Conciertos

Julio de la Rosa – Colegio Mayor Lluís Vives (Valencia)

Julio de la Rosa es un tío grande. Es algo que se intuye cuando se le escucha, algo que se deduce de su palmarés. Hoy, observándole a escasos cuatro o cinco metros, a oscuras, sentado en una silla sobre el escenario y encendiéndose un cigarrillo mientras leía un periódico me he dado cuenta: es un tío muy grande. Sobrado, pero en el buen sentido; la presión, más allá de la que se pone uno mismo, debe de ser un concepto desterrado de la conciencia de Julio. Está de vuelta de todo, y con razón, su talento está fuera de toda duda, no tiene nada que demostrar a nadie.

Por eso ahí arriba, con un par de luces enfocándole directamente a él, expuesto ante unas cien personas cómodamente instaladas en sus butacas, lo primero que hace es dar las gracias y reconocer que apenas ha esbozado un papel con tres o cuatro canciones que tocar. Empieza con algunas muestras de un material nuevo que, aunque al final del set él masculla que «no hay quién las levante», tienen bastante buena pinta (sobretodo una que habla de los martes). Gasta sus últimos cartuchos con una desgarradora interpretación de «Otro de sus juegos», uno de sus filmes concentrados en canciones de menos de cinco minutos, y «Amigos de mirar», tras la que anuncia que aceptará peticiones.

A partir de entonces, el jerezano hace de gramola humana y abre las líneas para que hable el espectador. Como era de esperar, los nostálgicos ven el cielo abierto y aprovechan: caen una descafeinada «Así que ves fantasmas» y «Mejor fuera», bastante más intensa. «Si queréis pasado, pues iremos al pasado…», dice antes de pasmar al respetable con «Kill the mosquito». Tirando de pedales de grabación, de la Rosa nos hace creer que detrás de «A pleno sol», «El monstruo nunca duerme» y «Braile (Segunda Parte)» hay algo más que unas entrañas arrancadas y puestas encima de la mesa.

Después de recitar «¿Por qué no?» y de hacer una versión desenchufada de «Caradura», una voz femenina pregunta por una de Bunbury y otra directamente le pide que toque la que más le guste a él. Julio aprovecha el desconcierto lanzar una confesión genial aunque intranquilizadora: «a mí no me gusta ninguna, te lo prometo. Yo creo que por eso se hacen discos, para dejar atrás la mierda anterior. O al menos eso hago yo». Habrá que achacarlo a una autocrítica insaciable y a una modestia sin piedad; es un tío grande, así que es de suponer que su nivel de exigencia también lo será. No es de locos, por tanto, pensar que es la corresponsable de una infinidad de historias brillantes, narraciones de fotogramas en slow motion extraídas de lo más profundo de uno mismo y pulidas por la autoexigencia.

Y, de repente, ya no está. Siempre falta y siempre sobra.

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