Bill Callahan + Nacho Vegas – Centro Cultural Miguel Delibes (Valladolid)
Bill Callahan es un monje zen de la música. No al estilo Cohen o Reed con los que, por otra parte, comparte algunos detalles estilísticos… no. Callahan es un árbol con las ramas peladas, consigue decir lo máximo con lo mínimo. Es capaz de llenar con calma, sin despeinar su plateado flequillo, un escenario moderno, grande y algo frío, como es el del C. C. Miguel Delibes de Valladolid (muy buena acústica, por cierto). Todo el mundo sentado, esperando con las piernas cruzadas y mano sobre mano y él allí, encima, con su humor negro, su romanticismo congelado, su guitarra eléctrica de sonido cristalino, su amplificador Fender y un cómplice batería. Su voz, que no sabes de dónde sale, inundó las planchas de madera, las barbas de Remate, el botellín de Nacho Vegas que le miraba con algo de envidia entre bambalinas…
El cantautor de Gijón fue, precisamente, el encargado de abrir la noche… y estuvo hasta bien, tengo que decir. No soy fan. A pesar de su exceso de su escaso poder de comunicación y de su limitado registro (sólo funciona cuando casi susurra) Vegas tiene canciones que se elevan y logran cautivar: Maldición, La gran broma final, Cosas que no hay que contar (“Donde hay cenizas hubo un fuego y yo mataría por volver a arder”)… Estuvo acompañado por Abraham Boba, que ejerció de pianista/acordeonista y juntos funcionaron haciendo que, por momentos, sus historias de trenes, infiernos, amores ahogados y viajes sonaran muy bien.
Como también lo hicieron Callahan y su escudero. El de Silver Springs ha facturado un álbum (Sometimes I Wish We Were An Eagle, Drag City, 2009) otra vez, denso, oscuro, desamparado que te hiela la sangre pero tan bueno, tan profundo, que te hace sentir bien de alguna manera. Su sonido en concierto no es grandilocuente, nadie lo hubiera podido esperar, pero es intenso, no es antipático, ni soso, ni frío… y hay momentos en los que se deja ir y se pone a dar vueltas como un carrusel o a tocar la guitarra como Elvis con las piernas abiertas y se le ven los calcetines fucsia entre el pantalón y los zapatos negros.
Abrió con «All Thoughts Are Prey to Some Beast», «Jim Cain» y «Rococo Zephyr», tres de las joyas de su mencionado último álbum. Después, Callahan empezó a cantar aquello de “When I was seven I asked my mother to trip me to the bay and put me on a ship” y tan sólo pude cerrar los ojos y hundirme en la maldita butaca cada vez más… luego llegaron «Eid Ma Clack Shaw» y «Teenage Spaceship» para rematar la jugada… zas!… combinando su presente y pasado. Algo que hizo otra vez al encadenar las maravillas que son «The Wind and the Dove», «Say Valley Maker» e «In the Pines».
Hipnótico, grave, transparente, campestre y surreal con sus trenes, sus árboles, sus pájaros… Luego se fue. Y luego entró y dijo: “I love all of you for a long time… for 90 minutes” y tocó otras tres de sus genialidades: «I Feel Like The Mother Of The World», «Rock Bottom Rising» (!!!!!!!!!!!) y «Let Me See the Colts» con un final de locura improvisada a dúo entre guitarra y batería.
Luego dio las gracias y se largó para siempre como un cuervo con su corbata negra por entre los botones de la camisa.