Kanye West – Yeezus (Def Jam / Universal)
Para entender mejor el armatoste sonoro que es Yeezus, el sexto álbum de Kanye West (séptimo si contamos Watch The Throne, publicado en 2011 a medias con Jay-Z), debemos remontarnos cinco años atrás hasta el lanzamiento de 808 and Heartbreak (Def Jam, 2008), aquel sombrío y controvertido álbum publicado tras la muerte de su madre en el que, por primera vez, el megalómano rapero de Atlanta pareció mostrarse un poco humano. Con ese álbum, repleto de synth-pop ochentero, culminaba un acercamiento al pop que no todo el mundo entendió y aceptó. Después tuvo lugar el desagradable incidente con Taylor Swift en los premios MTV Video Music Awards, al que hubo que sumar alguna que otra refriega con los paparazzi. La sensación que daba Kanye West era de desorientación, de un narcisismo mal encauzado, de posible genio roto. Para resarcirse, publicó el genial My Beautiful Dark Twisted Fantasy (Def Jam, 2010), un insuperable tratado de pop-rap que, pese a no ser su álbum más vendido, si que suele considerarse su producto comercial más perfecto y el que consolidó, fuera de toda duda, su estrellato.
Pero para un tipo como Kanye West, todo es todavía demasiado poco. Su egolatría siempre pide más, y tras el relativo fracaso fue creciendo en su interior un cierto resentimiento, algo que no se molesta en ocultar en sus últimas entrevistas en las que califica My Beautiful Dark Twisted Fantasy como «disculpa» o «compromiso». Como si se arrepintiera de haber tenido un momento de debilidad y haber cedido a lo que el gran público esperaba de él, teniendo en cuenta sobre todo la tibia recepción del álbum en lo referente a ventas.
Es por eso que, básicamente, Yeezus está concebido como una patada en el culo a su público. De nuevo, sin disimulos: el angelical coro que se oye en «On sight» canta «él nos da lo que necesitamos, puede que no sea lo que queremos«. En «I´m a God», posiblemente el culmen de su egolatría, dice «Tan pronto como les gustes, disgústales«. Y no se trata sólo de lo que dice (ya sabéis…su típica prepotencia, los pussys y los madafackas, las alusiones al Black Power) sino también del cómo, de la estética del álbum. Una estética industrial, apocalíptica, minimalista, ruidosa. Si le queremos buscar coartadas a tal terrorismo sonoro podemos hablar de la mano de Rick Rubin y su afición a la crudeza, de la aportación de Daft Punk, del productor venezolano Arca, de la influencia de la angular y asimétrica arquitectura de Le Corbussier, que West estuvo admirando en París poco antes de la grabación del disco. En cualquier caso, empezando por la portada (más bien la ausencia de ella), siguiendo por el uso de los samples (dejados caer, casi siempre sin continuidad con la canción, con mención especial para el «Strange fruit» en versión Nina Simone, apaleado sin piedad en «Blood on the leaves»), y terminando con la atmósfera post-industrial que desprende todo el álbum, la conclusión es que Kanye West ha apostado por el feísmo. Ni un single claro, ni una concesión a la comercialidad. ¿»Black skinhead»? No me hagas reír…lo más cercano a un single comercial sería «New slaves» y eso que lo mejor es la intervención final de Frank Ocean.
Una apuesta arriesgada, posiblemente hecha atendiendo a consideraciones más personales (arrogantes, provocadoras) que artísticas, pero que es de agradecer en estos tiempos plastificados donde la horchata corre por las venas del 99% de los músicos más visibles mediáticamente y una buena mayoría de los discos generan opiniones intercambiables, cuando no directamente indiferencia. No, las cuchufletas de Miley Cyrus no cuentan como provocación, y si el petardeo de Lady Gaga es transgresor, mi gatito es Sid Vicious.
Yeezus no te dejará indiferente, desde luego: lo amarás o lo odiarás. Para mí, el disco más punk del año, con diferencia. A falta de escuchar lo nuevo de Jay-Z, punto de partido para Kanye.