Adiós, Brian Wilson. Lo eres todo. Absolutamente todo
Brian Wilson nunca creyó en sí mismo. Ese era el problema. Ya se habían encargado su padre, su primo, o su terapeuta, de hacerle pensar que nunca era suficiente, que siempre tendría algo por demostrar, que todos sus esfuerzos serían en vano para llegar a lo más alto. Obviamente, se equivocaban, pero la maldad obtiene siempre razones muy poderosas y, sobre todo, busca las debilidades de la gente de buen corazón.
Brian Douglas Wilson (20 de junio de 1942-11 de junio de 2025) era un ser minado, roto por dentro a causa de todas esas ideas que desde pequeño le habían metido en la cabeza, entre paliza y paliza. Por cierto, que en una de esas palizas que su padre, Murry Wilson, le propinó de pequeño, perdió la mayor parte de la audición en el oído derecho. Algo que, lejos de limitar al pequeño Brian, le forzó aún más a afinar el oído que conservaba intacto. Por eso siempre torcía un poco la boca al hablar o al cantar, para escucharse. Tenía avidez por escuchar, por desgranar los sonidos, las armonías que escuchaba en las voces de los Four Freshmen, su grupo favorito. O en la asombrosa música de “Rhapsody in blue”, de Gershwin.
Y nadie le enseñó, pero muy pronto aprendió los rudimentos del piano y comenzó a sacar canciones de oído. Liaba para unirse a él a sus hermanos Carl y Dennis, que lo veían como un juego, una excentricidad más de ese hermano mayor tan raro que tenían. Los tres notaban que al juntar sus voces pasaba algo. Y también lo notaba Murry, pero en lugar de orgullo sentía celos. Unos celos terribles. Aterradores.
De esta forma creció el que sería considerado -y con razón- uno de los grandes genios de la música contemporánea, incluso más allá del pop, que fue el territorio en el que se movió. A su hermano Dennis le gustaba surfear, como buen chico californiano de la época. A Brian no, en absoluto, pero notó que esa era una moda en la que la música que tenía en la cabeza, mezcla de Chuck Berry, Bach y los Four Freshmen, podía encajar como banda sonora. A lo tonto, su hermano Carl aprendió a tocar la guitarra, Dennis la batería y convencieron a su primo Mike Love y a otro amigo para formar un conjunto.
Su ascensión fue meteórica. Desde el momento en que montados en un coche escucharon “Surfin”, su primera canción, en la radio y se pusieron histéricos, todo ocurrió a cámara rápida: su fichaje por Capitol Records, “Surfin’ USA”, “Surfer girl”, “I get around”, “California girls”… giras, giras y más giras, el grupo número uno de América, fama y fortuna. Hasta que de repente, en 1964, un alien aterrizó en su país procedente del otro lado del océano. Cuatro tipos ataviados con traje y flequillo raro que decían llamarse The Beatles y habían venido a quitarles lo suyo.
A Brian esa competencia, a nivel de ventas o dinero, le daba igual, pero a nivel musical era otra cosa. Además, también estaba Phil Spector, a quien admiraba profundamente, pero sentía (de una forma muy obsesiva) que le amenazaba. Todo eso fluía en la cabeza de Brian cuando un buen día, en un avión, ocurrió: su cabeza estalló en mil pedazos. Pensó que se moría, que este era el fin, que todo aquello había acabado con él.
Las consecuencias de su ataque de nervios fueron devastadoras, pero constructivas: convenció al grupo y a todo el mundo de que lo que necesitaban es que él se quedara en casa y en el estudio preparando nuevas canciones. Encontrarían a alguien que le sustituyera e incluso lo hiciese mejor que él. Y así se hizo, primero Glen Campbell y después Bruce Johnston se encargaron de hacer de Brian en los directos. Y él se quedó en California componiendo canciones sentado en su piano y trabajando con los mejores músicos de sesión del país para preparar una serie de canciones que serían lo mejor que el mundo había escuchado hasta la fecha.
En la película Love & Mercy (Bill Pohlad, 2014), una especie de biografía algo fantaseada de Brian, hay una escena en la que éste habla fuera del estudio de grabación en la que preparan esas nuevas canciones con Hal Blaine, uno de los mejores bateristas de todos los tiempos. Blaine le dice que todos ellos, los músicos ahí congregados, la creme de la creme de los sesionistas de Hollywood, y eso probablemente quería decir del mundo, habían tocado con todos los más grandes, pero con él era distinto, él “les volaba la cabeza”.
Y es que Brian sabía exactamente lo que quería para plasmar la música que tenía en la suya. En palabras de Jim Fusilli en su libro sobre Pet Sounds (Continuum. 2005): [«You Still Believe in Me»] comienza en si mayor, una tonalidad poco común en el pop, y se mantiene en si mayor. El acorde de sol# mayor, debajo de la primera y única vez que se menciona la palabra «amor» en la canción, es particularmente impactante; en la segunda, el acorde de sol# mayor toca debajo de la palabra «fracaso». En un raro ejemplo del bajista enfatizando la fundamental en un arreglo de Brian Wilson, Carol Kaye toca el sol# en ambos casos. Es como si Brian quisiera que el oyente no se confundiera: en su mente, al menos en esta canción, el amor es igual al fracaso.
Nunca jamás en el pop se habían transmitido emociones tan complejas. Y nunca de un modo tan hermoso como lo hizo este ser humano tocado por la mano de dios en Pet Sounds (1966), disco de referencia donde los haya para averiguar hasta dónde puede llegar la música popular. En sus manos, el pop pasó a ser música contemporánea. Música de vanguardia, que podía escucharse en la radio. Y las puertas se abrieron. Para todo el mundo. Para todos, menos para él.
Pet Sounds fue un fracaso comercial, al menos para los estándares de los Beach Boys. Así que Brian no desfallece: decide meter todas las ideas que había puesto en Pet Sounds en una sola canción. Así nació una de las grabaciones más complejas de todos los tiempos. “Good vibrations” contenía todo su genio. Brian se vació en ella y llegó al número uno, pero claro, ¿a dónde lleva eso? Cuando uno llega a la cima absoluta tan sólo puede ir hacia abajo. Y en su caso, ese “hacia abajo” significó el infierno.
Tuvo una idea: la de hacer una sinfonía de bolsillo para Dios. Un disco que se llamaría Smile y sería lo más sofisticado que el mundo había escuchado. Grabó y grabó, pero las voces que resonaban constantemente en su cabeza le decían que iba a fracasar, que todo esto estaba condenado a irse a la mierda, incluido él. Y no pudo soportarlo, metió todas las cintas en un cajón y ya nunca volvería a ser el mismo.
A partir de entonces The Beach Boys reflotaron como una fuerza creativa común que aún daría muy buenos resultados (artísticos, no tanto comerciales), pero Brian dejó por siempre de ser el hombre al timón. Como mucho un par de canciones por disco llevaban su firma indiscutible, pero el control pasó a otros. Y él se metió en la cama a comer hamburguesas y a meterse coca con su hermano Dennis, que era otro que tal.
La cosa se puso tan fea que tuvieron que recurrir a un terapeuta que tenía fama de recuperar a famosos en situación de fuerte adicción mediante terapia de choque. El Dr. Landy resultó ser otro Murry, otro maltratador, que bajo la apariencia de haber recuperado a Brian para el mundo le tuvo como esclavo durante largo tiempo. Aunque eso sí, volvió a hacer música y llegaron discos tan maravillosos como Love You (1976) con The Beach Boys o su primer álbum en solitario, Brian Wilson (1988), con aquél “Love and mercy” que además de titular la película de la que hablábamos es uno de los himnos pop por los que su autor será recordado.
Siempre dependiente, tuvo la suerte de encontrar a una mujer fuerte de carácter que se enamoró de él y le alejó para siempre del Doctor Landy y de otros seres, como su primo Mike Love, empeñados en usarle como una marioneta. Aunque ella también adoptó cierto rol controlador (al fin y al cabo, es difícil tener a un maníaco depresivo como marido), sí que es cierto que con ella Brian Wilson fue recuperado para la causa de una forma que nadie podía imaginar: volvió a tocar en directo (muy recomendable, aunque no muy fácil de encontrar, su cedé autoeditado Live at The Roxy Theatre, de 2000) y terminó su gran obra perdida: Smile, grabado junto a la banda que le arropó hasta el fin de su carrera, comandada por Jeffrey Foskett y The Wondermints, fue recibido como la obra maestra que pudo ser en su día y aún hoy, demostraba serlo.
Brian, a través de todo esto alcanzó una notoriedad, y sobre todo, un respeto, que jamás había alcanzado, o al menos no había apreciado por sí mismo. Fueron tantos los vítores que al final tuvo que creérselo un poco. No paró de girar y recibir el cariño de su público, que le adoraba como al genio más grande de la música popular, hasta que las fuerzas le abandonaron. Y tal vez sea ingenuo decir esto de alguien que atravesó durante toda su vida el peor de los infiernos, pero me (nos) gusta pensar que este hombre que nos lo dio todo, tuvo un final de vida feliz, rodeado de su esposa y numerosos hijos y nietos, y que al fin descansa en paz, tras dejar un legado absolutamente descomunal en la historia de la música.
Brian lo fue todo. Lo ES todo. Porque alguien como él, que ha definido todos los márgenes, los renglones en los que los demás podemos escribir, no muere nunca. Por eso quisiera acabar estas líneas recordando la letra de una de sus mejores canciones y la que viene más al pelo en esta ocasión: “Til I die”, incluida en el disco Surf’s Up (1971), una de las grandes obras magnas de The Beach Boys, dice así:
Soy un corcho en el océano
Flotando sobre el mar furioso
¿Cuán profundo es el océano?
Perdí mi camino
Soy una roca en un alud
Rodando sobre la ladera de la montaña
¿Cuán profundo es el valle?
Me destroza el alma
Soy una hoja en un día ventoso
Muy pronto estaré volando
¿Cuánto tiempo soplará el viento?
¿Cuánto tiempo soplará el viento?
Hasta que muera
Estas cosas seré hasta que muera

