Johnny B. Zero + Yo Diablo (Sala Wah Wah) Valencia 17/11/2017
Hay conciertos que uno recuerda para siempre. A veces es por la compañía o por el ambiente, por el lugar y las circunstancias. La mayoría de festivales lo saben, y viven de ello. Otras muchas, claro está, es por la actuación de la banda o artista de turno. Están esos conciertos en los que sientes una conexión especial con el grupo, te sabes sus canciones, las cantas, les encuentras nuevos matices en directo, las disfrutas como un tesoro íntimo, tuyo. Otras veces te sorprendes con una propuesta desconocida hasta entonces, descubres nuevos nombres y sales dispuesto a empaparte de una nueva discografía. También están los conciertos que te dejan indiferente, de los que sales igual que has entrado sin que tu bagaje musical y emocional se altere lo más mínimo; esto, dicho sea de paso, es lo peor que se puede decir de una actuación en vivo. Todo eso, en ocasiones de manera simultánea, me ha ocurrido con frecuencia. Lo que ya no es tan habitual es salir de un concierto con la sensación de haber visto algo grande, muy grande, pero sin saber qué es ni por qué te ha volado la cabeza de esa forma. Hacer los 40 kilómetros de vuelta a casa con la mente en blanco, intentando recordar sin recordar nada en concreto, ningún momento puntual, sino todo a la vez. Es una sensación extraña, como tener todo el concierto en la cabeza pero comprimido en un segundo. El segundo previo al Big Bang. Eso es. Eso pasó el viernes 17 en la Sala Wah Wah de Valencia.
Para empezar se anunciaba la actuación de Yo Diablo. Ni puta idea. Nada en Google, ninguna pista. En su página de Facebook, única fuente de información que pude encontrar en una apresurada búsqueda, anunciaba un rockabilly oscuro e infernal a dúo: guitarra y batería. Eso es lo que apareció sobre el escenario hacia las 11 y algo de la noche. Me imagino que alguno pensaría, “mira, como los White Stripes”. Pues sí, pero no. Al primer bramido de la guitarra del tipo que se presenta como Yo Diablo, y que luego confesó que había conocido al batería que le acompañaba apenas unos días antes, el techo de la sala pareció venirse abajo. Aunque los dedos sobre las cuerdas y el mástil danzaban a una velocidad difícil de apreciar, era algo más que técnica y virtuosismo lo que se desprendía de aquella guitarra. No era Mark Knopfler, ni Hendrix, ni Clapton. No había filigranas en su sonido, más bien apocalipsis y amenaza. Incluso cuando se lanzó a recrear el “Bésame mucho” con un riff que no sé si fue improvisado pero a mí, por algún extraño motivo, me trajo a la cabeza la imagen de Hendrix tocando el himno americano. ¿Quemaría Yo Diablo también su guitarra al final? Lo podría haber hecho, porque no parecía muy contento con la afinación y en un momento nos advirtió “no compréis guitarras en los chinos”. Finalmente lo único que se quemó en la Wah Wah fueron los cerebros de la gente que tuvo la valentía de llenar más de media sala para ver a un telonero que, hasta el momento, no ha grabado nada ni había actuado, por lo que me dijeron, en sala. Al menos en solitario y con este formato. Yo Diablo. Con ese nombre ya intuía que algo fuera de lo común iba a suceder. Estamos ante un diamante por pulir aunque, visto lo visto, quizás sea mejor no intentar domarle. Le seguiremos, porque de ahí pueden salir cosas grandes a poco que además de talento tenga un puñado de canciones compactas que defender.
Posteriormente asistimos al plato fuerte de la noche. ¿Podrían Johnny B. Zero superar lo que habíamos visto minutos antes? La velada podría haberse titulado “una noche sin bajos”, ya que Juanma Pastor y los suyos también salieron sin dicho instrumento. En estos momentos forman un cuarteto atípico: guitarra y batería, un pequeño sinte en las manos de Julio Fuertes, y la presencia de un tipo alto, barbudo y melenudo, algo desgarbado pero con una presencia escénica asombrosa, que salió al escenario y acto seguido depositó un saxo en el suelo. Me inquieté, porque no es un instrumento que asocie a la música experimental, casi atonal a veces, que practican Johnny B. Zero. Ojo, soy muy fan de los saxos, uno de mis instrumentistas favoritos es John Helliwell de Supertramp, pero lo que me atrae de discos como Birds (Hall of Fame Records, 2017), es la voluntad transgresora, la furia febril y el deseo de romper en pedazos la historia canónica del rock para recomponerla de manera aleatoria. Por suerte Pablo, que así se llama el saxofonista (también tocó otro instrumento, una especie de flauta-sintetizador), lo único que tiene de John Helliwell es las hechuras de showman; en lo musical, es más Coltrane. Una aportación que le viene como anillo al dedo a Johnny B. Zero, que en sus discos y en sus directos (aunque era la primera vez que los veía) parecen querer tender puentes entre el rock de garaje más visceral, el punk, el funk y a veces el free jazz. Incluso el soul, por qué no. Eso sí, el suyo es un concepto muy particular del soul y el funk, uno en el que tiene más importancia Sun Ra o el primer disco de Funkadelic que James Brown o Ray Charles.
Sonaron principalmente canciones del mencionado último disco de la banda, Birds, pero no sé si tiene sentido mencionar temas concretos porque el concierto era un continuo fluir de guitarras, efectos, improvisaciones y experimentos. Sin complejos: si algo no funciona, aceleramos el final de la canción abruptamente; si lo hace, con una mirada nos decimos “sigue, sigue por ahí”. Claro que sonaron pelotazos como “Insane”, “Honey Brown” o una “Every girl” que en disco recuerda a los Arctic Monkeys y en directo se retuerce hasta parecer salida de un viejo álbum de Zappa. También “Plastic bag”, una favorita de los seguidores de la banda. Verlos en primera fila cantándola a voz en grito, y coreando esa parte final casi caribeña, es el espectáculo totalmente opuesto a esos conciertos en los que la primera fila está de espaldas al escenario haciéndose selfies mientras se preguntan quién coño será ese que está haciendo ruido y no les deja hablar.
Un espectáculo de rasgueos de guitarra, ritmos cambiantes, solos desafiantes y la impagable aportación de Julio Fuertes y su sintetizador de bolsillo, al que lo único que lo podríamos achacar es que muchas veces no se oía ante el caos sonoro que se desataba a su alrededor. Pero su presencia está siempre ahí, vibrante, calmada, dispuesta a subvertir las normas de la melodía y el compás mientras parece que no hace nada. Sentado, cómodo, como si estuviera tocando en el salón de su casa pero sabiendo que es parte importante de lo que sucede a su alrededor. Todos en Johnny B. Zero son importantes, de hecho. También Luis, el batería, aunque sea el componente del grupo que permanece más en segundo plano. Ahora mismo no concibo su directo de otro modo, con algún instrumento de más o de menos. A pesar de que ellos intenten sabotearse a sí mismos cada vez que se descubren haciendo un amago de acercarse a una interpretación convencional, o quizás por eso, me pareció una actuación sublime por su honradez y sinceridad, por llevar su concepción de la música y el directo hasta sus últimas consecuencias, por no esconder las imperfecciones ni intentar exagerar sus virtudes. Son cuatro tipos divirtiéndose sobre el escenario, mostrando que otra forma de hacer música es posible, y cuentan con una buena cantidad de seguidores que comulgan con sus ideas. Podrían hacer algo importante si quisieran, pero no les veo acomodándose ni dulcificando su propuesta, así que tendremos que ser los demás los que nos adaptemos a ellos.
Lou Reed, cuya imagen preside la Sala Wah Wah desde una pared adyacente al escenario, hubiera dado su aprobación. Ya sabéis, si Johnny B. Zero actúa en vuestra ciudad no faltéis. Pero aviso: no vayáis con ideas preconcebidas. Como dicen los sajones, expect the unexpected.