Kylie Minogue – Barclaycard Arena (Madrid)
A cualquier hincha de fútbol que cumpla con los estándares del estereotipo «engorilado,» la sola mención del programa «Sálvame» le provocará un fruncimiento del ceño casi como acto reflejo. Sin embargo ese mismo seguidor de fútbol será capaz de tragarse durante horas los programas de prensa especializada periodística, que estaréis de acuerdo conmigo no es más que una continua enumeración de cotilleos sobre los dimes y diretes entre jugadores, el míster y el director del club deportivo. Con la música algo similar puede aplicarse, cualquier seguidor de, digamos, unos hypeados Crystal Castles o unos sesudos Wilco, arrugarán sus eruditos morros si mencionas que el próximo concierto en tu agenda es el de Kylie Minogue.
La música se vive de una manera muy subjetiva y tiene una incidencia directa en la percepción que cada uno tiene de su propia realidad y de cómo disfrutarla o sufrirla, pero esta menuda australiana que lleva publicando singles convencionales o comerciales (prefiero llamarlos directos) desde mediados de la colorida década de los ochenta demostró en su concierto que la música no por ser más directa es más simplista o se le debe atribuir descrédito alguno. Kylie con sus veinticinco años de carrera a las espaldas carga con una lista inagotable de canciones que sólo tienen una finalidad, facilitarte una celebración lo más hedonista posible dentro de los límites del pop dirigido a la pista de baile. En términos cuantitativos, España nunca ha sido una gran conocedora de la rubia. Podríamos resumirlo en un comentario que ayer hacía uno de mis acompañantes: «nunca he visto una cosa más homosexual que un concierto de Kylie«. Y salvando toda carga peyorativa, la realidad es la que es, ayer el grosso del público, al menos en la pista, cumplía con un determinado perfil sociológico. Pero estudios antropológicos aparte lo que es cierto es que pocas artistas ha visto esta ciudad de Madrid que hayan conseguido realmente convertir un recital en una auténtica discoteca.
Arrancaba el espectáculo con la diva tumbada sobre un sofá con forma de labios rosas que emergía desde el subsuelo del escenario mientras los primeros acordes de «Les Sex», uno de los temas más inteligentes de su último álbum «Kiss Me Once» (2014), quedaban ocultos por el histerismo desatado, conforme mandan los cánones de toda mercadotecnia musical. Así se arrancaban dos horas de espectáculo comedido en cuanto a la presentación, que se supo sostener muy hábilmente sobre los juegos de luces láser y el continuo cambio de vestuarios, subrayando la teatralidad sobre la actuación musical. Y ahora voy y suelto: «lo de siempre, vamos». Y es que este tipo de espectáculos, efectivo y divertido, desenfadado y efectista también es una repetición nada imaginativa y sí muy machacona de aquel «Drowned World Tour» (2001) con el que Madonna hace ya más de diez años sentaba las bases de un juego del que por el momento nadie ha sabido cambiar las reglas: grandes pantallas, interludios, alta costura, plataformas giratorias, bailarines andróginos y una gran carga sexual.
Pero si la personalidad avasalladora de esa Darth Vader de la música y su lado oscuro del pop se intuye a través de sus brutales montajes, tantas veces regurgitados por sus eternas replicantes, la personalidad de la Minogue encarna como nadie el lado bueno de la fuerza del pop, por continuar con el símil galáctico. No necesita vestirse de grandes coreografías (de hecho su habilidad para el baile nunca ha sido uno de sus fuertes) para mostrarse simple y desnuda al borde del escenario. Sin barrera de por medio, con toda la pasmosa naturalidad que nadie espera de una estrella de su calibre, la de Australia no tuvo reparos en parar el concierto en dos ocasiones para firmarle el disco a una seguidora de la primera fila, y más tarde para subir a otro fan directamente al escenario para hacerse un «selfie» con él, beso en la mejilla incluido.
Gestos más que suficientes para eclipsar cualquier otra carencia escénica, que tampoco es que hubiera muchas, porque a decir verdad temas tan brillantes como «Slow» o «All The Lovers» poco sustento necesitan para levantar en vilo a las casi 6.000 personas que ansiosas bailaban y daban saltos en corro alrededor del escenario. Además, al contrario de lo que pasaba hace unos días con Morrissey sobre ese mismo escenario, el setlist escogido para la ocasión supo encontrar el equilibrio perfecto entre los temas nuevos y los más esperados por el público: sonó una versión clásica del «Locomotion», una mejorada del «Kids» (sin la voz de Robbie Williams) y tampoco faltó su mayor éxito hasta la fecha «Can´t Get You Out Of My Head» e incluso sin rubor le dedicó un segmento de la actuación a Stock, Aitken y Waterman, los reyes Midas de los ochenta y artífices de sus primeros éxitos comerciales, con una estética rosa chicle a medio camino entre Aqua y la Barbie a la que los suecos cantaban.
Dos horas de concierto en los que la princesa del pop le sacudió el plomizo lunes al lluvioso Madrid, a base de presencia y efectivos ritmos discotequeros, también sonaron «On A Night Like This» y «In My Arms», acumulando éxito tras éxito hasta el punto de verse obligada cantar a capela un popurrí de canciones a petición de los gritos de las primeras filas, lo que al resto nos sirvió para al menos escuchar un fragmento de «Confide In Me», de aquellos tiempos en los que a Kylie se le ocurrió tontear con la música independiente. ¿Se imaginan cuántos monóculos hubieran caído si hubiera interpretado «Where The Wild Roses Grow» con Nick Cave? En fin que no ha estado de más que nos recordaran que la Princesa del Pop sigue viva y coleando ¡Y no veas cómo! ¡Larga vida a la Princesa!