden apreciar ese goce del que hablaba Reynolds, que pueden sentir una irreprimible curiosidad al leer una reseña, que todavía experimentan reacciones casi fisiológicas frente a la música que les gusta o les repele.
Todo lo dicho en el anterior párrafo resultará obvio, pero es un punto de partida necesario para no equivocar el rumbo. ¿Y cuál es el siguiente paso? Bueno, analicemos el entorno en el que se mueve ese consumidor de música al cual se dirige el crítico. ¿Es el mismo entorno de hace 10, 20 ó 30 años? Evidentemente no. La información es, hoy en día, accesible para todo el mundo que sienta una mínima inquietud por buscarla y tenga los medios para hacerlo. Dicho así, parece algo positivo. Y lo es, de hecho, pero también tiene sus implicaciones conflictivas. Internet, Spotify, las radios a la carta, la multiplicación de páginas, webzines, blogs…las redes sociales… Es tanta la información que se le ofrece a un recién llegado, tanta la velocidad a la que se mueve, tanta la prisa que nos contagia dicha velocidad y tanta la atracción (y el estrés) que supone tenerlo todo al alcance de varios clicks, que 60 años de historia de la música popular se nos aparecen como un puzzle por hacer, un tótum revolútum en el que la relación música-tiempo-espacio (elzeitgeist) se disuelve en una especie de caldo primigenio, con el relativismo y la superficialidad campando a sus anchas. Un mundo atractivo, visual e interactivo, pero brutalmente anárquico.
Parece entonces razonable que la misión del crítico sea poner orden en este caos. ¿Cómo hacerlo? Los tiempos del crítico gurú, en mi opinión, han pasado a mejor vida. La generación 2.0 no quiere gurús ni cree necesitarlos. El crítico ya no es el único que tiene acceso a la información, ni siquiera el único capacitado para entenderla, procesarla y sacar conclusiones. Los lectores actuales ya no son elementos pasivos. Sí, muchos de ellos estarán equivocados, harán razonamientos erróneos y tendrán un punto de vista incompleto. Habrá que hacer, pues, pedagogía sin caer en la condescendencia. Bajar del púlpito y predicar no desde la superioridad intelectual ni moral, sino desde la experiencia, el conocimiento, la capacidad para el análisis y el juicio propio. El crítico del siglo XXI, como cualquier artista, periodista, escritor o agitador cultural en general, necesita del contacto con sus lectores/seguidores. Yo diría aún más: puesto que, como hemos comentado, los lectores actuales ya no son pasivos, no sólo se necesita contacto con ellos sino también interacción. Esto es algo que muchos periodistas y críticos han entendido, y por eso hoy podemos encontrar en las redes sociales a algunos que hasta no hace mucho renegaban de ellas.
¿Significa esa interacción una relación de igual a igual entre el crítico y sus lectores? No necesariamente. El crítico aportará siempre un valor añadido al juicio estrictamente musical, una articulación de contenidos y significados que puede abarcar campos adyacentes como la literatura o la sociología, pero también otros más alejados a priori como la filosofía o la psicología. Ofrecerá un criterio contrastado por años de experiencia y, en su caso, estudios. Ya no juzgará o recomendará, al menos no exclusivamente; será también un agitador, un instigador de debates, un provocador. Ahí entrará en juego su propia subjetividad, que deberá enfrentar a la de sus lectores con argumentos razonados y documentados, pero de forma interactiva. Será, pues, un crítico creador de debates más que de tendencias, incorporando a dichos debates un canon razonado que sus lectores, una vez constatada su afinidad con ellos, valorarán en su justa medida.
No es baladí la mención a la afinidad con el lector. Y es algo que deseo explicar, puesto que de lo contrario parecerá que estoy instando a los críticos a que caigan bien, sean simpáticos o le den la razón siempre a todo el mundo. Nada más lejos de la realidad. La afinidad, entendida como una fidelización de lectores, es imprescindible en estos tiempos donde la posible audiencia está tan fragmentada como la propia escena musical. Hoy en día es inútil intentar llegar a audiencias millonarias como lo hacían las revistas más vendidas de los 70 y los 80. La oferta masiva de información lo hace imposible, tal como sucede con las cadenas de televisión. Lo que tenemos en la actualidad es un sinfín de canales musicales de todo tipo, cada uno de los cuales ha de desarrollar una personalidad que lo distinga del resto en la medida de lo posible. La palabra clave seguramente es especialización. El destinatario tiene hoy, por primera vez en la historia, la posibilidad de elegir los canales por los que recibe la información, y es de suponer que escogerá aquellos que estén más en sintonía con sus intereses. Dado que para alguien que empieza es un esfuerzo baldío salir a perseguir lectores, parece más práctico centrarse en labrarse un prestigio a través de la defensa de un criterio personal (y argumentado, como siempre) y esperar. Sí, cierto, es una táctica de blog, y sí, también es cierto que será difícil que con esa falta de pretensiones uno pueda aspirar a vivir de esto a corto plazo, pero es que muy poca gente vive exclusivamente de esto, seamos realistas.
Para finalizar, otra palabra clave: inmediatez. La inmediatez es el caballo de batalla del crítico 2.0. Hoy en día cuando un disco llega a la redacción, aunque sea semanas antes de salir al mercado, centenares o miles de aficionados ya lo han escuchado y se han formado sus propios juicios al respecto. Los cauces habituales se han vuelto lentos y encorsetados. Los discos “envejecen” a un ritmo nunca visto antes, y no tiene ya mucho sentido reseñar un álbum de cierta importancia meses después de su lanzamiento. El crítico ha de entrar en la discusión en tiempo real. Los medios de papel, con sus crónicas de conciertos y festivales celebrados dos meses antes, han tomado buena nota de ello, de manera que hoy ya no existe ningún medio escrito que no tenga presencia (algunos ya de manera exclusiva) en Internet. El campo de batalla donde se ganará el prestigio y la fidelidad es el día a día, y los que resulten vencedores podrán tal vez, en un futuro, permitirse el lujo de proponer el ritmo al que sus lectores deban moverse con ellos.