The Montgolfier Brothers – Fan Club (Sevilla)
Hay personas que canalizan su ira de distintas maneras. Los hay que la emprenden con el que tienen al lado, y se dedican a hacer daño, ya sea física o psicológicamente. Los hay que canalizan su tristeza arropándose en el hombro ajeno, los más afortunados, y los que se ensimisman y se crean un mundo de tinieblas del que les es difícil salir. De entre estos dos grupos reluce uno de ellos, el que más nos importa a nosotros, los que pertenecen a esa pléyade de desencantados de las relaciones personales (en nuestra piel de toro tenemos a nuestros cortavenas Úrsula, que de esto saben un rato) que encauzan su desencanto, misantropía e inestabilidad emocional pariendo obras artísticas que, en el mejor de los casos, se llevan por delante a aquel que la escucha, dejando al creador en un estado de arrebato catártico comparable al mejor de los orgasmos.
Es el caso de los Hermanos Montgolfier, un par de desolados desencantadores de Manchester, que llevan desde el comienzo de siglo intentando que nuestras vidas sean un poco mejores por la vía de la tristeza reconfortante. Tres discos, a dos por año, en el que si al principio alumbraban en cierto modo un halo de nostalgia preñada de luz, en su postrer trabajo emponzoñan hasta límites casi insoportables su sonido, desnudando su materia y dejándola a la intemperie del piano, la guitarra y la programación más sutil y disimulada. Su segunda cita en la ciudad de Sevilla en menos de un año coincidía con la actuación de Nacho Vegas, hecho que no repercutió en un abultado lleno que rellenaba la sala Fun Club de silencio y acento guiri de vez en cuando. De modo que allí arriba subieron, armados con dos guitarras, un teclado y el laptop que escupía convenientemente los arreglos electrónicos. Mark Tramner en el piano y guitarra y Richard Quigley voz, guitarra ocasional, sorbos de cubata intensos y filtro tras filtro tras filtro. Comenzaron repasando su opera prima, Seventeen Stars, de la que extrajeron ese delicioso mantra que es “Even If My Mind Can´t Tell You” y el homónimo “Seventeen Stars”. Siempre con esos riffs de delicada y dulce guitarra tan deudora de Durutti Column y una voz inquebrantable que no le fallo ni una vez.
Con paradas puntuales en su segunda obra, World Is Flat, bosquejaban el perfecto paisaje para profundizar en lo que es su más reciente criatura, All My Bad Thoughts, uno de los discos más tristes de lo que llevamos de década, que repasaron, esta vez sí, en doliente profundidad: con un sarcasmo solo propio del que se sabe desposeído de la tristeza volcada en sus canciones, fue presentando los temas: “Koffe Pot Blues” para aquel que vaga sin rumbo con una bolsa de papel rellena de alcohol con forma de botella de cristal en la mano; “Don´t Get Upset If I…” y ese perdón por el dolor aun no causado pero futuro, “All my Bad Thoughts”, asesinato pasional en primera persona (“all my bad thoughts are yours, distilled down to pure hate, blame my lot on bad luck, your face shines trough my reminder…”); esa pieza de cámara redonda que supone “Brecht´s Lost Waltz (Summer is Over), un viaje de ocho intensos minutos que junto a “It´s Over, It´s Ending, It´s Finished, It´s Done” sumaron dieciséis intensos minutos que permanecieron en la mente de todos, perdiéndose por los recovecos de esas cristalinas guitarras y esas escalas de piano minimales que deshacen piel a piel la carnal metáfora que supone el virus de estar desencantadoramente desenamorado.
Solo los típicos fallos de una sala poco preparada para este tipo de eventos pudieron dar al traste con tan excelso espectáculo, pero no fue así. Todos tuvimos la oportunidad de tener nuestro pequeño detalle, una pequeña gota de lluvia mojada en nuestro rostro, un suspiro que aún no se termina porque se ha fundido con el suspiro que emana del beso del que suspira. Gracias, Tramner y Quigley por tener tan mala suerte en el amor. Cuando queramos que la sequía atmosférica de buenas canciones, de esas que apelan a bajos instintos sin rechazar la elegancia, finalice, os llamaremos. Aunque sea a llantos.