Entrevistas

Entrevista: Víctor Lenore

Dudo que escuchar música indie-hipster mejore mucho tu altura cultural, más bien suele disparar los niveles de esnobismo

Víctor Lenore (Soria, 1972), periodista musical y colaborador durante muchos años de la revista Rockdelux, acaba de publicar el ensayo «Indies, hipsters y gafapastas» (Capitán Swing, 2014), un ácido y provocador texto sobre la supuesta dominación cultural ejercida por la escena indie-hipster frente a una cultura popular de masas que, según el autor, sufre un arrinconamiento mediático y un desprecio inmerecidos.

El libro lo ha puesto en el ojo de un huracán alimentado por las polémicas afirmaciones vertidas por Lenore, pero también por la aparición de la asimismo polémica lista de los mejores discos de los últimos 30 años para la mencionada revista Rockdelux y el subsiguiente cruce de acusaciones entre defensores y detractores de la misma.

De todo ello hemos hablado con Lenore en una interesante y larga entrevista.
 
En primer lugar, ¿eres consciente de la que has liado? ¿Esperabas la repercusión que ha tenido el libro y, sobre todo, la polémica que ha desatado en ciertos círculos?
 
Los amigos que iban leyendo los borradores me avisaban de que podía provocar reacciones extremas. Por mi parte, ya había comprobado que en la mayoría de la prensa cultural cualquier tesis que se salga del discurso dominante es contestada con cierto nerviosismo: lo vimos en la respuesta de Rockdelux al artículo «Machismo Gafapasta», en la hostilidad de los medios presuntamente cool contra Resituación de Nacho Vegas y en la forma tan mezquina con la que se trató a No Age por denunciar los abusos laborales de Nike y Converse en mitad de un concierto patrocinado en el Apolo. En ciertos ambientes modernos, cualquier postura favorable al cambio social se trata como «ingenua», «incoherente» o «demagógica».

El título del libro me parece llamativo y pintoresco, incluso entiendo que a algunos les pueda parecer polémico, pero encuentro más motivos para el debate en el subtítulo. Al hablar de «dominación cultural» del indie y el hipsterismo, supongo que piensas en términos cualitativos más que cuantitativos. No olvidemos que estamos en un país donde la publicación más leída es el Marca y los discos más vendidos son los de Fito o Pablo Alborán.
 
El título del libro tiene una intención clara: hablar de los «hipsters» como ellos hablan de los «canis», «chonis», «costras», «perroflautas» y «pies negros». El hipsterismo es una cultura que defiende el modo de vida consumista. Podemos hacer un prueba sencilla: ¿a qué aspira un hipster que no pueda comprar con una tarjeta de crédito? Cuando hablo de «dominación» lo hago en sentido simbólico y político más que meramente comercial. La cultura hipster tiene un prestigio exagerado, diría que injustificado, que eclipsa a la vez la cultura popular y la alta cultura. Muchos modernos dicen que si Shakespeare viviera trabajaría escribiendo guiones para la HBO, pero luego no vamos a ver obras de Shakespeare cuando están en cartel en nuestra ciudad. ¿Otro ejemplo de esa dominación? Para mí Evaristo Páramos (La Polla Records, Gatillazo) es uno de los mejores letristas que tenemos. Si no se le reconoce es sencillamente porque el contenido de sus canciones es abiertamente político, en el sentido de favorable a la igualdad.

Tal como cuenta Nacho Vegas en el prólogo, a mí también me costaría explicar la diferencia entre el hipster y el moderno/pijo de toda la vida en pocas palabras. ¿Cómo lo harías tú?
 
No hay ninguna diferencia, excepto en la estética. Los hipsters añaden al pijerío tradicional un aire de superioridad cultural. Dicho esto, he comprobado de primera mano que muchas inercias se rompieron tras el 15M: cada vez más personas nos hemos dado cuenta de que el hipsterismo es poco compatible con una vida social plena. Por eso abundan ahora los procesos de politización entre muchos modernos, que despliegan actitudes más críticas y se acercan a movimientos como Podemos, Ganemos, la PAH etcétera. Me parece que este giro es un paso adelante para todos.

Por resumirlo de alguna manera, corrígeme si me equivoco, las dos patas de tu tesis serían el esnobismo y el consumismo. El primero es tan antiguo como la diferencia entre alta cultura y cultura popular; el consumismo y las ansias de las grandes compañías por ganarse a la juventud con mejor situación económica tampoco es algo nuevo. ¿Qué aporta de nuevo el hipsterismo, en tu opinión, a estos fenómenos tan bien conocidos?
 
Lo que aporta el hipsterismo es recubrir de un aire de superioridad cultural lo que antes nos parecía rechazable. Los yuppies sabían que estaban siendo individualistas y codiciosos, mientras que los hipsters nos venden que están siendo creativos y rompedores. Las dos patas que describes son exactamente lo que intentaba explicar en el libro. Si alguien esta interesado en esta tesis le recomiendo que profundice leyendo «Sociofobia» (César Rendueles), «Chavs: la demonización de la clase obrera» (Owen Jones) y «La conquista de lo cool» (Thomas Frank).

Ha habido críticas furibundas hacia tu libro que no comparto, pero algunas sí que las entiendo. Por ejemplo, creo que tiendes a tomar la parte por el todo en lo que respecta al fenómeno del que hablas en el libro. Cuesta creer, por poner un ejemplo, que algo que sucede en Silicon Valley o en determinados rincones de Nueva York pueda extrapolarse a un país tan enorme y variado como Estados Unidos, no digamos ya a todo Occidente. Lo mismo podríamos decir del Primavera Sound o Barcelona respecto a España. ¿No crees que los que estamos de alguna manera involucrados en el mundo de la música, la crítica o el periodismo cultural pecamos de una cierta endogamia que nos lleva a pensar que nuestro pequeño mundo es en realidad EL mundo?
 
Sin duda el mundo de la crítica musical es endogámico, casi diría que autista. En el libro comparo la lógica de Silicon Valley con la del Sónar, ya que ambos son lugares que parecen innovadores, modernos y excitantes pero su postura ideológica es muy reaccionaria. También es cierto que los hipsters son un problema en las grandes urbes, no en los pueblos o ciudades pequeñas. Lo que cuenta el libro, en realidad, es que «los modernos» son una especie de caricatura del hiperconsumismo imperante. Creo que estaremos de acuerdo en que el consumismo afecta a todo el mundo.

Efectivamente, afecta a todo el mundo. Por eso no veo tampoco tan clara esa asociación entre el consumismo, la modernidad y el indie como fenómeno musical. ¿Acaso no aspiran también a estar a la última, a tener los gadgets tecnológicos más modernos y las zapatillas más molonas, los jóvenes que escuchan y bailan música pachanguera en discotecas de extrarradio, por irnos a un caso extremo?
 
A eso se aspira en todos sitios. El problema es que los indies, hipsters y gafapastas han cocido un consumismo que produce orgullo en vez de vergüenza.

Yo creo que ha sido siempre así entre los jóvenes. De hecho hay una frase en el libro que me parece un buen ejemplo en ese sentido de que no hay nada nuevo bajo el Sol: «El planeta indie se ha convertido en una especie de cantera donde las grandes corporaciones tantean los cambios de gusto juvenil, buscando los superventas del futuro«. ¿No sería esto exportable a otras épocas y estilos como el rock de finales de los 60, el revival mod, el Northern Soul o incluso el hip-hop?
 
Nunca he dicho que el libro cuente algo nuevo. Sí creo que habla de un problema no resuelto sobre el que merece la pena ponerse a debatir (hasta ahora, en mi opinión, no se había hecho). Lo que llamamos hipsterismo es un enorme baúl de cultura pop que se alimenta de elementos muy diversos ( hip-hop, Northern Soul, incluso la cumbia y mil estéticas más). Esos ingredientes se recombinan constantemente para crear nuevos estilos que los «modernos» adoptan para distinguirse de lo que consideran «masa» (un concepto elitista donde los haya). El problema lo explica bien la frase de Thomas Frank que he escogido para enmarcar el panfleto: «Las élites adoran la revoluciones que se limitan a cambios estéticos«.

Ya que has mencionado las revoluciones, pasemos a la supuesta desmovilización política de la que hablas en el libro. ¿Podríamos decir, así a grandes rasgos, que los festivales y las series norteamericanas son el nuevo pan y circo?
 
Las series tipo HBO tienen un prestigio totalmente injustificado. No deja de alucinarme que ver la televisión se haya convertido en una especie de medalla cultural. Sobre los festivales hay grados. Tenemos el podio pijo de Benicàssim, Sónar y Primavera Sound, con precios caros y dominio de los grupos anglo, pero también otros muy dignos como el Rototom, que hacen un esfuerzo por ser inclusivos. Los niños y ancianos entran gratis y los parados de Castellón tienen un día donde pueden acceder por cinco euros. Me gusta que se renuncie a montar una zona vip. Además no se sirve Coca Cola en las barras como protesta por las prácticas antisindicales de la compañía. Y en las actividades paralelas, en vez de concurso de cortos y pasarela fashion, organizan debates con profesores de sociología, portavoces de los indígenas y líderes feministas. Si comparas esas dos posiciones políticas las conclusiones salen solas.

¿Crees realmente que el mercado fagocita deliberadamente los movimientos contraculturales para desactivarlos política y socialmente? ¿No sería más una cuestión de aprovecharse de las estéticas que más venden en cada momento? Algo que tampoco es nuevo. Pienso por ejemplo no sólo en las camisetas de Joy Division o los Ramones, sino también en las del Che Guevara. O en como el mercado ha ido asimilado progresivamente todas las subculturas (rocker, punk, hip-hop) que han nacido como rupturas generacionales.
 
Tal y como explica el sociólogo antillano Stuart Hall, las subculturas eran refugios de los valores dominantes que creaban sus propios espacios de socialización. Por ejemplo, en el caso del punk, tenías las casas ocupadas o las radios libres, incluso los grupos de insumisos en nuestro país. Los hipsters, en cambio, socializamos en lugares plenamente sometidos al mercado como el club de moda, el festival de verano hiperpatrocinado o la tienda de discos de importación. La lógica del mercado es muy poderosa, pero en el caso de la cultura indie y hipster no había apenas nada que neutralizar, pues como formas artísticas son más bien un reflejo de la lógica del capitalismo posmoderno.

Identificas de alguna manera el inicio de la modernidad, tal como la entiendes en el libro (individualista y despolitizada) con los años 90 y la música indie. ¿Piensas que en nuestro país la música estaba bastante más politizada antes de la irrupción del indie, más allá de los típicos cantautores folk (por entonces ya en franca decadencia después de la transición) y cierto rock radical periférico?
 
El rock radical no era tan periférico. Se escuchaba en toda España y despachaba un montón de discos, camisetas y entradas. Es verdad que identifico cierta decadencia cultural con la revolución conservadora que aplicaron Reagan, Thatcher y Felipe González. Antes, por ejemplo, los grupos estadounidenses quemaban banderas de su país y cartillas de reclutamiento. Ahora piden el voto para Obama después de haber rescatado a Wall Street, mantenido abierto Guantánamo y arrasado Oriente Medio. Me quedan pocas dudas de que ha habido un cambio ahí. Los mayores índices de politización en nuestro país se dieron en los años treinta del siglo XX, donde se alcanza el récord de afiliación sindical y de militancia en general, a pesar de los altos niveles de analfabetismo.
Yo no identifico modernidad con individualismo y despolitización. Es el sistema quien lo hace. A todos nos sonaría rarísimo que alguien dijera «mira qué chico más moderno: se ha apuntado a la PAH, a la CGT y a Juventud Sin Futuro» En cambio, nadie se extraña cuando escucha «mira qué moderno: tiene un iPod, un iPad y va al Primavera Sound». Identificamos modernidad con consumo.

Se me ocurren pocos fenómenos más desmovilizadores, puramente estéticos y apolíticos que los Nuevos Románticos a principios de los 80 en el mundo anglosajón, y su reflejo en nuestra «movida». De hecho el paradigma de la banda sin conciencia social y basada casi únicamente en la estética es Mecano.
 
El otro día, leyendo un artículo de Ismael Serrano, me enteré de que Wham! habían dado un concierto para financiar la lucha de los mineros que se defendían de las agresiones políticas de Thatcher. Eso nos dice que algún miembro del dúo fue criado por una familia con cierta conciencia de clase. Es algo que he visto muy poco en los grupos españoles. Mecano son un buen ejemplo de grupo apolítico, léase reaccionario, pero tampoco me parecen mucho más a la derecha que la mayoría de grupos de La Movida, que además de apolíticos eran brutalmente esnobs. Si comparas a Ana Torroja con Alaska hay más similitudes que diferencias.

Efectivamente, la mayoría de los integrantes de la «movida» pertenecían a familias acomodadas, de clase media/alta. Blancos, por supuesto, y muy viajados para su época. ¿Definirías entonces la movida como el primer fenómeno hipster en España?
 
Para mí el indie fue una especie de sobrino autista de La Movida. El hipsterismo sería su nieto estirado, consentido e hiperconsumista. Pero, bueno, para contestar a tu pregunta, sí creo que La Movida puede verse como un germen de la cultura hipster. Todas estas formas culturales podrían reunirse bajo la etiqueta de «posmodernas», una corriente cultural donde la estética y la identidad tiene mucha más fuerza que el compromiso y los lazos sociales.

Antes has metido a Felipe González en el mismo paquete que a Reagan y Margaret Tatcher. Sin embargo se me ocurre que la posible tendencia apolítica y desmovilizadora de aquellos años pudiese tener que ver con el hecho de que España, a pesar de estar sufriendo también crisis, deslocalizaciones y reconversiones, estaba gobernada por un partido (supuestamente) de izquierdas mientras en EEUU o Gran Bretaña lo hacía el ala más dura del liberalismo.
 
Como explica el periodista Guillem Martínez, aquí hubo una especie de pacto tácito entre las élites y el mundo de la cultura que decía que las industrias creativas recibirían financiación a cambio de no meterse en política. Eso duró más o menos desde 1978 hasta el 15M de 2011, donde se vuelve a romper el relato. Creo que lo más interesante de la música de esa época está en los márgenes: Rock Radikal Vasco, ruta del bakalao, cintas de gasolinera, rumba barrial etcétera…Además, visto con la perspectiva del tiempo, creo que las políticas del PSOE pueden calificarse como «el ala más dura del neoliberalismo». Lo que pasa es que les tocó un ciclo económico mejor que este y no había tantos EREs ni tuvieron que desahuciar a tanta gente.

En España de hecho siempre se ha mirado un poco mal la politización de la cultura en general y de la música o el cine en particular. Pienso por ejemplo en los artistas «de la ceja», en las ceremonias de los Goya, en las críticas a Russian Red cuando se definió de derechas, en Fermín Muguruza o en el rock radikal vasco.
 
Sí, siempre se ha mirado mal el compromiso político. Es un pena porque la música es relación social y suele ser reflejo de la situación política. Quizá deberíamos atender menos a la música como producto y más a la relaciones sociales que genera.

Es curioso porque eso mismo dice Simon Reynolds respecto a la música dance y el rechazo intelectual que suele producir. Sin embargo, la música electrónica no es para nada política: las relaciones que genera son de otro tipo, más en un plano hedonista de disfrute colectivo que en uno de defensa de intereses comunes. Lo que quiero decir es que no todas las relaciones sociales implican posicionamiento político. ¿Quizás por eso triunfan los festivales?
 
La música electrónica no es automáticamente política, pero sí lo ha sido y lo sigue siendo. Los soundsystem jamaicanos se inventan como solución para cubrir las necesidades de una población demasiado pobre para acceder al disfrute musical. Creo que no cabe duda que ha sido la mayor revolución sonora del la música popular del siglo XX, ya que del soundsystem salen el hip-hop, el techno, el house etc. El disco es otra música electrónica hiperpolítica, ya que ofreció un entorno empático para colectivos discriminados como los negros, las mujeres y los gays. Sus letras de disfrute y fraternidad contrastaban con la hostilidad política y social de la Guerra Fría. Otro ejemplo son las raves autoorganizadas, que supusieron una alternativa de ocio para muchos jóvenes excluidos que no querían o no podían ir a los discotecas donde sonaba pop comercial, te exigían código de vestimenta y cobraban las copas a precios excluyentes. Además, las raves son políticas en el sentido de que reclaman el espacio público para el uso común. Viene de la cultura hippie de festivales tipo Woodstock y de la ética «hazlo tú mismo», que prefiere gestionar sus espacios culturales antes que comprar una entrada a una corporación de la industria del entretenimiento. Recomiendo mucho el documental «High on hope» para entender estas dinámicas. Incluso hubo colectivos específicamente políticos como Reclaim The Streets. También hay mucha tradición de sonideros (soundsystem) en América Latina. De nuevo es una solución para la incluir en la fiesta de las capas más pobres de la población. Allí se mantienen vivos géneros como la champeta, la cumbia digital, el reggaetón y tantos estilos innovadores….Lo que encuentro bastante pijo, reaccionario y excluyente son los festivales hiperpatrocinados, caros y anglófilos como el Sónar, Primavera Sound y Benicássim.

Tu obra ha aventado un cierto debate, o polémica si lo queremos llamar así, sobre el papel de los medios culturales y su aparente elitismo y desdén hacia la cultura más popular. Ese debate, sin embargo, ha tenido otros momentos «estelares» en los últimos meses. El primero, en mi opinión, fue la inclusión de Raphael en un festival como el Sonorama. Me interesa tu análisis sobre dicha inclusión y, sobre todo, sobre las airadas reacciones posteriores que hubo a favor y principalmente en contra. Por cierto en tu libro hablas de algunos antecedentes, como la presencia de Julieta Venegas en el FIB o Calle 13 en el propio Sonorama. La historia se repite una y otra vez.

Lo de Raphael lo veo bastante anecdótico. No hay casi nada en su música que choque con el mundo del indie y La Movida. Sí veo grave el rechazo a Julieta Venegas y Calle 13, que me parece provocado por restos de mentalidad colonial, los mismos que llevaron a muchos a estigmatizar a Manu Chao.

El otro momento estelar ha sido la aparición de la polémica lista de Rockdelux sobre los 300 discos de sus 30 años de vida. Más allá de que esté o no Sabina, que me parece también algo anecdótico y en mi opinión ha focalizado demasiado el debate, me interesan las discusiones que ha levantado sobre el papel de los medios. ¿Por qué, si se acepta que los diarios generalistas tengan una línea editorial marcada, se pide de los medios especializados en cultura que tengan «miras abiertas» más allá de lo que sus lectores demandan?
 
Tener miras abiertas es algo que creo que se debe pedir a cualquier ser humano y a cualquier proyecto periodístico. Cuando compro una revista lo hago para aprender cosas que desconozco, no para confirmar prejuicios preexistentes.

Por eso mismo, a estas alturas no creo que quede alguien que necesite que una revista o una web le descubra a Sabina, Bunbury, Fito o Pitbull. Quizás cuando llamas a superar los prejuicios estás pensando más en determinados géneros que en artistas concretos.
 
No creo que esos artistas necesiten ser descubiertos, pero sí ser mejor analizados. Sabina dice que tiene muchos detractores de chistecito y de insulto, pero que todavía no hay un artículo que exponga sus debilidades artísticas. Estoy totalmente de acuerdo. Además de analizar la música que hacen, me parecería chulo intentar explicar por qué el público les quiere tanto. Para mí la respuesta, en muchos casos, es la presión mediática, la homogeneidad de programación en las discotecas y la falta de cultura musical. Además hay artistas valiosos en el mainstream: Marc Anthony es el cantante de salsa más potente de nuestro tiempo y cuesta encontrar un análisis serio de su música en nuestras revistas. Ejemplos como ese hay a patadas.

Siguiendo con la lista de Rockdelux, me gustaría que valoraras el nº 1 para Public Enemy.
 
Me parece un paso adelante respecto a haber escogido a la Velvet Underground, los Talking Heads, Pixies, The Smiths o Bob Dylan. Los principales avances de la música popular reciente vienen de la música negra y escoger como número uno un clásico del hip-hop podría ser visto como un reconocimiento. Dicho esto, la lista me parece pobre, previsible y aburrida. Hay más discos de Radiohead que de toda Jamaica, algo que considero que bordea lo cómico. La presencia de África y América Latina es testimonial cuando han hecho aportaciones musicales muy importantes. Es la vieja anglofília que nos cuesta quitarnos de encima. Por otro lado, centrarse tanto en el formato elepé ya me parece un error cuando llevamos como poco quince años donde las innovaciones se dan en gran parte en mixtapes, soundclouds y formatos similares.

A muchos nos ha extrañado que no aparecieras entre los votantes, siendo un fijo de la revista durante mucho tiempo. ¿No fuiste invitado, o te invitaron y declinaste la propuesta?
 
Me invitaron. Preferí no participar. Desde hace al menos cuatro años hay muchas más cosas que me separan de la revista que las que comparto con ella. La distancia llegó a ser desagradable. Santi Carrillo, director de Rockdelux, me presionó un par de veces por teléfono: la segunda por una pregunta que no le gustaba en la sección Truco o Trato y la primera fue una bronca por un texto que firmé fuera de la revista. Me refiero al artículo colectivo «Machismo gafapasta» para Diagonal. Lo recuerdo como un momento lamentable: me llamó un domingo por la tarde, muy agitado, soltándome una bronca sin decir «hola» siquiera. Me exigió una disculpa pública, ya que cuestionábamos la escasa empatía de la revista con las mujeres. Por supuesto, no pedí perdón en público ni en privado, porque estoy muy orgulloso del enfoque de ese texto. Para mí, Carrillo tuvo una actitud bastante cercana al mobbing, aunque yo nunca haya sido su empleado. Todos hemos visto la tensión y la falta de autocrítica con la que Rockdelux trata posicionamientos igualitarios como «Machismo gafapasta» o las letras de Resituación de Nacho Vegas. Es flipante que descongelen a un colaborador que lleva años sin participar en la revista para hacerle a Nacho Vegas una entrevista con preguntas dignas de periodistas «fachas» como Alfonso Rojo o Eduardo Inda. Más allá de diferencias estéticas, políticas o profesionales, para mí Carrillo no tiene los mínimos de cortesía exigibles (hay que decir que siempre encontré mucha amabilidad en el resto de la redacción). Por si fuera poco, hace dos o tres años bajaron un 40% las retribuciones por los textos. Muchos aceptamos seguir colaborando a pesar de esta merma económica. Que hagas ese favor a un medio y el director pierda las maneras no me parece tolerable. Avisé a la revista que me marchaba en febrero de 2014, me pidieron continuar ocho meses más y acepté porque llevaba muchos años colaborando y me parecía mal dejarlo de sopetón. La prensa cultural debería ser un lugar de debate, donde se aceptasen diferentes posturas, pero en realidad es una exhibición de homogeneidad. En las dos llamadas de las que hablo, Carrillo me dejó caer que no le gustaba la línea periodística que estaba cogiendo: los enfoques sociales, mi posicionamiento político, la atención a las músicas de los guetos… Para mí está claro que existen unos dogmas en la prensa cultural que muy pocos están dispuestos a cuestionar. Me sorprendieron los textos de periodistas como Jordi Bianciotto, Sebas Alonso de Jenesaispop o Juan Manuel Freire (El Periódico de Catalunya) que venían a decir que el número 300 de Rockdelux demostraba que la revista es una maravilla y que no había prácticamente nada que mejorar. Cuando una publicación no se cuestiona siempre termina cayendo en la autocomplacencia. Mi panfleto se ha descrito como una «revancha» o «ajuste de cuentas», pero en realidad tiene mucho de autocrítica y de pensar cómo podrían ser más útiles e inclusivos los medios donde he trabajado durante veinte años. A Rockdelux, Primavera Sound y el Sónar apenas se les ha cuestionado en público y por escrito durante toda toda su trayectoria. Se está demostrando que llevan muy mal las críticas (bueno, el Sónar pasa más porque se le ha criticado menos). Creo que esta cerrazón no es buena para nadie.

Sin embargo, a pesar de lo que me cuentas y de que se ha intentado relacionar tu libro con la polémica por el supuesto elitismo de la revista, en realidad en el libro tú defiendes a Rockdelux por posturas valientes como la de escoger en su momento como disco del año el Clandestino de Manu Chao, seguramente en contra del criterio de muchos de sus lectores.
 
Rockdelux ha hecho cosas que me parecen positivas y otras que encuentro incomprensibles. Un ejemplo de las primeras es lo que cuentas de Clandestino y la defensa temprana del hip-hop. Entre las negativas está una glamurización absurda de la música depresiva. Abrí el número 300 y me encontré un crítica de Untrue (Burial) que decía que el efecto principal del disco era crear una depresión en cualquier oyente sensible. Me parece frivolizar con las enfermedades psíquicas y meterse por el camino cultural equivocado. ¿Quién quiere un disco que le deprima? Además no creo que sea para tanto. Lo que ofrece Burial es una puesta al día del trip-hop. Me suena a gentrificación de géneros negros para que entre en los patrones de Kiss FM. «Archangel» es una bonita balada de radiofórmula, lo que necesitaba Michael Jackson para volver a estar al día.

Como te decía, me interesa el debate de fondo sobre el papel de los medios. Algunas voces han aprovechado para reivindicar que los medios especializados actúen como «prescriptores», afirmando que su deber debería ser «educar» al lector, hacerle ver que hay otras músicas y otros acercamientos a la cultura más allá de los que ya conoce. ¿No es una visión un poco paternalista? ¿Acaso hoy en día no hay suficientes medios para que el lector que apuesta por una revista o una web lo haga ya totalmente convencido de qué es lo que quiere leer y lo que no?
 
La mayoría de la prensa cultural tiene una visión paternalista y condescendiente. Después de veinte años como periodista musical, me he dado cuenta de que tengo mucho más que aprender que lo que tengo que enseñar. Es lo que he intentado exponer en el panfleto. Quizá deberíamos dejar de limitarnos a pegar etiquetas de «cool» y «uncool» a cada producto que sale al mercado. Seguramente el paso adelante esté en tratar de aprender de negros, latinos, mujeres, bakalas, perroflautas y otros colectivos dominados y culturalmente estigmatizados. Hay muchísimos medios culturales cool hoy en día, pero su enfoque es tan parecido que muchas veces tengo la sensación de que solo hay dos: la versión solemne y la versión petarda del mismo discurso.

En el libro hablas del supuesto racismo implícito en la cultura hipster, que parece rechazar los productos que la industria cultural les ofrece si no son blancos y con referencias anglosajonas. ¿No es, sin embargo, la propia industria cultural la que lleva creando y fomentando ese estereotipo desde que, por ejemplo, apostó por Elvis Presley, un intérprete, en detrimento de artistas más completos como Chuck Berry?
 
Es una dinámica larga, cuyo primer hito podría ser Elvis Presley. Lo que denuncio es que en el medio siglo que va desde la aparición de Elvis hasta ahora esa forma de funcionar no se haya cuestionado, sino que se ha reforzado. Por eso explico con detalle el ejemplo de Diplo, un disc-jockey experto en saquear el talento de los pobres y venderlo a las marcas de moda y revistas de tendencias envuelto en papel de regalo «cool».

Hablas también de machismo. Tampoco creo que haya más machismo en el mundillo indie/hipster que en la sociedad en general. De hecho, creo que hoy sería imposible lanzar una canción como «La mataré» de Loquillo, que en su momento fue todo un éxito. Mira la que le está cayendo a Los Punsetes por su canción «Me gusta que me pegues». No lo tengo claro: ¿Hemos ido a mejor o a peor en ese asunto de la corrección política?
 
Cuando se publico el artículo «Machismo gafapasta» en Diagonal, el director de Rockdelux contestó que probablemente en el mundo indie había menos machismo por tener un mayor nivel cultural. Cualquiera interesado en cuestiones de género sabe que el nivel cultural no amortigua necesariamente el machismo. En Muzikalia conocéis muy bien el mundo indie. ¿No os da la impresión de que casi todas las secretarias y responsables de promoción son chicas, mientras que los directivos casi siempre son chicos? Ahí tenemos un problema que no se ha cuestionado, sino que se ha reproducido. Dicho esto, dudo que escuchar música indie-hipster mejore mucho tu altura cultural, más bien suele disparar los niveles de esnobismo. Por lo menos, eso es lo que he visto en los últimos veinte años.

Hay pocas mujeres en puestos de dirección, cierto, pero también hay muchísimas menos mujeres que hombres en el mundo de la crítica y el periodismo musical, y no creo que sea un problema de machismo. Yo al menos no lo percibo así.
 
Hay un problema claro de machismo. En la prensa domina una mentalidad masculina chunga que Nick Hornby describe magistralmente en sus novelas «Alta Fidelidad» y «Juliet, desnuda». Hace unos años fui a un congreso de etnomusicología en Valladolid y al entrar en el aula vi que el cincuenta por ciento de los alumnos eran mujeres. Si puedes escribir de etnomusicología puedes escribir reseñas en Mondo Sonoro y Rockdelux. El problema es que no hay intención de incluirlas. Para mí la prensa musical es un desastre: ¿por qué se margina toda la música bailable? Se diría que el motivo es que los críticos no bailamos. Eso es cerrarte a una de las funciones principales, sino la principal, de la música popular. Son reveladoras etiquetas como Intelligent Dance Music, que sirven a la crítica para decir «yo soy muy listo y los que bailáis otras cosas es porque sois idiotas».  Solo falta que llamen Stupid Dance Music a cualquiera que no edite su música en sellos cool como Warp.

Para acabar, volvamos al tema político. Hemos asistido en los últimos meses a la sorprendente irrupción de Podemos en la vida política. Hablamos de un movimiento liderado por profesores universitarios, así que supongo que los podríamos incluir en esa clase media tirando a alta de la que hablas. Además esa misma clase media, al contrario de lo que uno podría esperar, parece ser el principal vivero de sus votantes. ¿Sería Podemos un fenómeno hipster, aunque sea de una manera algo tangencial? De ser así, ¿no estaría contradiciendo en buena manera tu tesis sobre la falta de conciencia social y el sesgo hacia la derecha del hipsterismo?
 
Podemos se va a llevar un montón de votos hipster. No creo que eso contradiga mi tesis. En la coda del libro explico que el 15M supuso una fuerte ruptura cultural y que hay que aprovecharla para politizarnos. Muchos hipsters y exhipsters ya nos hemos animado a hacerlo. La vida es mucho más disfrutable y completa cuando atiendes a los problemas comunes.

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